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Agapito Maestre

A vueltas con España. ¡España, un plebiscito cotidiano!

La identidad ciudadana de todo los españoles ha entrado en crisis porque el Estado-Nación España está en cuestión.

Pocos en la España del siglo veinte pensaron la idea de nación en Europa como Ortega. Traer esas meditaciones para nuestro aquí y ahora, para una Unión Europea en crisis por la salida de Gran Bretaña y una España cuestionada por un proceso separatista, solo pueden tener un sentido salvador. Recurrimos a Ortega como una tabla de salvación. Ingenua sería la lectura de la filosofía de Ortega sobre la Nación sin tener en cuenta que el gobierno actual de España depende del programa de unos partidos políticos separatistas. Ocioso ejercicio académico sería enumerar las singularidades de la idea de nación de Ortega sin preocuparnos y ocuparnos de su transferencia a una vida pública dominada por una única directriz: el gobierno de España depende de quienes trabajan por la destrucción de la nación española. Ridículo relato haríamos sobre la idea orteguiana de nación española sin contrastarla con la realidad de un gobierno de España, conformado por comunistas, socialistas y separatistas, que, lejos de defender la unidad nacional, diseña, programa y ejecuta cotidianamente medidas coadyuvantes a la desaparición del régimen político basado en la soberanía nacional de todos los españoles.

No partimos de una hipótesis sobre el futuro de España sino de una realidad: la identidad ciudadana de todo los españoles ha entrado en crisis, sí, porque el Estado-Nación España está en cuestión. Si se consumará la ruptura de España, sin duda alguna, también desaparecería el primer grado de identidad ciudadana de los españoles, aunque siempre quedará abierta la posibilidad de que los ciudadanos reunidos en juntas, o en cualquier otra forma de organización, intentarán por vías pacíficas o revolucionarias conquistar su "nacionalidad" originaria. Resulta ilusorio, pues, cualquier trato con las ideas de Ortega sobre la nación sin referirlas a esa terrible realidad de un gobierno de España que no sólo depende de los separatistas, sino que también propicia y estimula sus políticas de destrucción de la unidad nacional.

Es conveniente, pues, tomarse muy en serio esa filosofía de la nación, sin quitarle ninguno de sus rasgos más dramáticos, porque quizá pudiera servirnos como guía para evitar el abismo al que parecen conducirnos consciente o inconscientemente las elites políticas. No basta con una apelación más o menos abstracta a la idea de Nación de Ortega para que ésta mantenga su vitalidad, sino que se requiere un estudio concienzudo de todos sus aspectos para otorgarle o no un consentimiento intelectual y práctico para nuestro presente. Ensayemos, pues, con tiento y, a veces, a tientas la doctrina de Ortega:

"No hay más teoría que una teoría de una práctica, y una teoría que no es esto, no es teoría, sino simplemente una inepcia." [1]

Es menester incluso que resaltemos el aspecto pre-filosófico que sitúa a Ortega en el camino del pensamiento de la nación española, a saber, su propio pasado. De ahí, de ese magma complejo, ambiguo y vital, que es "lo sido", lo "historiado", "lo memoriado" y "lo inmemoriable" de un país, extrae una razón, una argumentación, que, expresada de modo claro y preciso, nos exhorta a considerar que el pasado de nuestra nación es relevante para continuar una vida en común. El pasado, ciertamente, es importante para defender la nación como principio vertebrador de las sociedades, pero nunca es decisivo. La "historia", cualquiera fuera la forma que adopte ese saber, no agota ni de lejos la idea nacional. Ésta se construye cotidianamente. Una Nación, sin importarnos ahora que sea una Monarquía o una República, "tiene que justificar cada día su legitimidad [2].

He ahí la primera prueba para destacar que don José Ortega y Gasset es, seguramente, el primer hombre que empieza a pensar en España a la manera europea. Genuinamente liberal. Democrática. La legitimidad, ese conjunto de razones a favor de la continuidad de toda institución, se ubica en el ámbito experimental de la historia, de la política real y concreta de un país y no el campo de unas ideologías abstractas e irreales, pero sobre todo "no sólo se obtiene negativamente, cuidando de no faltar al derecho, sino positivamente, impulsando la vida nacional. Pues por encima de la corrección jurídica piden los pueblos a sus instituciones una imponderable justificación de su fecundidad histórica, y si no la dan, un día antes o un día después, las instituciones son tronchadas [3].

La pregunta que se deriva de esta primerísima acepción del vocablo nación es obvia: ¿quiénes y cómo se ha impulsado la vida nacional?, ¿cuáles son las principales formas, plataformas y, en fin, políticas gubernamentales que el Poder central, desde 1978 hasta hoy, han impulsado el desarrollo de la vida nacional?, ¿dónde están los referentes de sentido intelectual y político que dan legitimidad a la nación española? No responderé a quienes hacen esas preguntas con seriedad, es decir, con la gravedad que se deriva de un país cada vez más desunido y al borde de la fragmentación, porque podría herir su inteligencia política. Para juzgar su falta de solvencia política nos basta con saber que todos esos intentos de "impulsar la vida nacional", en los últimos treinta años, desde los gobiernos de España, sin entrar a valorar la entidad política e intelectual de quienes tuvieron el privilegio de llevarlos a cabo, han sido ineficaces Las elites políticas y, por supuesto, las intelectuales no han tenido cuajo moral ni intelectual para pensar y hacer plausible un programa de revitalización de la vida nacional como acompañamiento permanente de la vida democrática.

