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Amando de Miguel

Razones para comparar

La sociología que yo practico es comparativa. Por desgracia, me enfrento a la tradición cultural española, donde la práctica de comparar se considera de mal gusto.

La sociología que yo practico de cutio es esencialmente comparativa. Es el estilo que empapa todos mis escritos, como si fuera una segunda naturaleza. Por desgracia, me enfrento a la tradición cultural de mi país, donde la práctica de comparar se considera de mal gusto. Son innúmeras las frases coloquiales que traducen tal resistencia: “Las comparaciones son odiosas”, “las comparaciones las carga el diablo”, “no se puede ni comparar” o (algo) “resulta incomparable” (para indicar lo óptimo), “no tiene punto de comparación” (una cosa con la otra, cualesquiera de ellas), “es algo absolutamente distinto”. Se trata de expresiones coloquiales, aplicables a todo tipo de circunstancias cotidianas, pero en el fondo justifican la resistencia a la actitud científica. ¡Qué desprecio popular para el sabelotodo, o también el sabihondo, el empollón, la marisabidilla! En catalán, todo eso cabe en la palabra despectiva setciències. Supongo que eran las siete ciencias de las universidades de antaño.

El hábito comparativo de razonar lo tengo tan interiorizado que afecta a mi manera de escribir, aun la más liviana. Por ejemplo, en mis textos menudean las conjunciones adversativas (pero, aunque, sino, etc.), las expresiones adverbiales con el mismo sentido ("sin embargo", "con todo", "sobre todo", "bien es verdad que", "por el contrario", "no obstante", "en cambio", etc.). Son elementos para contrastar una realidad con otra, unos enunciados con las cautelas añadidas. En definitiva, sirven para relativizar los juicios y afirmaciones. Hay una locución adverbial, que manejan mucho mis paisanos cultos, que me resulta molesta: en tanto en cuanto.

Reconozco una tacha de mis escritos: abuso, hasta el hartazgo, de los adverbios terminados en -mente; son muy útiles, por lo sintéticos, pero dan lugar a rimas incómodas, a cierta pesadez del discurso. Hay uno, que me irrita, que procuro evitar: absolutamente. Los españoles que me rodean lo emplean a troche y moche. Se sabe que los adverbios sirven para matizar muchos adjetivos, pero el absolutamente consigue lo contrario: que todo se exagere hasta el hastío. Hay otras expresiones adverbiales con ánimo comparativo que me resultan odiosas por lo imprecisas, como “antes pronto que tarde”.

Se ha instalado entre nosotros una expresión, que abunda demasiado, acaso por influencia del inglés: “De hecho”. Mejor será alternarla por “en realidad”. La misma influencia anglicana se debe a la desusada frecuencia con que se deja caer el “en cualquier caso”, cuando no están claros a qué casos nos referimos. Otro abuso del inglés ubicuo es la muletilla del “estamos hablando”; me suena fatal.

Los adjetivos sirven para destacar una cualidad del nombre común, al que corresponden en justicia. Por tanto, con ellos se establece una comparación implícita respecto a otras posibles calificaciones. “Ojos claros, serenos” no son unos ojos cualesquiera. Hay un adjetivo que se ha puesto de moda pero que, de tanto exhibirlo, ha perdido gracia: importante. No se debe abusar de tal especificación, sobre todo cuando no queda claro a quién le importa.

En conclusión, qué difícil es escribir (o hablar) sin traicionar el sentido común, la necesaria economía de las palabras. Ahora que tantos textos nos entran por los ojos (y por los oídos), conviene refinar nuestro discurso y aprovechar las excelencias del idioma. Es un capital valiosísimo y gratuito.

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