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Santiago Navajas

Las mejores películas bélicas de la historia

Las mejores películas bélicas brillan con luz propia cuando no buscan la complicidad ideológica y los sermones pacifistas habituales

Las mejores películas bélicas brillan con luz propia cuando no buscan la complicidad ideológica y los sermones pacifistas habituales
Fotograma de 'Salvar al soldado Ryan' | Cordon Press

En tierra hostil (Bigelow, 2008) se abre con una cita del corresponsal de guerra Chris Hedges:

"El ímpetu de la batalla es una potente y muy a menudo letal adicción. La guerra es una droga".

Lo mismo se podría decir del cine. Así que no es de extrañar que los más grandes directores hayan querido rodar secuencias como si fuesen generales planeando batallas. El último, Mel Gibson, que ha anunciado una versión de Grupo Salvaje, la genial película de Sam Peckinpah sobre unos mercenarios a la búsqueda de la batalla perfecta y el botín definitivo. Nadie mejor que el salvaje director australiano para recoger el testigo del intempestivo autor de ¡Quiero la cabeza de Alfredo García! Tanto Gibson como Peckinpah son de los pocos directores que han sido capaces de realizar grandes películas bélicas sin caer en el facilón discurso pacifista (cabe ser pacifista, como Terrence Malick en La delgada línea roja (1998), pero de una manera compleja y lúcida). Si en La cruz de hierro (1977) Peckinpah pintaba un fresco extraordinario y durísimo de la realidad que se ocultaba tras los verdaderos héroes, en Hasta el último hombre (2016) Gibson continuaba la senda de Howard Hawks en El sargento York (1941) para ilustrar un drama de proporciones bíblicas sobre el conflicto de conciencia y la virtud en tiempos de bombas y lanzallamas.

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Si They were expendable (1945) de John Ford era una disección antropológica de la delgada línea existencial que separa la valentía de la cobardía, la fraternidad y el patriotismo del puro y desnudo instinto de supervivencia, Uno Rojo, división de choque (1980) de Sam Fuller se convertía en una road movie de redención a golpe de fusiles por una Europa (auto) destruida.

Entre las mejores películas de la historia del cine según la lista que elabora cada diez años la revista Sight and Sound, contando con el voto de críticos de cine y directores, no hay muchas bélicas. La primera de la lista (interpretando lo de "bélico" con criterio flexible) es El acorazado Potemkin (1925), la segunda Apocalypse Now (1979)… y siguen The General (1926), la más humorística), La batalla de Argel (1966), sobre esa forma de hacer la guerra que es el terrorismo), La gran ilusión (1937), sobre la amistad en tiempos de confrontación), Lawrence de Arabia (1962), Iván el Terrible (1944), Teléfono rojo, volamos hacia Moscú (1964), donde se muestra que la sangre corre en las trincheras pero las guerras se deciden en asépticas salas de burócratas) y la mencionada La delgada línea roja.

Bélica también hemos de considerar a la más fastuosa versión de Shakespeare, Ran (1985), un festival de banderas y coreografías guerreras) de Kurosawa, donde se evidencia que tanto el genio inglés como la barbarie humana son universales, y Salvar al soldado Ryan (1998) de Spielberg. Y, por supuesto, las dos bajadas al infierno de Vietnam por parte del siempre politizado Oliver Stone, que cuando se sacude la caspa ideológica es capaz de fuertes retratos de fuego y destrucción en Platoon (1986) y Nacido el cuatro de julio (1989).

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Varios directores han estado obsesionados con la guerra y lo han traspuesto en cine bélico. Nos volvemos a encontrar con Kubrick y sus La chaqueta metálica (1987) y Senderos de gloria (1957), aunque en ambas le pierde al afán didáctico y catecumenal. Lo que no fue el caso de Clint Eastwood, aunque no tanto por su grandioso díptico de Las banderas de nuestros padres sino por El sargento de hierro (1986) mucho más lúcida en su aparente frivolidad que su coetánea, la engolada La chaqueta metálica. Y es que Kubrick sabía a su modo nadar a favor de corriente. Por el contrario, Bigelow fue acusada por la crítica de izquierdas de no mojarse, de darle la espalda al significado ideológico de la intervención americana en territorio comanche, y de admirar en exceso las ceremonias de la guerra en un ejercicio de abstracción que la vacía de todo credo. Ahí, sin embargo, reside su supremacía estética a despecho de los que desde la izquierda pretenden imponer criterios políticos a la dimensión artística.

No solo de películas vive el hombre, también de series.

De Hermanos de sangre (2001) a la pintura del fresco de la invasión iraquí por parte de un batallón de marines, Generation Kill (2008), resulta más holista, más comunitaria y coral de mano de Simon y Burns (con la puesta en escena por parte de otra mujer, Susanna White). Si la película es hawksiana, la serie televisiva es marcadamente fordiana, tanto en la letra de tipos duros sin remisión como en el espíritu reflexivo de They were expendables, El gran combate o Río Grande. Lo que sorprende tanto en Bigelow como en Simon y Burns es la fascinación y el respeto que muestran hacia los soldados y la institución militar, lo que no es óbice para trazar un retrato conflictivo de hombres desgarrados por contradicciones íntimas.

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Las mejores películas bélicas brillan con luz propia cuando no buscan la complicidad ideológica y los sermones pacifistas habituales. Su horizonte estético y moral es muy diferente: entroncan con la Ilíada de Homero en dar una versión compleja de las razones, más o menos desafortunadas, que conducen a las guerras así como el drama profundo subyacente a los sufrimientos de los seres de carne y hueso que se ven atrapados en los que Ernst Jünger denominó en el más bello y terrible libro que se haya escrito sobre un conflicto bélico las "tempestades de acero". Precisamente por ello resulta tan sutil a la vez que contundente Enemigo a las puertas (2001), el duelo privado entre dos francotiradores en mitad del choque de dos ejércitos tan inmensos como el nazi alemán y el comunista soviético. Saber retratar con dignidad y profesionalidad a un soldado del ejército contrario, sin caer en el maniqueísmo ni la caricatura, es la prueba del algodón de cualquier película bélica. Annaud, como antes Renoir, Ford o Peckinpah, lo consiguió.

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