
Hace no mucho escuché lo de que el salir en Nochevieja es de horteras. No sé si de horteras, o si acaso esta sea la palabra más indicada. Tampoco sé si yo seré la persona indicada para decidir qué es ser hortera. Lo dejo a los entendidos. Pero lo que está claro es que la noche del 31 de diciembre no es un desfile de elegancia por las calles a partir de las 00:00 horas. Tampoco lo es un par de horas antes. Aunque lo rellenemos con disfraces de pingüinos, lencería roja y tacones que a diario no nos pondríamos.
Como me cuenta, en tono de humor (por favor, los ofendiditos pueden dejar de leer esta crónica), mi buen compañero Bertie Espinosa, en Nochevieja salen de traje los que a diario deambulan por el mundo en camiseta gris. O en chándal. O en cualquier otra prenda facilona. ¡Un oxímoron visual! Pasa lo que pasa. Es el día en el que los que durante el año visten el chándal en nombre de la comodidad deciden hacer un último esfuerzo y dejarse ver de etiqueta. Pero de etiqueta la que cuelga y no se corta, por si se devuelve. Es la noche en la que también se sacan las lentejuelas aquellas que nunca las llevan. La de las formas destartaladas y colorines imposibles de combinar.
En definitiva es, según cómo se mire, una noche terrible (y eso que Halloween ya ha pasado). Particularmente esta noche, al igual que mi amigo Bertie y como más de uno que yo me sé, la detesto. A la gente le da por ponerse pajaritas de colores y otras estridencias que estaban de oferta en el H&M de turno. Del esmoquin de nylon a la pajarita fluorescente. Pasando por unos zapatos imposibles del estilo chupamelapunta. Si es de serpiente mejor (para ellos).
Y es que podríamos estar ante la noche en la que salen los que nunca salen. Y pasa lo que pasa: que no se saben mover por los laberintos de la noche, y beben como peces en el río, pero como seres carentes de identidad perdidos en una discoteca; discoteca cuya entrada, por cierto, vale tres veces su precio habitual, obteniendo la mitad de calidad por los productos etílicos. Algunos piensan que conocerán al amor de su vida y otras se sienten Emily en París.
¡Negocio redondo para algunos! Y resaca de órdago para todas esas personas que sucumben al encanto de salir después del atracón de las uvas (y de la Pedroche, que veremos a ver esta noche con qué nos sorprende). Este año no estará ella sola, pues está embarazada y ojalá lo tenga en cuenta.
Dicen que la gente de bien se retira de los horrores de la nochevieja. Y cualquier esteta sabe que esa noche es para cerrar los ojos. Cerrar los ojos. No ver. Pero sentir. Sentir el silencio y la belleza del silencio. Del tiempo. Del olor a invierno, del enero que nace para traernos toda la esperanza del mundo concentrado en el nuevo libro de la vida. Toda la literatura que hay en torno a esta noche no es más que un intento forzado de ser. Ser lo que uno no es el resto del año.
Tampoco haré apología de pasar la Nochevieja en pijama; pero menos es más, y la elegancia no entiende ni de purpurina ni brilli-brilli. Comprar una entrada de discoteca para hoy es tener un billete de tren a ninguna parte (bueno si: al ridículo y la resaca absurda). Porque muchos piensan que es la noche donde van a encontrar el amor de su vida, y así se visten. Y así les va. Y no nos debe de extrañar que en la tarde del 1 de enero vuelvan a descargarse Tinder los que se lo desinstalaron la tarde del 31. ¡Feliz Año Nuevo!