
Alcántara: resulta que al puente más bonito de España hay que sumarle un buen puñado de sorpresas

No sé muy bien si fue una de estas cosas raras que hace a veces Google o si es lo normal cuando llegas, como yo lo hacía, desde Portugal, el caso es que cuando arribaba a Alcántara en coche tras un viaje al otro lado de la frontera tuve la gozosa sorpresa de tener que atravesar su famoso Puente Romano.
Un puente que había sido la razón principal del viaje o, mejor dicho, de desviar por allí una ruta que en realidad habría sido más rápida y sencilla sin esa etapa. Les hago el spoiler: valió la pena.
Y no solo por el puente, que habría sido motivo suficiente porque es impresionante, es que además Alcántara es un pueblo muy bonito, tiene cosas verdaderamente sorprendentes y en sus alrededores más cercanos hay paisajes que admirar y que disfrutar, con una mezcla entre lo natural y lo creado por el hombre que a mí me parece muy interesante y que yo creo que tendemos a menospreciar.
Hecho por el hombre, pero espectacular
En el bonito paisaje de dehesa en los alrededores de Alcántara surgen aquí y allá torres de alta tensión y una cantidad notable de tendidos eléctricos que parecen esparcirse en mil direcciones. Se deben a la central hidroeléctrica de la presa José María Oriol, que crea el conocido como Embalse de Alcántara, un impresionante lago artificial que visto de cerca resulta inmenso, interminable.
Me apetecía mucho conocer un lugar así de otra forma y además viajaba con mi hija, que siempre está dispuesta a algo de turismo más activo del que yo suelo hacer, así que contactamos con Divertimento, una empresa local y organizamos con ellos una ruta en kayak por la aguas del enorme embalse.

Fue un acierto total: nos acompañó Julio, un guía experimentado y muy amable, y navegar en las minúsculas embarcaciones por la inmensidad acuática de ese lago en el que se pierde la vista era una experiencia sobrecogedora e inolvidable. Paleamos durante un par de horas, completamente solos, en un recorrido que nos llevó a una pequeña isla desde la que se podían ver las dos grandes lenguas de agua que forman embalse: hacia el noreste la del río Alagón, hacia el sureste y todavía más grande la del Tajo. No dejen de hacerlo si alguna vez visitan la zona, que ya les digo que deberían visitarla.
También fruto de la acción humana es otro sitio curioso de Alcántara que vale la pena visitar: la Piscina Natural de la Cantera, creada precisamente por la extracción de materiales para construir la presa. Es un lugar llamativo, con ese atractivo que tienen las cosas que dan un punto de miedo, pero a pesar de ello o quizá precisamente por ello realmente tentador. Creo que jamás iría a una piscina normal si pudiese bañarme en un sitio así.
El pueblo
Alcántara es un pueblo pequeño –según la Wikipedia no llega a 1.400 habitantes– pero tiene un patrimonio espectacular, amén de una serie de calles preciosas, algo retorcidas y en cuesta, un mucho venidas a menos, pero con una decadencia hermosa, heroica, muy española.
Hay antiguos palacios que parecen sostenerse a duras penas, otros en los que sólo una fachada sin nada más detrás da testimonio de una grandeza que debió empezar a decaer siglos atrás.
Pero el ejemplo más espectacular de ese pasado glorioso es sin duda la Conventual de San Benito, aunque para ello haya tenido que sobrevivir a saqueos, terremotos, desamortizaciones y al abandono, hoy no sólo presenta un aspecto magnífico sino que es la sede del Centro de Identidad Órdenes de Caballería – Alcántara, un lugar sobre esas organizaciones religiosas y militares que tuvieron un papel relevante en la Reconquista y tienen historias tan interesantes como poco conocidas por el gran público.

Además, la iglesia en la que está la exposición es impresionante: altísima, con una de las bóvedas más hermosas que recuerdo y con la forma chocante y original que debe no a un arquitecto genial sino al hecho de estar inacabada, aunque desde luego no por eso deja de ser imponente.
Y al final, el puente
Dejo para los últimos párrafos lo que les contaba en los primeros que fue el motivo principal de mi visita a Alcántara: su maravilloso Ruente Romano. 1.900 años lo contemplan y no es que todavía pasen los coches por su calzada irregular: es que estando allí vi como lo cruzaba un enorme tráiler frigorífico.
Por supuesto que ha sido reformado y arreglado en no pocas ocasiones, pero su majestuosa estampa y muchísimas de sus piedras están allí desde hace tanto tiempo que contemplarlo es, perdonen la vulgaridad, viajar al pasado. Y no sólo es antiguo, tan importante como sus casi dos milenios es su belleza: es una de esas maravillas en las que la ingeniería se convierte en arte y es un ejemplo perfecto de cómo los romanos encontraban para los grandes problemas soluciones tan elegantes que parecen sencillas.

La experiencia de conocerlo puede ser, además, verdaderamente completa: un camino baja hasta sus pies y, saltando entre las piedras con cuidado, uno puede llegar prácticamente al nivel del agua y contemplar desde allí su grandeza, que no es sólo fruto de su enorme tamaño, aunque este sea impresionante: tiene casi 50 metros de altura, más otra docena del arco del triunfo en su centro.
Desde su tablero se ve, sólo unos cientos de metros más arriba del río, la también impresionante pared del hormigón de la presa, una obra gigantesca y admirable pero que, allí tan cerca del puente, parece ser sólo la prueba palpable de que en esos siglos entre uno y otra ganamos en técnica lo que en la mayor parte de ocasiones perdimos en elegancia. Aunque no me hagan caso: seguramente ese pensamiento es sólo fruto un cierto ánimo nostálgico que me embarga cuando escribo este artículo. O quizá no.