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'La ratita presumida' o la última forma de "opresión machista": los cuentos infantiles

Lo único que demuestra el querer reescribir textos que piensas que imponen una realidad es un cierto afán por imponerte a los demás.

Lo único que demuestra el querer reescribir textos que piensas que imponen una realidad es un cierto afán por imponerte a los demás.
La ratita presumida | Cordon Press

Cuenta un cuento criticado últimamente que en una ocasión, a una ratita demasiado presumida estuvo a punto de comérsela un gato zalamero y mentiroso. La historia, que es conocida por casi cualquier persona que haya sido niño alguna vez, relata cómo la superficialidad de la protagonista la lleva a rechazar todas las proposiciones de gallitos, zopencos y buenazos, y a caer rendida ante los encantos enigmáticos de su depredador natural. Al final, al menos en una de las versiones más recientes, tiene que ser el amor del ratón, que persevera ante la adversidad, el que la salva en el último momento de las garras de su hambriento asesino.

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Evidentemente esta historia, tan inocente como políticamente incorrecta, ha cobrado interés mediático debido a una nueva iniciativa promovida por ese feminismo autoritario actual —enemigo del verdadero feminismo—, que lleva varios años abriendo debates acerca de la maldad endémica que representa el machismo omnipresente. Ese monstruo de mil cabezas que domina nuestras vidas y al que es necesario erradicar. Su última cruzada tiene como pico de lanza a la editorial Cuatro Tuercas, que desde hace cierto tiempo ha estado reescribiendo todos los cuentos infantiles tradicionales, limando sus taras y cambiando sus ropajes por otros más inclusivos y plurales. No vaya a ser que el temido enemigo se extienda de generación en generación a través de los relatos que nos inculcan desde niños.

En 2016, por concretar, sacó a la luz su propia historia de La ratita presumida, un librito pequeño que, esta vez sí, contiene las aventuras de una ratita renovada, "empoderada" y dueña de su destino, que barre porque quiere y que no necesita a ningún macho cerca para saber lo que necesita. Además, no incluye escenas aterradoras de intentos de asesinato, presumiblemente traumáticas para las mentes infantiles, y evita la utilización de moralejas. En el mundo actual ya no hacen falta. Es más eficaz el estilo directo: El lazo me lo compro porque me da la gana y tú, que vienes ahora a tratar de conquistarme, debes saber que eres un salido superficial, un pobre hombre incapaz de reconocer su propio machismo opresor, que solo me quieres por mi aspecto y que no terminas de comprender que si visto unos pantalones de arcoíris es porque soy lesbiana, podría ser un breve resumen. Al final, eso sí, los autores introducen, curiosamente en la figura del gato, la imagen de lo que se supone que debería ser el hombre actual: Comprensivo, sincero, atento y paciente. Capaz, en última instancia, de echarse a un lado para que la chica que le gusta pueda ser feliz junto a su hermana gata.

Como suele ocurrir en estos casos, lo que más salta a la vista es una especie de ceguera selectiva. Llamativamente, aquellos que buscan mejorar la sociedad plasmando en los cuentos la imagen de igualdad que tanto ansían conquistar, no reparan en ese algo reconocible que se vislumbra en la actitud de la nueva ratita. Esa soberbia agresiva. Ese ímpetu arrollador que quiere destruir estereotipos, amparado en la superioridad moral que da el saberse dueño de la verdad, pero que tampoco es capaz de hacer lo mismo que recrimina al resto del mundo: revisar su pensamiento. Parece que en los cuentos ya no hay cabida para las ratitas presumidas —debe ser que no existen en el mundo real—, pero sí para el prototipo de macho falto de entendederas y limitado, que ni se da cuenta de que lo único que busca en realidad es oprimir.

Cualquier persona debería poder entender las razones que llevan a muchas mujeres a levantar la voz, y a querer cambiar los engranajes de una sociedad que las relegaba siempre —todavía, aunque cada vez menos— a un segundo plano. Siempre menos libres que los hombres; siempre sometidas a ellos. Pero de la misma manera cualquier persona debería poder comprender que no es verdad que la mayoría de los hombres busquen oprimir a la mujer, ni que sean unos criminales por sentirse atraídos físicamente hacia ellas. De hecho nadie, ni hombre ni mujer, debería sentirse criminalizado por pensar de manera diferente a la corriente predominante —siempre que aquello que piense no vaya orientado a limitar los derechos de los demás, entiéndase—. Si fuese así estaríamos ante una nueva forma de autoritarismo.

Comprendiendo eso se descubre el fallo en el razonamiento de los autores que reescriben los cuentos, porque si fuese cierto que los textos ayudan a imponer una serie de roles y de ideas preconcebidas en las personas, el hecho de querer reescribirlos lo único que demuestra, en realidad, es un afán por imponer las ideas propias al conjunto de la población. Su postura, sin embargo, obvia ese obstáculo y continúa impasible: La ratita no tiene por qué ser presumida, ni superficial, dicen entonces, y desde luego no debería ser presentada de esa manera. Eso lo único que consigue es enseñar a las niñas un rol machista, en el que su máxima capacidad de decisión tiene que ver con la ropa que van a vestir hoy y con el marido que las mantendrá mañana.Y entonces su reivindicación es aplaudida por todos, que no solo la entienden, sino que la ven digna de respeto y apoyo.

Llaman la atención varias cosas de la nueva versión del cuento. Por un lado, parece que los autores prefieren obviar que existe una moraleja en el relato original que lo que pretende es justamente advertir de lo pernicioso de la actitud de la ratita, y se centran únicamente en el machismo implícito que emana de una fábula construida hace cientos de años en una sociedad completamente distinta a la actual. Por otro, esa especie de soberbia intelectual, que solo demuestra falta de capacidad autocrítica, se acaba presentando como lo que, precisamente, les incapacita a la hora de darse cuenta de que lo que están haciendo, en el fondo, es derribar un estereotipo afianzando otro.

No todas las ratitas son presumidas, dicen, y por eso tenemos que cambiar la mentalidad imperante escribiendo de nuevo los relatos que construyen nuestro imaginario desde niños. Como si el hombre —y la mujer— estuviese condenado a pensar el resto de su vida como le educaron en su más tierna infancia. Comienzan entonces a reconstruirlo todo, a pasarlo por el virtuoso tamiz de lo políticamente correcto, tratando de llegar por fin a ese paraíso prometido de igualdad y libertad, y se encuentran con lo inevitable. Ahora, después de su arduo trabajo de reconstrucción socio-textual, y siguiendo su razonamiento, las ratitas no volverán a ser nunca presumidas, pero los gallos, y los asnos, y los ratones seguirán condenados a ser unos "salidos" hasta el fin de los tiempos. Gracias a dios, yerran en su tesis. Las moralejas existen y el hombre es capaz de replantearselo todo. Si no fuese así, lo único que estarían consiguiendo, según su particular manera de entender las cosas, sería afianzar el machismo que tratan de erradicar y su cuento, tal vez dentro de pocos años, tendría que ser reescrito por enésima vez.

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