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Amando de Miguel

Reflexiones ociosas ante el año nuevo

Dicen que soy profesor emérito, jubilado, en resumidas cuentas, amortizado.

Dicen que soy profesor emérito, jubilado, en resumidas cuentas, amortizado. En México me presentaban: “Aquí, un profesor ameritado”. Pero nadie me quita el gusto de disfrutar de un raro privilegio. En efecto, profesor es el que da fe toda su vida, leyendo y escribiendo. Es más, la ventaja de este último año de confinamiento es que he podido dedicar más tiempo que nunca a leer y escribir. No hay mal que por bien no venga; que, a veces, los refranes dicen las verdades.

No es porque me falten libros de la biblioteca doméstica, no heredados, sino acumulados durante toda la vida activa. Antes bien, todavía tengo por abrir algunos viejos tomos intonsos. Lo sorprendente es que me he aprestado a releer algunos volúmenes, y esa operación ha sido doblemente placentera. Ha sucedido algo parecido con las películas, que en este tiempo de confinamiento caen todas las noches. Las mejores son las que habían sido vistas hace años o decenios. En su virtud, las óptimas suelen ser en blanco y negro. Se podría pensar que su sonido fuera a ser defectuoso, pero la verdad es que es mucho mejor que en los filmes recientes. Nunca entenderé tal incongruencia.

No excluyo que estas apreciaciones sean las propias de un valetudinario; es algo inevitable. No sé si es bueno o es malo, mas columbro, ahora, que mi forma de ver las cosas difiere bastante del otro que fui. Por eso queda el papel de profesor como lo más constante de mi vida, tan asendereada. Si uno cambia de forma de pensar, es que entonces sus ideas no son las definitivas y verdaderas. Así es. Me he hecho a esta forma zigzagueante de ver la vida, y así moriré. ¿No es eso la sociología, la ciencia imperfecta, en la que he profesado, un poco por azar?

Me maravillan y me horrorizan esas personas que siempre piensan lo mismo, pase lo que pase. Lo veo como un estadio próximo a la enajenación mental, aunque, por otra parte, lo admiro. Sin llegar a tanto, me inquietan esos individuos que se sienten absolutamente seguros de su forma de entender la vida, al parecer la mejor, la única posible.

Lo que le hace a uno cambiar de manera de ver las cosas es la conversación y la lectura (incluyendo las películas). Son operaciones arduas, bien que placenteras. En ambas, lo que sirve de prueba es saber escuchar. ¡Qué difícil me lo pone usted, señora!

Pero, entonces, ¿no hay que tener ideas propias? Casi nunca lo son, y la apropiación de las ajenas no es indebida cuando pasa por el tamiz de la autenticidad. Lo que llamamos “ideas propias”, sin ninguna intención de alterarlas, suelen ser prejuicios, lugares comunes, sabiduría refranesca. Suelen expresarse con la resabiada fórmula de “yo soy de los que piensan que…”. Claro que peor es la sindéresis, tan común, de “yo soy de los que pienso de que…”.

En el ir y venir de las conversaciones, presenciales o telemáticas, la obsesión más general es tener razón sobre los interlocutores. Como es lógico, resulta, estadísticamente, imposible que todos tengan razón. Mas no importa. La gente actúa como si tal resultado se pudiera conseguir. Son los que dicen que “les llama poderosamente la atención” cualquier simpleza, o que “hablando se entiende la gente”.

Da un cierto resquemor haber deseado “feliz año nuevo” al que se presenta, con la hecatombe económica más pronunciada de los últimos cien años y la actual desmembración de la nación española. Son fenómenos caóticos (como la pandemia o el calentamiento del planeta), sobre los que no caben muchas aproximaciones racionales. Ya sé, se trata de un deseo cortés, nada de un vaticinio. Cabe un razonamiento estadístico: muy mal tienen que ir las cosas para que 2021 sea peor que 2020. Pero todo es susceptible de empeorar, sostiene el pesimista, supérstite de tantas catástrofes. Bueno, no me hagan mucho caso. Por eso digo “feliz año nuevo”. Lo más seguro es que para cada uno sea distinto.

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