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La maravilla de La Alhambra y el detalle que nos cuenta de la historia de España

El patio interior del Palacio de Carlos V es una obra perfecta del Renacimeinto.
Un paseo por la Alhambra en 20 imágenes

No era la primera vez que visitaba La Alhambra de Granada y, pese a ello, casi todo fue sorpresa y maravilla. En un momento dado, de hecho, me di cuenta de un detalle que puede parecer una tontería, pero que realmente es una sensación que me acompañó durante mi visita: allí donde posaba la mirada había belleza.

Recargada de inscripciones y mocárabes en algún lugar, renacentista e imperial en otros, sencilla de los pequeños cursos de agua, impactante de los edificios reflejados en los estanques, abigarrada de las vistas sobre la ciudad… Fuese como fuese, según iba caminando los edificios, las decoraciones, los detalles se me iban desvelando como pequeñas o grandes maravillas de un conjunto que es mucho más excepcional y hermoso de lo que yo puedo contarles, mejor de lo que dicen los libros y, por supuesto, de lo que recordaba.

Por la Cuesta del Rey Chico arriba

Teníamos nuestras entradas para el monumento a las nueve de la mañana y nos costó un poco llegar a la entrada del complejo subiendo la empinada Cuesta del Rey Chico que, eso sí, dejaba algunas preciosas estampas otoñales.

Una vez recuperado el aliento y superado el control de acceso, empezamos a caminar sin un rumbo concreto y dimos en el Palacio de Carlos V. Siempre he dicho que este es el monumento más bello con peor suerte del mundo: siendo como es uno de los mejores palacios renacentistas no sólo de España sino de Europa le ha tocado ser el cuerpo extraño en uno de los lugares más admirados.

Aunque sólo supuso la eliminación de una parte pequeña de los palacios nazaríes, parece que la historia no se lo ha perdonado, pero nosotros somos menos quisquillosos y disfrutamos del incomparable espectáculo de los primeros rayos de sol entrando en el círculo perfecto del imponente patio interior.

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Palacios nazaríes

Después de tanta perfección geométrica, racional y renacentista, pasamos a sumergirnos en la arquitectura de fantasía de los palacios nazaríes. Y aquí es cuando un modesto periodista como yo se queda sin palabras.

La belleza, el refinamiento con el que uno se va encontrando sala tras sala, patio tras patio me desarmaron. Incluso a través del constante trasiego de visitantes –en algunos momentos llegamos a avanzar en una cola de gente que se movía con pereza entre foto y selfi– uno se siente transportado a un mundo elegante, sensual, en el que todo el entorno parece creado para nuestro disfrute y para deleitar no sólo la vista, sino también el oído e incluso el tacto.

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Sinceramente, no sé decirles qué parte de estos palacios me gustó más, no me atrevo a colocar el Patio de los Leones por delante del de Arrayanes, no sé si me gusta más el impresionante salón de Embajadores o la Sala de los Reyes, con sus bellísimas pinturas.

Todo es equilibrio y delicadeza, en ningún momento la abigarrada decoración se hace excesiva, no hay nada que no sea placentero y elegante, todo nos invita a vivir allí, a sumergirnos en esa cultura y en esa forma de vida que se presentan tan exquisitas, tan refinadas, tan hedonistas.

Más jardines, más belleza

Saliendo de los palacios nazaríes seguimos nuestra visita, que ya acumulaba varias horas, y fuimos viendo algunos elementos más del conjunto. Empezamos disfrutando en El Partal, en un momento del día en el que la luz directa del sol hacía refulgir el pequeño pabellón de ladrillo y creaba un reflejo perfecto en el estanque a sus pies.

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Luego, embriagados ya de tanta belleza, pasamos a la parte más tosca, por así decirlo, de lo que no hay que olvidar que era una fortaleza: entramos en la Alcazaba y subimos a la Torre de la Vela para disfrutar de la vista sobre toda la ciudad y sobre Sierra Nevada, blanca ya en su cima.

Después, a pesar de que llevábamos ya unas cuantas horas por allí, nos encaminamos a la última etapa de la visita: el Generalife, con sus fuentes, sus paredes blancas y, de nuevo, ese gusto por la vida y el placer que transmite La Alhambra. Cansados, agotados físicamente pero sin llegar a saciarnos de todo ese arte, desde allí emprendimos de nuevo el descenso hacia el Albaicín.

Dos lecciones de Granada

Hay un par de detalles que me apetece comentar, porque creo que de alguna manera aumentan el disfrute que podemos sentir al visitar la Alhambra. El primero es recordar lo excepcional que es que la gran mayoría de ese patrimonio haya llegado a nuestros días, no sólo por la evidente lejanía en el tiempo, sino por cómo se entendían –o casi mejor: no se entendían– el arte y la conservación en aquel momento.

Lo normal a principios del siglo XVI no era que el Palacio de Carlos V se llevase por delante una pequeña parte de los edificios nazaríes, sino que se hubiese arrasado con la mayoría. Sin embargo, los reyes españoles hicieron el milagro de preservar, como en Córdoba, aquello que en casi ningún lugar se hubiera preservado.

El segundo, algo que en mi ignorancia descubrí en este viaje y que me ha parecido especialmente curioso: resulta que el Muhammad V, constructor del Palacio de los Leones, estuvo exiliado de Granada al ser destronado por su hermanastro. Viajó por el norte de África y también a Sevilla, donde conoció el Real Alcázar que estaba construyendo su aliado, el rey de Castilla Pedro I.

Cuando volvió al trono y se puso a edificar su propio espacio en La Alhambra los expertos destacan la influencia que ejercieron algunas de las obras que había conocido en lo que hoy es Marruecos, pero sobre todo el mudéjar que se encontró en Sevilla. Así, un estilo arquitectónico cristiano extremadamente influenciado por la arquitectura andalusí fue la mayor influencia de la que es seguramente la obra más importante del propio arte de los andalusíes.

Es una anécdota curiosa, una paradoja y, sobre todo, un ejemplo perfecto de lo afortunados que somos los españoles al tener una historia tan espectacular como la nuestra.

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