La semana se clausura con una de las ediciones de la pasarela Fashion Week Madrid más extrañas. Los desfiles han pasado de unas 300 invitaciones a poco más de 40, la duración del espectáculo se ha reducido al máximo, los periodistas y cámaras ya no entran con la misma facilidad de antes al 'backstage', y las propuestas rozan la máxima austeridad visual. La temática de cada desfile parece que, si no es en defensa del medioambiente y en pro de la sostenibilidad, no vende. Y es que, mientras unos lo aplican de verdad y no sólo con el discurso y la nota de prensa (Agatha ha hecho una colaboración con Ecovidrio, y su propuesta tenía complementos elaborados a partir de vidrio reciclado), otros simplemente lo materializan en "inspiración".
Andrés Sardá ha bautizado su colección con el elemento ‘Agua’, y lo más original ha sido Rossy de Palma en la pasarela; Devota & Lomba ha presentado a todas las modelos con mascarillas (algo que no ha ocurrido con la mayoría de los diseñadores), y a ritmo del canto de pájaros, su propuesta ha sido tildada de ‘minimalista’ y ‘colorida’: y a mí lo que más me ha llamado la atención es que a ninguna modelo se le viera la cara. Al principio creía que era una manera de evitar maquillarlas, pero luego me di cuenta de que algunas llevaban los labios de color amarillo...
Pero sea como fuere, lo que les intento transmitir es que ya no hay abrazos ni besos. Y es que la moda, con este panorama, parece algo forzado e incómodo. De pronto recordamos que Ifema fue un hospital improvisado: y algo extraño se nos viene encima… Claro que luego llega uno al ‘Kissing Room’ del pabellón 14 (sí, ‘kissing’... ¿paradójico, no?), y aunque sin besos, con una copa, se te olvidan todos los males.
Con este ambiente, la pregunta es si no tendría, acaso, más sentido haber hecho una presentación virtual o reinventar alguna otra manera “más segura” y “más cómoda” en estos momento para seguir creando sueños. Puede que esté equivocada y que estas acciones sean necesarias para ir reactivando, aunque paulatinamente, la economía y nuestro sistema. Aunque sea sólo en lo emocional para cerrar los ojos y que vuelva la fiesta.
Por si fuera poco, no solamente queremos tela en boca, sino también en cuerpo. Y es que la última polémica ha sido protagonizada por una joven a la que le han vetado la entrada al Museo de Orsay de París, por llevar escote. De acuerdo estoy en que ya el buen gusto ha perdido sentido social y que el Chonismo ha ganado la batalla a la elegancia, pero de ahí a prohibir la entrada a un museo por un escote me parece demasiado. Entendería que quisiera asistir en lencería o bañador, pero por enseñar algo más de carne me hace pensar qué clase de complejo tendría el personal. ¡Qué curioso se está volviendo Occidente y sus gentes! Menos mal que el museo pidió disculpas públicamente. (La ironía es que mientras a la joven-vetada le impedían entrar por enseñar cuello y 'canalillo', a su amiga con el ombligo al aire no le recriminaban). Esto es tan curioso como lo de que el Covid 19 (la Codiv, ustedes perdonen, que se me enfada Irene) se contagia sólo si no tiene comida o bebida en la mesa (por lo de que permanezca uno con la mascarilla puesta hasta el primer sorbo); y tan curioso como el hecho de que el virus se contagie si pasea uno por la calle, pero no si practica 'running'. ¡Qué cosas!
Pero, por si esto les supiera a poco, les recordaré que la semana arrancaba con una interesante cortina de humo progre y doble-moralista. Cohabitamos en una sociedad tan moderna y tan feminista, que de lo feminista que es, atacamos a una mujer por su imagen. Muchos de los que se ríen del flequillo (y quizás, otros “retoques”) de Ana Rosa Quintana, son los que luego abanderan el movimiento ‘me too’. ¿Dónde están las feministas para defender el honor de una mujer a la que se le está (prácticamente) acosando por un corte de pelo?
2020 está siendo una gran lección a los sociólogos y analistas de tendencias, para darnos cuenta de que por mucho que escribamos 100 veces ‘mundo sostenible’, que lo repitamos como loros y nos lo tatúemos en el tobillo, la insostenibilidad viene primero de la insolidaridad y la estupidez humana. Seguimos atascados en una anestesia moral colectiva, en la que nos alimentan con programas basura y aplicaciones para hacernos bailar. Cada vez con menos libertad y más tontería. Y es que con bozal, todo entra mejor.