La supuesta revitalización de la vida nacional, supuesto que ese fuera el estro de esos programas de gobierno, está a la vista de todos. Ha devenido un fracaso que puede escribirse de múltiples maneras, pero todas ellas convendrían que es difícil hallar en la historia política de la España moderna un "proceso de desnacionalización" tan grave como el que ahora sufrimos. Si trasladamos el esquema categorial de Ortega para revitalizar la vida nacional al presente, entonces observaremos que el fracaso es doble: por un lado, ningún gobierno de España, ni los del PSOE ni los del PP, para qué nombrar al actual, se tomó en serio el principio básico de la Constitución: los españoles somos libres e iguales ante la ley; pero, sobre todo, permitieron que la ley no se cumpliera cuando ésta exigía respeto, reconocimiento y aceptación del principio básico de la Constitución: la unidad nacional.

Nunca se actúo intelectual, política y administrativamente contra quienes despreciaban y atentaban cotidianamente contra ese principio. La ley ha sido tan "flexible" contra los enemigos de la nación española que se diría que no habido ley, propiamente dicha, sino cambalaches entre elites políticas del Gobierno central y los mesogobiernos regionales de Cataluña y País Vasco. Por otro lado, los gobiernos de España, lejos de propiciar la integración , la incorporación y la vitalización de la vida nacional, estimularon unas políticas de reparto de beneficios entre particulares de un bien común, España. Nombrar la fecha de 1992, Expo de Sevilla y Juegos Olímpicos, no puede servir para otra cosa mejor que "recordar", volver con el corazón, a esos dos grandes acontecimientos para levantar acta de su fracaso a la hora de recrear la conciencia nacional de los españoles. Pujol hizo suyo el lema inglés: "Catalonia not is Hispania" y los socialistas cerraron la boca con dinero a quienes osaban indicar que el PER era otra forma de separatismo… En fin, el poder central, como hubiera dicho Ortega, ha actuado de modo tan particularista como los secesionistas catalanes y vascos.

Así las cosas, el mal radical no está en los separatistas sino en el Poder central que abandona su principal misión, dar legitimidad permanente a la nación: "En vez de renovar periódicamente el tesoro de ideas vitales, de modos de coexistencia, de empresas unitivas, el Poder público ha ido triturando la convivencia española y ha usado de su fuerza nacional casi exclusivamente para fines privados. [4] De ahí que no nos resulte extraño que los mejores españoles de hoy, como los de nuestros antepasados de los años veinte y treinta, sigan haciéndose las mismas preguntas que formulaba Ortega:

"¿Para que vivimos juntos? Porque vivir es algo que se hace adelante, es una actividad que va de este segundo al inmediato futuro. No basta, pues, para vivir la resonancia del pasado, y mucho menos para convivir". [5]

Se necesita política. El secreto del Estado nacional no es otro que "su política misma". Sin ese holgado aliento político no hay empresa pública alguna.

Se trataba y se trata, según vengo expresando hace tiempo, de nacionalizar, sí, la Nación, porque estaba privatizada y secuestrada por grupos e individuos movidos por un espíritu particularizador. Se trataba y se trata de transformar un pueblo, que funcionaba y funciona como un gentío, en una sociedad civil rica en lo moral y desarrollada social y políticamente. Se trataba y se trata de recomponer un espejo roto. La nación es de todos (más aún, "está ahí antes e independientemente de nosotros, sus individuos" [6]. Nadie tiene el monopolio de su disfrute o interpretación. Como en tiempos de Ortega, "urge intentar lo que de verdad no se ha intentado nunca: extraer de los hechos españoles, en lo que tienen de más peculiares su logaritmo político. No se puede vivir de fórmulas pensadas para otras naciones. Nada de lo que es destino personal se puede transferir de un sujeto a otro, y la política es el destino de las grandes personas colectivas que llamamos pueblos" [7].

Ortega desarrolló ese programa de urgencias nacionales en varias etapas, según analizaré en una próxima entrega, pero en la que tuvieron un éxito extraordinario dos grandes fórmulas aparentemente contradictorias. La primera estaría recogida en la frase "España es un plebiscito cotidiano o no es". La segunda se refiere a la nación como "algo previo a toda voluntad constituyente de sus miembros. Está ahí antes e independientemente de nosotros, sus individuos. Es algo en que nacemos, no es algo que fundamos".


[1] ORTEGA Y GASSET, J:: OC., I. 728.

[2] OC, I. 729.

[3] Idem.

[4] OC III, 456.

[5] OC III, 456 y 457.

[6] OC X, 96.

[7] OC IV, 667. Vid.MAESTRE, A.: Ortega y Gasset. El gran maestro. Almuzara, 2019, págs. 403.

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