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La momificación no es un fenómeno exclusivo del antiguo Egipto

La propia naturaleza se encarga en determinadas condiciones de conservar los cadáveres incorruptos hasta extremos asombrosos.

La propia naturaleza se encarga en determinadas condiciones de conservar los cadáveres incorruptos hasta extremos asombrosos.
La momia de Ötzi tiene 5.000 años, pero estaba tan bien conservada que aún poseía glóbulos rojos. | Corbis

¿Qué tienen en común el jamón curado y Ötzi, el Hombre de Similaun? Que en ambos casos se trata de carne muerta que ha logrado preservarse en el tiempo (muchísimo más en el segundo caso que en el primero, por supuesto) gracias a fenómenos completamente naturales. No hace falta la intervención humana para que se produzca la momificación. Lo habitual es que, cuando se produce la muerte, comience toda una serie de cambios físico-químicos en el cuerpo fallecido que van evolucionando hasta su total desintegración. Pero en determinadas circunstancias, este proceso de putrefacción puede verse interrumpido o que no llegue siquiera a iniciarse, lo que produce la conservación del cadáver. ¿Cuál será el resultado? Lo que coloquialmente conocemos como una momia. O no. Porque conviene especificar antes de comenzar que algunos expertos solo admiten el uso de dicho término para los cuerpos que han sido embalsamados de forma artificial. Pero como no existe ningún consenso al respecto, nosotros nos vamos a tomar la libertad de calificar como tales los restos que protagonizan este reportaje. Eso sí, que nadie se espere que vayan a levantarse de sus sepulcros cubiertas de vendas.

El pasado mes de septiembre, uno de los sepultureros del cementerio de Guardamar del Segura, en Alicante, se convirtió en el inesperado protagonista de una macabra anécdota que tuvo bastante eco en las redes sociales. El funcionario abrió la sepultura de un hombre muerto años antes para enterrar en ella el cuerpo de su mujer, recién fallecida. Para su sorpresa, los restos del difunto estaban asombrosamente bien conservados. Desconcertados por el hallazgo, los familiares del finado decidieron inmortalizar el momento haciéndole una especie de selfie a la momia de su pariente, junto al enterrador como personaje invitado.

Cuando la noticia llegó a oídos de sus superiores, el hombre fue temporalmente apartado de su puesto de trabajo como castigo por lo que se consideraba una falta de respeto hacia los muertos.

El proceso que detiene y evita la putrefacción

Sin deseos de mediar en la polémica que se desató tras este suceso, nos limitaremos a decir que la mayoría de los sepultureros deben de estar acostumbrados a descubrir cuerpos en un estado similar, ya que la momificación natural es un fenómeno más común de lo que se cree. Especialmente en ambientes muy secos. Un buen ejemplo de ello son las célebres momias de Guanajuato. Se trata de los cadáveres de 111 personas que en 1833 fueron enterradas en esa ciudad mexicana tras fallecer víctimas de una epidemia de cólera. Los restos están tan bien conservados que la expresión de crispado horror que se aprecia en el rostro de alguna de ellas hace pensar que la persona pudo ser enterrada aún viva (encontrándose en estado de catalepsia) y que falleció posteriormente por asfixia. Los estudios realizados tras su aparición en 1865 confirmaron que la combinación del suelo de la ciudad, muy rico en minerales que facilitan la deshidratación de los cuerpos, y las cálidas temperaturas hacían de él un lugar idóneo para que se produjera la momificación natural.

En un sentido estricto, este fenómeno consiste en la desecación de un cadáver a causa de la evaporación del agua de sus tejidos, lo que imposibilita la aparición de gérmenes y detiene, así, el avance de la putrefacción. El proceso comienza por las partes más expuestas –generalmente el rostro, las manos y los pies– y se va extendiendo al resto del cuerpo; en algunos casos puede afectar incluso a los órganos internos. Al secarse, la piel se va pegando al hueso y se endurece, al tiempo que adopta un color pardusco y un aspecto general que la asemeja al cuero. La evaporación de los líquidos hace que pierda volumen (estas momias suelen pesar una media de entre 3 y 5 kg) y al tacto se vuelve tieso y quebradizo. De hecho, si no está protegido en un nicho o habitáculo similar, lo más habitual es que acabe deshaciéndose en pedazos por efecto de la erosión.

