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Francisco José Contreras

Confusión transgénero y abuso de menores

La guerra contra la naturaleza humana de una cultura que perdió la brújula hace ya décadas va a dejar muchas víctimas por el camino. Estamos deconstruyendo las categorías básicas de la antropología.

La guerra contra la naturaleza humana de una cultura que perdió la brújula hace ya décadas va a dejar muchas víctimas por el camino. Estamos deconstruyendo las categorías básicas de la antropología.
Keira Bell, ha denunciado que le administraron bloqueadores de pubertad y le extirparon las mamas siendo menor | Cordon Press

Van primero algunos hechos recientes. No porque “hablen por sí mismos”; al contrario, muestran en qué pandemonio estamos metidos:

-El Partido Demócrata presentó hace semanas una moción que pide que en la Cámara de Representantes de EE.UU. dejen de utilizarse términos gender-specific como “padre”, “madre”, “hijo”, “hija”, “hermano”, “hermana”… En su lugar deben usarse términos gender-neutral como “parent”, “sibling”, “child”… Está pendiente de resolución.

-La Asociación Pediátrica Canadiense ha recomendado a los médicos que ya no hablen del sexo de un niño, sino del “sexo asignado al nacer” (la lógica subyacente es que el hecho de nacer con unos u otros genitales no prejuzga el sexo, el cual será elegido libremente por el individuo más adelante). En el mundo clínico anglosajón van extendiéndose términos como “personas con útero”, “personas menstruantes”, “personas embarazadas”, “personas con pene”, etc.

-La asociación Chrysallis Euskal Herria lanzó en 2017 una campaña de vallas publicitarias con el mensaje “Hay niñas con pene y niños con vulva”. Hazte Oír respondió con un autobús que proclamaba: “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen”. El autobús fue insultado, apedreado, multado, prohibido en algunas ciudades. Los de HO fueron tildados de tránsfobos, odiadores y ultracatólicos.

-En un debate de las primarias Demócratas de 2020, los candidatos iniciaron sus intervenciones indicando con qué pronombres -masculinos o femeninos- deseaban ser aludidos. Comenzar toda interacción social con una especificación de pronombres se está convirtiendo en una regla de etiqueta woke que pronto será preceptiva. El misgendering -llamar a un transexual por el pronombre de su sexo de nacimiento- es ya delito en algunos estados norteamericanos y provincias canadienses. Resistirse a usar los nuevos pronombres acuñados para designar al supuesto “tercer género” o a la “gente no binaria” (en inglés: zie/zir/zirs, sie/hir/hirs, ey/em/eirs) ha significado para algunos profesores universitarios (el caso más famoso es el de Jordan Peterson) la expulsión o el mobbing.

-Según una encuesta Harris de 2017, el 10% de los millennials y de la Generación Z se identifican ya como “transgénero”, “sin género” o “de género fluido”. En 2018, el Gobierno británico ordenó una investigación sobre las causas de la explosión de casos de disforia de género y “transición al otro sexo” en niños y adolescentes, cifrada en nada menos que un 4.400% en la última década. Abigail Shrier publicó hace unos meses su libro “Irreversible Damage”, donde documenta cómo en sólo dos años (2016-17) se cuadruplicó en EE.UU. el número de chicas que inician la “transición al sexo masculino”.

-En 2016, el Parlamento de Carolina del Norte aprobó la “House Bill 2”, que impedía que las personas autodeclaradas “transgénero” accedieran a los baños de su elección a menos que hubiesen realizado cirugía genital. Sobre los legisladores cayó una campaña de oprobio; Obama, la Unión Europea y la farándula pusieron el grito en el cielo; el mismo Trump marcó distancias. En 2019, un tribunal federal anuló la norma.

-El británico Stephen Wood, condenado por agresión sexual contra una menor, se declaró transgénero (cambiando su nombre por el de Karen White) y, sin haber pasado por cirugía genital, fue internado en una cárcel de mujeres, donde violó a tres reclusas. En Toronto se dio en 2012 un caso similar. La policía británica debe atenerse al sexo autodeclarado cuando detiene a alguien. Uno de cada 50 presidiarios nacidos varones se identifican actualmente como “transgénero” en el Reino Unido.

Laurel Hubbard

-La transexual neozelandesa (nacida hombre) Laurel Hubbard practicaba la halterofilia en categoría masculina, con resultados mediocres. Tras su “cambio de sexo”, dominó en pocos meses la categoría femenina: campeona de Oceanía en 2017, medalla de plata en el mundial del mismo año… La ventaja masculina en el deporte no se debe sólo a los distintos niveles de testosterona -reducibles mediante tratamiento hormonal en los transexuales- sino a rasgos estructurales irreversibles: densidad ósea, estatura, envergadura, tamaño de la muñeca, masa muscular… En 1998, Venus y Serena Williams, dominadoras de la WTA, declararon que se sentían capaces de derrotar a cualquier hombre en un partido de tenis. Karsten Braasch, número 203 del ranking masculino, aceptó el reto. Aplastó fácilmente a ambas.

La disforia de género ha existido siempre. Era absolutamente excepcional: algunos estudios hablan de una prevalencia del 0’015%. Parece relacionada con fallos en la exposición del cerebro del feto a la testosterona: desde la semana 7 de gestación, se desarrollan los testículos y emiten la testosterona que, al impregnar el cerebro masculino y dirigir su estructuración, distinta a la del cerebro femenino (sí, existen diferencias cerebrales entre hombres y mujeres, aunque esta verdad científica se está volviendo impronunciable en el actual clima inquisitorial), confieren al sujeto los intereses, conducta y orientación sexual típicos del hombre. Por eso la disforia de género solía darse casi exclusivamente en varones. Los niños género-disfóricos se identifican con el sexo opuesto, prefieren los juegos femeninos, exhiben una gestualidad afeminada y se sienten a disgusto en su cuerpo de varón.

