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Santiago Navajas

Oliver Sacks va a morir

Sacks nos transmitía la visión de que no hay enfermedades sino enfermos, seres humanos dolientes.

Sacks nos transmitía la visión de que no hay enfermedades sino enfermos, seres humanos dolientes.

"Todos los hombres mueren pero no todos los hombres viven" es una frase de película y, por tanto, apesta a teatralidad e impostura. Sin embargo, a veces la realidad se rinde ante el cliché, como es el caso del anuncio que ha hecho el doctor Oliver Sacks en el New York Times de que va a morir debido a un cáncer de hígado que, en fase terminal, no permite cura.

A través de una docena de libros famosísimos, de Despertares hasta Musicofilia, Sacks ha relatado los casos clínicos que han ido pasando por su consulta, o de los que ha tenido noticia en la literatura médica, de una manera tal que nos ha hecho sentir como si Kafka en lugar de en un juzgado hubiese situado El proceso en un psiquiátrico: una mezcla de horror y compasión, de absurdo y esperanza. Al final compartíamos el miedo del paciente y la duda del médico ante el misterio de la enfermedad mental, y la incertidumbre de la recuperación o la alegría (o la angustia) por una (no) curación. Pero, en cualquier caso, Sacks nos transmitía la visión de que no hay enfermedades sino enfermos, seres humanos dolientes. Sólo con las novelas de Pérez Galdós, la música de Bach o las películas de John Ford he llegado a sentirme tan interpelado por el destino sufriente de esas personas tan lejanas, a las que la pluma y, sobre todo, la empatía demostrada por Sacks me hacían considerar como mis verdaderos próximos.

Sus relatos han inspirado tanto una ópera –El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Michael Nyman– como una película –Despertares, en la que un brillante Robin Williams sabía captar ese aire entre risueño y estrambótico que es la marca de la casa de nuestro neurólogo–. En mi caso, compré para el Departamento de Filosofía 35 ejemplares de El hombre que confundió a su su mujer con un sombrero para iniciar en el virtuoso vicio de la lectura, la ciencia y el humanismo a mis alumnos, que saben lo que aprecio y admiro a este hombre que afronta la muerte con la misma lucidez, coraje y sentimiento con que acompaña a sus pacientes.

Suena su despedida en el New York Times como el hermoso Requiem de Fauré, en el que se interpretaba la muerte como una feliz liberación. En el caso de Sacks, su artículo es un himno a la vida en el que el miedo a la muerte se sobrepone gracias al instinto de amar y la vocación por el trabajo, siguiendo la máxima que se atribuye a uno de sus maestros intelectuales, Sigmund Freud, que explicaba que una vida mental sana consistía en "Lieben und arbeiten" (amar y trabajar).

Con el ardor y la vehemencia que lo caracterizan, "violentos entusiasmos y extrema inmoderación en todas mis pasiones", Sacks vivió en su propia piel el infierno de las drogas y sintió en su propia carne la extraña sensación de que su pierna no pareciera ser su pierna (síndrome de Pützl). En el libro en el que relataba esta experiencia, Con una sola pierna, escribía:

Ser un paciente le obliga a uno a pensar.

De forma parecida, ser un moribundo te ayuda a enfocar la atención en lo más importante: cómo vivir los últimos minutos, días, meses de tu existencia. Analítico a la vez que pasional, Sacks nos permite imaginar a otros grandes talantes filosóficos ante la muerte, del citado por él David Hume a Spinoza o Epicuro, que en su Carta a Meneceo nos explicaba:

El recto conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros hace amable la mortalidad de la vida, no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque suprime el anhelo de inmortalidad.

Este apasionado de la música (decía en El hombre que confundió…: "Yo me volvería loco si no tuviera un piano") ha sido sobre todo un defensor de lo trascendente en el ser humano. Frente al cinismo y el materialismo ramplón que nos quisiera considerar como simples fábricas vivientes, ordenadores biológicos o zombis consumistas, Sacks nos ha ayudado a través de su mirada sagaz y profunda, científica y humanista, a desvelar el anhelo de trascendencia que se corresponde a eso que Wittgenstein llamaba "lo místico" y Heidegger el Dasein (el ser-ahí). Es decir, el viejo, y esperemos que nunca caduco, espíritu humano.

Termina su artículo Sacks en el NYT de una manera tan sencilla como emocionante:

No pretendo no tener miedo. Pero mi sentimiento predominante es de gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y a cambio también he dado a los demás; he leído y viajado y pensado y escrito. He tenido un trato con el mundo, la especial relación de escritores y lectores.

Sobre todo, he sido un ser sintiente, un animal pensante, en este bello planeta, y eso ha sido de por sí un enorme privilegio y aventura.

Pero aunque emplea el pretérito perfecto, Oliver Sacks todavía es presente. Por lo que su vida seguirá siendo (en futuro. Y es más de lo que pueden decir muchos de los que le sobrevivirán) una emocionante aventura de amor y trabajo.

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