El proceso de momificación natural puede durar de uno a doce meses, según las condiciones climatológicas del lugar donde se haya producido el enterramiento (cuanto más cálido es el lugar, más deprisa se completa; y en lugares desérticos como el Sáhara y Atacama puede llegar a producirse en cuatro o cinco semanas), y se observa más habitualmente en muertos que han quedado consumidos tras una larga enfermedad, que han perdido casi todo su tejido adiposo o que se han deshidratado por hemorragias.

Cuando este fenómeno ocurre en el interior de ataúdes herméticamente cerrados, generalmente hechos de plomo o zinc, recibe el nombre de corificación. Los cuerpos allí custodiados también pierden volumen y su piel adquiere igualmente un aspecto parecido al del cuero, aunque algo más flexible que en el caso de los que han aparecido en nichos o en otro tipo de habitáculos de piedra o madera. Un ejemplo lo tenemos en lo ocurrido con los restos del general Prim, asesinado en 1870. El militar fue inicialmente enterrado en un cajón hermético de plomo que, al oxidarse, permitió su conservación. La momia estaba en un estado casi perfecto (aunque para extraerla de su sarcófago hubo que cortarlo casi como si fuera una lata de conservas), lo que ha permitido hacer la autopsia dos siglos después de su muerte y descubrir detalles acerca de las heridas que recibió.

La momificación, tal y como la hemos descrito, se produce más habitualmente en organismos muy secos y magros. Pero no es el único mecanismo natural que permite la conservación cadavérica. Existen otros, y en alguno de ellos ocurre incluso lo contrario: que es la grasa la que actúa como desencadenante. Es lo que se conoce como saponificación.

Velas hechas de cera humana

El médico inglés sir Thomas Browne fue la primera persona que se refirió a este fenómeno al describir, en el siglo XVII, que algunos fallecidos no se descomponían por el proceso habitual; se convertían en algo parecido a la cera.

Un siglo después, el químico Antoine-François de Fourcroy descubrió en 1789 cientos de cadáveres en el Cementerio de los Inocentes de París (que había sido clausurado por insalubridad tres años antes), cuyos torsos y extremidades poseían una sustancia con propiedades intermedias entre la grasa y la cera. El resultado de este proceso lo bautizó con el nombre de adipocira.

Años más tarde, otro médico, Augustus Bozzi Granville, realizó la primera autopsia conocida a una momia, y encontró también una sustancia cerosa producida por el proceso de descomposición. En la comparecencia pública que realizó para exponer los resultados que había obtenido, no tuvo mejor ocurrencia que alumbrarse con unas velas que él mismo fabricó con esa cera de origen humano.

Las causas del proceso que provoca la transformación de las grasas corporales en esa sustancia parecida a la cera (o también al jabón, según algunos autores) aún no se conocen del todo. Lo que se sabe es que, en el momento de la muerte, los tejidos adiposos solo contienen un 1% de ácidos grasos. Pero si el cuerpo se encuentra en un lugar muy húmedo y con poco aire, la acción de determinadas bacterias hace que esos ácidos aumenten hasta un 70% en solo tres meses. Luego, al contacto con el agua (ya sea la del propio cuerpo o la del medio donde se ha realizado el enterramiento), y con la acción de determinados iones, dichos ácidos se transforman en esa sustancia parecida a la cera o el jabón. El proceso se inicia en las zonas del cuerpo con más contenido graso, concretamente en las mejillas y las nalgas, y progresivamente se va extendiendo al resto de la anatomía.

A partir de la sexta semana después del deceso ya se aprecia una capa cerosa amarilla y con olor a rancio que envuelve al difunto. Con el paso de los años, esa capa adquiere una tonalidad blanquecina y se va endureciendo hasta el punto de que puede romperse si se toca.

La saponificación se produce con más frecuencia en los cadáveres femeninos que en los masculinos. Esto se debe al mayor porcentaje de grasa corporal que poseen las mujeres, un 20% frente al 16% de los hombres. Este fenómeno explica la existencia de tantos cuerpos incorruptos de santas a los que se rinde culto en diversos monasterios de Europa. Y el peculiar aroma que desprendían y que, por sorprendente e incluso milagroso, recibía el nombre de "olor de santidad" era consecuencia directa del contacto de esa sustancia cerosa con el oxígeno del aire.

Sepultados en el cieno

Un tipo muy peculiar de momias son las que se han encontrado en el fondo de los pantanos. A diferencia de las conservadas en la superficie terrestre, estas muestran una piel totalmente ennegrecida y en la mayoría de los casos sus órganos internos permanecen intactos. ¿Cuál es la causa de este aparente prodigio? La acción de un material presente en las ciénagas y conocido como turba.

