A Manel Navarro, el candidato español a Eurovisión 2017, cuesta recordarlo. Eternamente escondido en una camisa estampada, con su boca torcida y gesto amable de surfero zen, Manel no deja huella, le falta calle. Mal asunto cuando Eurovisión ya no nos interesa ni cuando hay escándalo.
Porque sí, lo hubo. En la elección de Navarro el pasado febrero hubo acción, puñetazos y hasta una peineta ante el ebúrneo Jaime Cantizano. Los camerinos de TVE se convirtieron en el clímax de una película de Bud Spencer, pero es que ni así. Pese al evidente tongo de su elección, pese al (de nuevo) título en inglés en una canción en español, a que el temilla tampoco es ni mejor ni peor –bueno, sí es peor– que la mitad de las allí presentes. Desde el principio, el catalán fue a Kiev a escribir su propio capítulo en nuestro particular manual de cómo perder en Eurovisión, y por Dios (o for your lover) eso es lo que hizo. Quedó el primero, pero por detrás. España, última en Eurovisión con 5 puntos.
El caso es que cuando Navarro se subió al escenario del Centro de Exhibiciones, e incluso antes de ese notable gallo final en el momento culminante, incluso él sabía que estaba todo perdido. Faltaba música –"Do it for your lover" vale de fondo para un mojito en el chiringuito, nada más– y también faltaba espectáculo sobre el decorado para convencer al esquivo fantasma del televoto.
Pero faltaba, sobre todo, una verdadera estrategia para combatir el fantasma de la geopolítica, ese extraño concepto que año tras año nos condena a la cola del festival pese a un puñado de decentes actuaciones como las de Ruth Lorenzo o Edurne. Consecuencia: 0 puntos en los votos del jurado profesional y 5 puntos del televoto, último lugar en la lista y nuevo esperpento de pata negra en el festival. El monumental tongo de la elección de Navarro dio el tiro de gracia a esta edición de Eurovisión antes de comenzar, tanto en España (donde el concurso ha sido ignorado por todos, a falta de datos de audiencia) como fuera de ella (Manel era último en las apuestas poco antes del inicio). La propia TVE comenzó la retransmisión yendo al grano, sin previa alguna en su canal 24h. Y no, esto no es culpa del cantante sino de quienes le pusieron ahí: quizá alguna cabeza debería rodar este domingo tras la resaca del concurso.
En fin, un bonito desastre, parafraseando a una de las canciones favoritas, la del búlgaro Kristian Kostov, otra melodía de buen rollo con un representante de esa nueva masculinidad de la que hablan las revistas de tendencias (es decir, un flequillo tapando una persona del grosor de una hoja de papel) que, sin embargo, todo el mundo aplaudió como una buena canción para Eurovisión. Él fue, por cierto, el favorito del televoto.
El resumen verdadero de esta 62 edición es el de una pugna entre Italia, Portugal y Bulgaria, y sobre todo entre los dos primeros. El tema "Occidentali’s Karma" de Francesco Gabbani, venía de ganar el Festival de San Remo y es un verdadero "false friend", un tema que engaña y se pega en su alegre recuento de pequeños vicios espirituales de la era de internet. La segunda, "Amar pelos dois", del alternativo Salvador Sobral, es una melodía nostálgica de amor que apuesta por el intimismo, la respuesta plácida al show de luz y color que en general es Eurovisión (el vulnerable Sobral no pudo ensayar demasiado y está esperando un trasplante de corazón urgente). Favorito de los periodistas e incluso del propio Manel Navarro (miren, en eso acertó) Sobral se fue creciendo hasta imponerse en las apuestas de última hora a Gabbani, que como buen italiano llegó a Kiev creyendo que todo estaba ganado. Y Sobral, cantando el tema escrito por su propia hermana, arrasó desde el primer momento en las votaciones. Naturalmente hubo más, con la belga Blanche y "City Lights", una canción que parece un descarte del disco de Lorde, la gran apuesta de la crítica y una de las grandes beneficiadas del televoto, y Dinamarca y Polonia, que tiraron de cantera de rubias deslumbrantes para sendos baladones noventeros. Cuestión de gustos.
Nada que objetar al espectáculo, un monumental artificio de canciones mediocres que trata de justificarse como placer culpable en tiempos de la reproducción aleatoria de iTunes. Y aunque no lo consiga nunca (cómo podría), resultaría un tanto imbécil esforzarse en verter más vitriolo sobre un show destinado a que lo disfruten aquellos que gustan de él, algo que –al fin y al cabo– ocurre solo una vez al año. Carpe Diem.
De modo que, un año más, un año menos, esperpento y profesionalidad se mezclaron en un programa sin sustancia que, sin embargo, supone todavía un notable negocio para los implicados. Esperemos que, cuando acabe de asentarse en esos países que reclaman un año tras otro el triunfo a través de alianzas (aquí va de nuevo) geopolíticas, la organización pose de nuevo sus ojos en España. Quizá para entonces no estén ni Rajoy ni José María Íñigo. O sí.