Que cualquier cosa es susceptible de manipulación es algo profusamente demostrado. Una de las pruebas más lacerantes fue la superchería del "talante" lanzada "al viento" por el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero. Con ella se pretendía eludir el concepto democrático de tolerancia para encubrir cesiones al totalitarismo de todo punto inadmisibles en una democracia pluralista que se respete a sí misma. Recuerden el gigantesco fraude del 11-M, las concesiones a ETA o, últimamente y para abreviar, la resistencia del personaje a admitir la ejecución de un golpe de Estado en Venezuela o el carácter de preso político de Leopoldo López.
La demagogia del "talante", que parecía dirigida propagandísticamente contra el Partido Popular de José María Aznar, al que se atribuía algo parecido a la intransigencia y a la rigidez, era, en realidad, un eficaz ataque contra la solidez y la necesidad de la tolerancia en las sociedades abiertas y democráticas, una tolerancia que nada tiene que ver con el chiste simplificador y manipulador del "talante".
Giovanni Sartori ha sido uno de los pensadores que más hincapié ha hecho en el concepto de tolerancia y quizá quien lo ha precisado con mayor claridad. Julián Marías, asimismo, de siempre preocupado por la convivencia, sobre todo por la que llamó "convivencia sin acuerdo", distinguió con claridad entre coexistencia y convivencia. Lo hizo así:
El acuerdo no es necesario, se puede diferir, discrepar en muchas cosas; se puede ver la realidad con diversas interpretaciones. Los proyectos pueden y deben ser plurales. Pero nada de eso es posible sin concordia, sin la profunda, radical decisión de convivir, de vivir juntos, no meramente coexistir. Convivencia es una espléndida palabra española. La mera coexistencia –de cosas o de personas con cosas– no basta. Pienso a veces que esa palabra, convivir, ha sido la clave de casi todo lo bueno realizado por españoles, y el ejemplo máximo ha sido América.
Sartori, más ceñido a la política como experiencia y como ciencia, ha desentrañado el carácter trágico y amargo del pluralismo, hijo histórico y legal del valor de la tolerancia. La aceptación del pluralismo –que no tiene nada que ver con el supuesto multiculturalismo coexistente y no conviviente– hunde sus raíces en las feroces guerras de religión que asolaron a Europa en el siglo XVII como consecuencia de la escisión de cristianismo entre protestantismo y catolicismo. "Aquel baño de sangre entre católicos y protestantes fue terrible, y Europa, que quedó extenuada, demandó e impuso la tolerancia", el valor que exige el pluralismo, el reconocimiento del otro como diferente en un marco común acordado donde la convivencia es posible.
Hay quien admite que la tolerancia es indiferencia respecto al otro, lo que conduce al relativismo. Todo vale y todo vale lo mismo. Sartori rechaza esta concepción. Ni la tolerancia es indiferencia en el sentido de que lo de los otros no nos interesa, ni es relativismo porque ni todo vale ni todo vale lo mismo. Tolerancia es disposición a convivir con quien tiene creencias equivocadas, según nuestro juicio. Tolerar es "reconocer el derecho que otros tienen de creer algo diferente a lo que nosotros creemos". Quien tolera, escribió Sartori, tiene creencias y principios y los considera verdaderos. Es más, es que el hecho mismo de tolerar ya es disponer de un arsenal de creencias no relativistas sobre la esencia de la convivencia.
Por ello, una convivencia digna de tal nombre exige que todos en una sociedad o una nación puedan realizar sus proyectos, naturalmente y cómo no, el nuestro también. Pero la tolerancia no es ilimitada y tiene tres condiciones sin las cuales no puede inspirar y preservar una convivencia digna y equilibrada.