Por supuesto, no todos los pantanos son idóneos para preservar una momia. Los que reúnen mejores condiciones se encuentran en el norte de Europa como, por ejemplo, en Jutlandia, Dinamarca. En ellos se hallaron los restos de la llamada Mujer de Haraldskaer. Se trata del cuerpo de una fémina del siglo V a. C., que fue hallado en 1835 por un grupo de trabajadores que trataban de extraer fango del fondo de una ciénaga. Se encontraba en tan buen estado de conservación que los investigadores fueron capaces de descubrir que había sufrido dos heridas: una con un arma punzante en la rodilla, y otra en el cuello, causada por una soga con la que probablemente la mataron.

Lo que sucede en este tipo de pantanos y que posibilita esta clase de fenómenos de conservación cadavérica es que conforme la turba nueva va desplazando a la antigua en la superficie, la que queda en las capas inferiores empieza a pudrirse y libera los llamados ácidos de las ciénagas, cuyo pH es similar al del vinagre y que ayudan a preservar los restos mortales de humanos y animales de un modo similar a como se mantienen los alimentos en escabeche. Paradójicamente, aunque la piel y los órganos internos del sujeto se conservan perfectamente, los huesos desaparecen casi por completo, ya que el ácido de la turba deshace el fosfato de calcio, que representa alrededor de un 70% de nuestra materia ósea.

Los estudios científicos han demostrado, además, que este proceso se produce con más facilidad en los cuerpos que han sido depositados en dicho medio durante el invierno, ya que las bacterias que inician el proceso de descomposición tienen dificultades para desarrollarse con rapidez cuando las temperaturas bajan de los 4ºC.

Es necesario señalar que la mayor parte de momias recuperadas en estas ciénagas han sido datadas en la llamada Edad de Hierro, que va del siglo XII al VI a. C., en el que, según los estudios realizados, los pantanos cubrían una zona del norte europeo mucho mayor que la que ocupan actualmente. Los historiadores piensan también que la mayor parte de dichos restos pertenecían a criminales que eran ejecutados y arrojados a los cenagales como parte de un algún ritual. Basan estas conclusiones en que la mayoría de los fallecidos muestran signos de haber sido torturados y de haber sufrido muertes extremadamente violentas. En algunos casos, incluso, solo se han recuperado partes concretas de la anatomía de un individuo, como sucede con la llamada cabeza de Osterby, que fue depositada en el fango sin el resto del cuerpo.

Cadáveres que viajaron desde el pasado gracias al frío

El 19 de septiembre de 1991, dos alpinistas alemanes, Helmut Simon y su esposa Erika, encontraron el cadáver de una persona congelada en un glacial de los Alpes. Inicialmente se pensó que era un cadáver relativamente reciente, pero, tras datarlo, se descubrió que pertenecía a un individuo que vivió aproximadamente en 3.300 a. C.

La momia, conocida para la posteridad como Ötzi, el Hombre de Similaun, se había conservado tan bien que hasta se le pudo realizar un análisis intestinal y descubrir que había tomado dos comidas ocho horas (aproximadamente) antes de morir. Y es que el frío extremo es un medio infalible para preservar un cuerpo intacto. Los difuntos sufren un proceso conocido como liofilización, y que es utilizado muy habitualmente en la industria alimentaria. Consiste en que las bajas temperaturas hacen que el agua del organismo y del ambiente se sublime y pase a un estado sólido y luego al gaseoso. Esa deshidratación impide que las bacterias puedan iniciar el mecanismo de descomposición. Eso sí, generalmente, tras descongelar la momia, el proceso de putrefacción que quedó interrumpido se reinicia, por lo que los restos hallados tienen que ser tratados con celeridad para poder preservarlos de la forma adecuada.

La Doncella, una de las momias de Llullaillacocongeladas durante 500 años. | Flickr/CC/Pedro Groover

Y en la misma región donde apareció Ötzi (Los Alpes), el frío ha permitido recuperar otras reliquias humanas también en magníficas condiciones. Allí, en enero de este año se encontraron enterrados en la nieve a casi ochenta soldados fallecidos en la I Guerra Mundial, en el curso de una cruenta batalla librada en 1918 entre italianos y alemanes, perfectamente preservados gracias a unas temperaturas que alcanzan los -30ºC.

Mucho más antiguas (tienen aproximadamente unos quinientos años) son las momias congeladas de Llullaillaco, pertenecientes a tres niños incas que aparecieron en un glacial de los Andes. Su estado de conservación era tan bueno que los investigadores afirmaban que más que muertos parecía que estaban dormidos y que iban a levantarse de un momento a otro.

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