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Santillana, San Vicente, Altamira y otras joyas de Cantabria

En su pequeño tamaño Cantabria resulta un destino casi inabarcable para el viajero atento de tan lleno como está de lugares imprescindibles.

Desde las abruptas cimas de las montañas que le dan nombre, Cantabria se desliza con rapidez hacia el mar, en un paisaje de permanente transición en el que a veces las cumbres y las olas casi se rozan y en el que alejarse de la primera línea de playa nos lleva rápidamente a carreteras de poderosas pendientes.

A mí me maravilló esa Cantabria abrupta de los desfiladeros y los valles de alta montaña de la que ya les hablé por aquí hace unos meses, pero justo después pude descubrir también la más cercana al mar y eso no hizo sino prolongar la maravilla. No sólo por un paisaje que no es menos hermoso y quizá sí un poco más amable, menos agresivo a cambio de perder cierta grandiosidad, sino también por los pueblos, la comida y alguna que otra maravilla de la que ahora les hablaré.

Empezaré mi relato por hablarles de San Vicente de la Barquera, que es donde establecimos el campamento base en nuestro viaje. Este pequeño pueblo costero puede presumir de varias cosas, una de ellas tener una de las más hermosas postales que creo que se pueden disfrutar en toda España: la vista del pueblo, su pequeño castillo y su iglesia aún más arriba, tocando el mar por un lado y con la presencia casi amenazante de las cumbres rocosas por el otro. He visto la imagen miles de veces y aun así fue una gozada levantarme pronto por la mañana para poder hacer mi propia foto, aprovechando los primeros rayos del sol.

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San Vicente de la Barquera | C.Jordá

Otro motivo de orgullo si yo fuera indígena sería la playa de Merón. No es la única del pueblo, sí es la que se enfrenta a mar abierto y una de las más hermosas en las que nunca he estado, con su forma de media luna extendiéndose más allá de donde llega la vista, sus metros y metros de arena mojada por las olas más atrevidas, reflejando un cielo que se hace infinito, en mitad de una tranquilidad que no logran romper los pocos edificios sólo en un extremo de la enorme lengua de arena.

San Vicente tiene también las virtudes típicas de una villa marinera: los barcos que flotan en la ría o que llegan al puerto y descargan su pescado fresquísimo, los bares en los que ese mismo pescado se convierte en un manjar de lujo a un precio que sorprende al viajero que llega de la gran ciudad, sus mañanas brumosas en las que el sol pugna durante un buen rato por imponerse a la niebla… Es, simplemente, un lugar relajante, placentero e idílico.

Santillana, sin mar

Partiendo de San Vicente de la Barquera podemos hacer una ruta con la que disfrutemos de la costa, pasando por la deliciosa Comillas e internándonos poco más tarde tierra adentro para llegar a otro de los pueblos imprescindibles de Cantabria: Santillana del Mar.

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Una calle en Santillana del Mar | C.Jordá

El encanto de sus calles empedradas sobrevive incluso a una tarde de verano en la que las llenan los turistas, que se distribuyen sin demasiado orden por un casco urbano delicioso, con sus casonas de arquitectura tradicional y en el que destaca una Plaza Mayor de forma un tanto caótica -olvídense de los rectángulos perfectos de tantas ciudades españolas- en la que uno puede disfrutar de prácticamente cada fachada.

Paseando por Santillana tiene uno la sensación de que todas las callen contribuyen a llevarme hacia la Colegiata, un precioso templo de un elegante románico en el que me maravilló sobre todo el claustro, con tres caras de deliciosa columnata con unos bellísimos capiteles de piedra delicadamente labrada.

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Capiteles románicos en la Colegiata de Santillana | C.Jordá

La Colegiata de Santillana es uno de esos lugares que me hace pensar en la cantidad de maravillas no demasiado conocidas que tenemos en España: por ejemplo, los cientos de iglesias sin la fama de las grandes catedrales en las que vamos a encontrar ese claustro maravilloso, esos capiteles bellísimos, ese rincón de un buen gusto y una elegancia estremecedores, pese a su sencillez o la humildad de un arte en no pocas ocasiones tan modesto como sublime.

Turismo de cuevas

No se me ocurre ningún ejemplo mejor de ese arte al mismo tiempo modesto y sublime que el que se puede encontrar a las afueras de Santillana, aunque en este caso sí es un lugar más que conocido y no sólo en España: la Cueva de Altamira.

Por desgracia hoy en día no se puede visitar la cueva original; no obstante, es una desgracia pequeña si lo comparamos con la suerte de haberla preservado a través de miles de años y, además, porque a cambio sí podemos ver un interesante museo y la que llaman Neocueva: una reproducción exacta que casi logra transmitir toda la emoción propia de contemplar la auténtica.

La Neocueva copia fielmente hasta una falsa abertura al exterior desde la que descendemos hasta llegar a la cámara en cuyo techo están las pinturas. No puedo ni imaginar la emoción de Marcelino Sanz de Sautuola al descubrir los bisontes, los caballos y las demás formas dibujadas en la roca; sorprendido por la belleza de los colores, la maestría del trazo, la manera en la que el artista o los artistas aprovecharon la forma irregular de la piedra para dar a los animales un soplo de vida, una sensación de movimiento que seguro que era aún mayor a la luz de las antorchas.

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Pinturas de la Neocueva de Altamira | C.Jordá

Altamira es un milagro, tanto por su belleza como por la maravilla de que haya llegado a nosotros, privilegiados espectadores de algo de cuyo propósito último no podemos estar seguros pero que sin duda no estaba hecho para durar miles de años, aunque desde luego el empeño de sus creadores por alcanzar la belleza y la perfección sí que fueron las de alguien que aspiraba, quizá sin saberlo él mismo, a cierta inmortalidad.

También fruto del milagro y de la fortuna es otra de las cuevas que se puede visitar en esta zona de Cantabria, el Soplao, uno de esos lugares en los que la naturaleza ha hecho un trabajo de milenios que parece dirigido por una mente maestra para crear una sinfonía de estalactitas, estalagmitas y formas tan imposibles como bellas.

Descubierta por un golpe de suerte en una explotación minera, el Soplao es un espectáculo sorprendente, como lo es esta zona de España dispuesta a maravillarnos casi al doblar de cada esquina.

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