La disforia de género, además de ser muy infrecuente, era superada de manera natural en la pubertad en la mayor parte de los casos: entre el 75% y el 95% según la doctora Michelle Cretella; entre el 50% y el 98% según el DSM-5; entre el 60% y el 90% según la doctora Debra Soh. La mayor parte de esos chicos terminaban teniendo una orientación homosexual, pero superaban su aversión a sus cuerpos de hombre. Esto es importante: la actual promoción cultural y legal de la transexualidad implica de hecho una guerra contra la homosexualidad. El acrónimo LGTB es antinómico: las filas de la T crecen a expensas de las de la G (y, en menor medida, de las de la L). En lugar de hombres homosexuales, terminamos teniendo “mujeres trans” heterosexuales.

Aunque el “cambio de sexo” implica una cirugía muy agresiva y la dependencia vitalicia del paciente de hormonas que tienen serios efectos secundarios, puede ser una solución aceptable en las escasas personas cuya disforia persiste después de la pubertad. Hay estudios que demuestran un mayor bienestar psicológico tras la intervención (aunque no siempre, pues también se dan casos de “destransición”, muy complicada cuando ya se ha producido la mutilación). Y hay transexuales razonables que reconocen que sus casos son excepcionales, que no desean que se confunda a los niños con el adoctrinamiento en ideología de género (“cada uno elige su género”, “el género es una construcción cultural”, “quizás seáis chicos atrapados en cuerpos de chica, o viceversa”, etc.), ni exigen que se abola la clasificación binaria de la humanidad en hombres y mujeres, sustituyéndola por la división en cis- y transexuales. Es el caso, en España, de Charlotte Goiar, primera transexual a la que se reconoció registralmente su cambio de sexo, y que apoyó a Hazte Oír durante la polémica del autobús.  

En la actualidad asistimos a una explosión de la transexualidad –y a una imposición inquisitorial de la ideología transexual en la escuela, la Universidad y la profesión médica- que no tiene nada que ver con el respeto debido a la ínfima minoría de personas que padecen disforia de género. La transexualidad se ha convertido en una doctrina (que lleva al extremo la afirmación de la libertad humana contra cualesquiera determinaciones naturales: en este caso, la naturaleza sexuada) y una moda/contagio cultural.

Los libros de Abigail Shrier y Debra Soh (ambos publicados en 2020 y seguidos de campañas de mobbing; la doctora Soh tuvo que abandonar la Universidad) son desgarradores. La tremenda ola de transexualidad adolescente en EE.UU. afecta principalmente a chicas, lo cual demuestra que no tiene relación con la verdadera disforia de género, que afectaba sobre todo a varones, y que se manifestaba desde la primera infancia.

Se trata del nuevo fenómeno de la RODG (“Rapid-onset gender dysphoria”), al que Lisa Littman dedicó en 2018 un primer estudio científico (seguido del ya clásico linchamiento mediático y de redes sociales): niñas de 12 a 14 años sin antecedentes de disforia que, incómodas por la llegada de la menstruación, trastornadas por los altibajos emocionales y hormonales de la pubertad o deprimidas por alguna otra razón, y aleccionadas por profesores-activistas que les han explicado que podrían ser “chicos atrapados en cuerpos de chica”, anuncian a sus padres que quieren cambiar de sexo. Los padres, si son progresistas, lo anunciarán triunfalmente en las redes sociales (contribuyendo así a la irreversibilidad de la “transición social”); si no lo son, llevarán a su hija a “clínicas de género” donde médicos intimidados por el matonismo del movimiento trans les aplicarán la “terapia de afirmación”: aceptar el autodiagnóstico de la niña sin más preguntas y apoyarla en su deseo de “transicionar”. En Ontario, la “Bill 77” ya prohíbe que los terapeutas lleven la contraria a un paciente -incluso adolescente- que diga desear el cambio de sexo. Es la única especialidad médica en que el paciente se autodiagnostica.

Shrier ha constatado que la epidemia de transexualidad se produce en “clusters”, lo cual apunta claramente a la sugestión y emulación en pandillas: una de las chicas decide dar el paso, y sus amigas la siguen después de unos meses, animadas también por foros de Internet trans o vídeos de influencers en YouTube. El psicólogo-activista –o temeroso de perder su licencia profesional si no aplica la “terapia de afirmación”- contará a los padres que su hija se suicidará si no se la secunda en su transición; y también que, si no le va bien, se puede volver atrás.

Ambas cosas son mentira, como demuestran Shrier y Soh. Cuando se introducen en el cuerpo de la mujer dosis de testosterona entre diez y cuarenta veces superiores a los que genera naturalmente, se producen cambios irreversibles: agravamiento de la voz, crecimiento de la barba, hipertrofia del clítoris… La irreversibilidad será aún más dramática cuando, a los 16 años, con o sin consentimiento de sus padres, se permita a la chica extirpar sus senos, y a los 18, arrasar sus genitales con una faloplastia (fabricación de un simulacro de pene) y sus ovarios con una histeroctomía.

La guerra contra la naturaleza humana de una cultura que perdió la brújula hace ya décadas va a dejar muchas víctimas por el camino. Estamos deconstruyendo las categorías básicas de la antropología. El año pasado Keira Bell, de 23 años, interpuso la primera demanda contra la “clínica de género” británica que le administró bloqueadores de la pubertad y testosterona y le extirpó las mamas a una edad en que la ley no permite votar, conducir ni beber alcohol. Es sólo el principio.

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