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Agapito Maestre

Diario de la pandemia. En el Jardín de los Frailes

Si no tienen cosa mejor que hacer en Navidad, hagan un paseo por el jardín de los frailes con o sin mascarilla.

Si no tienen cosa mejor que hacer en Navidad, hagan un paseo por el jardín de los frailes con o sin mascarilla.
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Paseo a menudo  por el Jardín de los Frailes. La contemplación de la rilera de ventanas del Monasterio de El Escorial me sosiega tanto como la visión de la naturaleza. La montaña, el campo, la huerta, el jardín y este hermoso edificio conviven con naturalidad. Sigo mi paseo y siento que no me pesa la historia. Al contrario, me da vida. Placer. Imagino que para eso lo mandó construir Felipe II. Disfruto, mientras camino sin prisas, entre el edificio más perfecto del Renacimiento español y la naturaleza. La geometría de las sombras del Monasterio es tan exacta como los planos de su construcción. Este entorno estimula mi memoria y me trae bellos recuerdos. Personajes, obras, cuadros, fotografías, películas y otros mil sucesos se agolpan sin querer en mi sesera. Trato de contenerme y elijo algunos de esos recuerdos para jugar  con mi imaginación. 

Descarto la novela de Azaña, titulada El jardín de los frailes, por su prosa acartonada. Todo parece impostado. Tiendo a creer que la rigidez de su narración deriva de su soberbia voluntad de originalidad. A veces el estilo es horroroso e ininteligible y, peor aún, falso es su decir. Todo es afectado. He aquí un ejemplo: “Debo al Escorial -a sus escuelas- el apresto necesario para entender esa máxima impregnada de españolismo y recibirla en espíritu y verdad; y a la percepción cabal de su sentido -decadencia del estado glorioso preexistente-, una timidez egoísta, un recelo que me impedían avanzar por la ruta abierta a mis sentimientos españolísimos. Me atollaba sin saberlo en un desbarajuste raro; la pasión nacional encandilada por muchos cebos , quería encabritarse y alzaba la cerviz soberbia: puro goce de dar suelta al orgullo y henchir con su viento el énfasis, la hipérbole y otras capacidades donde asiste el desenfreno (…). Tarde comencé a ser español”. 

Lejos de mí comparar tal engendro con la limpia prosa de algunos de sus coetáneos. Si lo hiciera, pronto caería en la descortesía. Y, además, no estaría cumpliendo con la regla moral de Goethe: “Sólo vale la pena discutir con quien comparte tus premisas”. Mas no puedo dejar de mencionar  la foto de Ortega en el jardín y con el monasterio al fondo; y, como una cosa lleva a la otra, no sería elegante olvidar la cita de Ortega: “El Monasterio de El Escorial se levanta sobre un collado. La ladera meridional de este collado desciende bajo la cobertura de un boscaje, que es a un tiempo robledo y fresneda. El sitio se llama La Herrería. La cárdena mole   ejemplar del edificio modifica, según la estación, su carácter merced a este monte de espesura tendido a sus plantas, que en invierno cobrizo, áureo en otoño y de un verde oscuro en estío”. Ortega, ay, nunca defrauda en sus Meditaciones de El Escorial. El estilo es el hombre. 

Quien tampoco ofrece dudas en lo que se refiere a su prosa es el Padre Sigüenza, fiel discípulo de uno de los hombres más inteligentes y sabios de la corte de Felipe II, Benito Arias Montano, cuya obra completa está aún por editar. Quizá fue la venganza del Santo Oficio: cuando murió su protector, no fue necesario prohibir su obra, sencillamente se ignoró. El extraordinario intelectual y bibliotecario de Felipe II, perseguido por el Santo Oficio y salvado por una palabra de su jefe, sembró en el monje Jerónimo no sólo el ideario espiritualista, siempre sospechoso de herejía para los de la Inquisición, sino también el arte de la escritura. De esa siembra brotaron dos obras grandiosas, según Marcelino Menéndez Pelayo que algo sabía de literatura, en cuanto a prosa se refiere: la  Historia de la Orden de San Jerónimo y  la Historia primitiva del Monasterio de El Escorial. Después de Juan de Valdés y de Cervantes, quizá sea, según el propio Menéndez Pelayo, el más perfecto de los prosistas de nuestro Siglo de Oro. Esto es algo que pocos reconocen en nuestro tiempo. Quizá porque nunca lo leyeron. Sánchez Dragó, en su Gárgoris y Habidis, es una de esas excepciones a la hora de hablar bien de Sigüenza. También Antonio Enrique, en su Canon heterodoxo, se rinde a la valoración del santanderino, y reconoce que la obra de Sigüenza es una deliciosa miscelánea de la vida cortesana en los tiempos de Felipe II.

¿Quién lee hoy al Padre Sigüenza? Me temo lo peor. Algún especialista y para de contar. La gente visita El Escorial como cabra sin cencerro. Pero, si alguien se atreve a disfrutar de las novelas del fraile Jerónimo, pásese antes por la mejor prosa del siglo XIX, la de Marcelino Menéndez Pelayo, y regálese el placer de releer este texto grandioso que aquí ofrezco resumido y retocado por mí: “Si se reunieran los juicios de pintores y cuadros  esparcidos por la Historia de la Orden de San Jerónimo del P. Sigüenza, estilista incomparable, bajo cuya mano los secos anales de una Orden religiosa, enteramente española, y no de las más históricas, se convirtieron en tela de  oro, digna de los Livios y Xenophnte, tendríamos un Salón no desapacible (…). (Nadie mejor que Sigüenza para mostrar) la emoción personal y viva enfrente de las obras de arte, y la facilidad para expresarla (…), y aunque propende siempre a aplicar criterios literarios a las artes plásticas, su prosa “adquiere el número poético cuando trata de cuadros. Las descripciones de algunos cuadros de Tiziano están hechas de mano maestra, como por quien sabía ver y era sensible a la magia del color. (Así describe la visita de los Reyes): En la colateral del Evangelio está la adoración de los Reyes, del mismo Tiziano, obra divina, de la mayor hermosura  (y como dicen los italianos) vagueza, que se puede desear, donde mostró lo mucho que valía en el colorido, y tan acabado todo, que parece iluminación: lindos rostros y hermosas ropas y sedas, que parece todo vivo , y la misma naturaleza

Sigüenza es, sin duda alguna, un guía seguro para visitar El Monasterio de El Escorial. También nos enseña a mirar a Tiziano con ojos de lechuza y alma de filósofo. Y, hoy, me saca de mi ensimismamiento al describir estos jardines, que dan a las habitaciones de los frailes, como el mejor complemento a la severidad arquitectónica del Monasterio. Son estos jardines: “La cosa más alegre de esta fábrica, para unos y para otros, porque bien bajen a ellos los religiosos y otras personas de la Casa Real, se paseen y cojan flores en el verano o gocen del sol en el invierno, bien se miren desde las celdas o aposentos que caen encima de ellos… son un alivio grande para el alma, despiertan la contemplación y hacen levantar a la hermosura del cielo el pensamiento”.

Pues eso, si no tienen cosa mejor que hacer en Navidad, hagan un paseo por el jardín de los frailes con o sin mascarilla.

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