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Mont-Saint-Michel: cuando esa belleza de postal que parece imposible es aún mejor en la realidad

Pese a haber sido hiperfotografiado y a la presión turística, Mont-Saint-Michel es un lugar cuya belleza deslumbra cuando lo conoces.

Pese a haber sido hiperfotografiado y a la presión turística, Mont-Saint-Michel es un lugar cuya belleza deslumbra cuando lo conoces.
La belleza de Mont Saint-Michel

El Mont-Saint-Michel es uno de esos destinos que te da un poco de miedo conocer: en un lugar que es tan hermoso, cargado de magia y del que has visto tantas fotografías maravillosas siempre corres el riesgo de llegar allí y que de alguna forma te decepcione, que no esté a la altura de las enormes expectativas.

Así que empecemos por aclarar ese extremo: no, Mont-Saint-Michel no es decepcionante, es más: no sólo no te decepciona sino que te deja, literalmente, con la boca abierta y, por mucho que lo hayas visto en postales, fotografías o documentales, impresiona. De hecho, empieza a impresionar desde lejos, cuando en la distancia se ve el enorme peñón más allá de la bella costa normanda: una presencia lejana pero imponente, que a muchos kilómetros deja claro que es algo importante.

Una vez en la costa, a la pequeña isla se puede llegar a pie o en un peculiar y moderno autobús, que lleva a los turistas desde la zona de hoteles tierra adentro hasta los pies de la muralla. Me gustó el trayecto, que dura poco más de cinco minutos, porque le da a la cosa cierta liturgia y boato, además de ir preparándote mentalmente según el islote fortificado va creciendo en el horizonte.

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Los turistas llegando a Mont-Saint-Michel. | C.Jordá

¿Con o sin agua?

Probablemente Mont-Saint-Michel sea más hermosa aún cuando está rodeada de agua, yo llegué en un día de marea muy baja: el mar se había retirado a cientos de metros -las mareas son enormes en esta zona de Normandía- y la gran bahía en la que está la isla era un laberinto de pequeños riachuelos que tachonaban de mil azules el gris de la arena marina. El caso es que me pareció bellísimo así, sobre todo desde los miradores en la parte alta de la isla, en los que las vistas se abrían a un sol primaveral y amable, que llenaba de color el paisaje, con la brisa rebosante de aromas marinos, intensos, casi sabrosos.

Entrar a la fortaleza es un momento emocionante: uno de esos 'por fin' de la vida del viajero. El interior tampoco decepciona: incluso a través de la inevitable turistificación de un lugar así, las estrechas calles en cuesta del pequeño pueblo mantienen todo su encanto medieval y, entre los muchos viajeros que las recorren, es posible encontrar momentos de cierta paz, sobre todo a partir de la caída de la tarde y a primera hora de la mañana.

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Una de las calles de Mont-Saint-Michel | C.Jordá

Es en esos instantes cuando Mont-Saint-Michel nos da todo lo que realmente ofrece este lugar idílico: el silencio que sólo rompen las aves marinas y puede que algún repartidor, la luz maravillosa, las calles que parecen sacadas de un cuento medieval…

La impresionante abadía

La entrada a la abadía que preside Mont-Saint-Michel está en lo alto de la isla. Hay que hacer toda la subida por calles empinadas e incluso escaleras antes de adentrarse en el frescor de los anchos muros de piedra.

Construida desde hace más de mil años, adaptándose al perfil de la roca madre en ocasiones y perforándolo en otras, la abadía es una maravilla de ingeniería medieval y un auténtico laberinto de estancias, niveles y recovecos. En no pocos puntos tiene una notable grandiosidad, a pesar de las evidentes limitaciones de espacio, como en la espectacular iglesia, de un hermoso románico en parte y un no menos espectacular gótico en su cabecera.

La mayor parte de estos edificios, que se agarran por momentos milagrosamente a la estructura piramidal de la roca, es conocida como La Maravilla, tengo entendido que no tanto por su espectacularidad como por haberse construido en un imposible plazo de sólo 25 años, todo un récord para, recordemos, la primera mitad del siglo XIII.

La visita me resultó interesantísima: la abadía conserva muchísimo de lo que la hacía de ella un importantísimo centro religioso, espiritual e incluso político durante buena parte de la historia de Francia, desde las grandes y lujosas salas hasta curiosidades como una gigantesca grúa de rueda para subir suministros desde la base de la isla, a través de las paredes verticales, hasta lo que durante siglos era la prisión del complejo.

La puesta y la salida del sol

Pero además de recorrer la abadía por dentro hay que dedicarle tiempo a disfrutar del exterior. También pararse en alguno de los restaurantes -les recomiendo las tortillas de La Mère Poulard, con una receta secreta cuyos componentes deben batirse con un peculiar y divertido ritmillo, para luego hacerse en un fuego de leña-, y sobre todo tomarse un buen rato para contemplar la caída del sol y cómo la isla y el agua van tiñéndose de mil naranjas y rojos hasta que la noche cubre casi por completo el lugar.

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Atardecer en Mont-Saint-Michel | C.Jordá

Y después quédense cerca para dormir, porque a la mañana siguiente hay que levantarse con el sol: el Mont-Saint-Michel es también una maravilla cuando los primeros rayos solares no aciertan a rasgar las brumas con las que la isla saluda al día.

Lo cierto, en suma, es que pese a que podemos recorrerlo en sólo unas horas, tenemos que dedicarle algo más de tiempo a este lugar mágico para que nos entregue todos los encantos que va ofreciendo en cada momento del día y con cada luz que lo ilumina, porque todos son absolutamente inolvidables.

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