Un texto del italiano, que sigue esencialmente a Popper, expresa estas condiciones con sencillez y claridad:
Primero: rechazo de todo tipo de dogma y de toda verdad única. Yo estoy siempre obligado a argumentar, a dar razones para sostener lo que sostengo. Segundo: respeto al denominado harm principle. Harm significa "hacerme daño", "perjudicarme". El principio es, por tanto, que la tolerancia no comporta ni debe aceptar que otro me perjudique. Y viceversa, por supuesto. Tercero: el criterio de la reciprocidad. Si yo te concedo a ti, tú tienes que concederme a mí: do ut des. Si no hay reciprocidad, entonces la relación no es de tolerancia.
La primera de estas condiciones es la racionalidad. Ha costado mucho a la civilización occidental a la que pertenecemos situar a la razón como terreno de juego del entendimiento por encima de las creencias irracionales e incluso de la fe religiosa. Precisamente, para posibilitar la convivencia de diferentes opciones cristianas se apeló a la razón frente al fundamentalismo. La experiencia, las pruebas, los resultados y las consecuencias son elementos decisivos del comportamiento racional frente al misterio, la arbitrariedad, y la superstición.
Dicho de otro modo, lo que no puede ser razonado o no quiere ser razonado no puede ser tolerado. Esto es, el fanatismo en cualquiera de sus formas no puede ser tolerado en una sociedad abierta y democrática. Lo que se dice o afirma tiene que poder ser verificado, analizado, estudiado y razonado. Si no estamos de acuerdo con algo, tenemos que poder explicar por qué, y eso es sólo posible cuando media una explicación racional de la propuesta que rechazamos o, en su caso, admitimos.
La segunda de estas condiciones es la exclusión de la convivencia de aquellas personas o grupos que causan dolor a otros. Con quien nos daña no podemos ser tolerantes porque, entre otras cosas, se lograría que el hacer daño fuese considerado algo rentable y beneficioso para el grupo o las personas que lo ocasionan. Naturalmente, sigue Sartori, todos tenemos que corregir nuestras actitudes si se demuestra que infligen daño a otros, pero no aceptar que los proyectos de otros perjudiquen el nuestro propio. Eso no sería convivir sino retroceder en la convivencia.
La sociedad abierta y democrática tolera la presencia de opciones políticas diferentes porque acepta que es posible formular el interés general de formas distintas. Pero no puede tolerar a quienes pretenden imponer sus preferencias políticas por la vía del terror o de la negación del derecho de los demás.
La tercera de las condiciones que limitan la tolerancia en una sociedad pluralista es la reciprocidad. No se puede tolerar a quien no está dispuesto a tolerarnos a nosotros. Naturalmente, o hay relaciones recíprocas de respeto y aceptación o no hay tolerancia posible. Por ello, una sociedad abierta tiene que tener un exquisito cuidado en no facilitar avances de quienes no desean convivir, sino imponer sus creencias o ideas.
Puede creerse que una sociedad abierta y pluralista es una sociedad débil, desguarnecida ante los ataques de la intransigencia y asediada por los resucitadores de la irracionalidad y el dolor. Pero Sartori cree lo contrario. La sociedad pluralista y tolerante es un paso adelante en la convivencia posible, y sólo en lo que llamamos Occidente o sociedades occidentales se ha efectuado este extraordinario experimento político o social que ha logrado las más altas cotas de libertad y prosperidad, de manera simultánea, que se conocen en la Historia.
En su libro La sociedad multiétnica, donde trata más concienzudamente estos conceptos de pluralismo y tolerancia, expone:
Que la variedad y no la uniformidad, el discrepar y no la unanimidad, el cambiar y no el inmovilismo, sean cosas buenas, éstas son las creencias de valor que emergen con la tolerancia, que se adscriben al contexto cultural del pluralismo y que tiene que expresar una cultura pluralista que haga honor a su nombre.
En estos momentos de la historia de España, la reflexión del lamentablemente fallecido Sartori tiene gran interés y proyección de futuro. Ciertamente, la tolerancia admite una cierta elasticidad, pero dentro de unos límites, precisamente aquellos que la preservan de quienes pretenden destruirla. Convendría tenerlo muy presente.