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Daniel R. Rodero

Recuerdo y perfil humano de Aquilino Duque. Maestro de maestros

En su ánimo siempre estuvo reunificar la cultura española: con Franco, tendiendo puentes con el exilio; en democracia, evitando la fragmentación de una cultura con proyección universal en diecisiete reivindicaciones del botijo autóctono.

En su ánimo siempre estuvo reunificar la cultura española: con Franco, tendiendo puentes con el exilio; en democracia, evitando la fragmentación de una cultura con proyección universal en diecisiete reivindicaciones del botijo autóctono.
Aquilino Duque | Wikipedia

Ha muerto Aquilino Duque, uno de nuestros más grandes escritores. Y ha muerto sin recibir el justo reconocimiento que las letras hispánicas todavía le deben y que le seguirán negando por razones extraliterarias. Pero el azar ha jugado a favor de los historiadores del futuro haciendo coincidir su fallecimiento con el de Alfonso Sastre. Cuando les toque escribir sobre la actual hora de España, se echarán las manos a la cabeza al comprobar que un amigo y tonto útil de los terroristas -por más que fuese buen dramaturgo- se llevó mayores y más amables obituarios que un hombre que pasó por la vida procurando no lastimar al prójimo.

Su obra, no obstante, nunca ha carecido de lectores de sensibilidad acendrada y de edades diversas. Hace no mucho tuve oportunidad de comentarlo en Astorga con Jaime Siles, otro de nuestros grandes.

- Es tan buen prosista como poeta. Y tiene algo de lo que no todos pueden presumir: no haber sido oportunista.

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Y es que a diferencia de tantos antifranquistas retroactivos -tan retroactivos que, escuchándoles presumir, uno llega a pensar que combatieron a Franco desde el mismo vientre materno- Aquilino Duque publicó en 1974 una novela sobre la guerra en la que se cuidó de poner buenos, malos y mediopensionistas en ambas facciones. El libro, titulado El mono azul, obtuvo el Premio Nacional de Literatura.

Meses antes, la novela había quedado finalista del Nadal, pero una marrullería de las tantas que sustentan la república de las letras -ese nido de víboras que gusta de presentarse como incorruptible y de moralizar a propios y extraños con sus ínfulas de integridad e idealismo- le privó del galardón. No fue, sin embargo, la única que le tocó sufrir. Lara, el Viejo, se la jugó dos veces. No hubo una tercera. Castellet le orilló con el más miope de sus desprecios y viejos amigos que habían disputado prologarle sus obras o que les presentase sus libros le dieron la espalda cuando el descrédito cayó sobre él: tales fueron los casos de Miguel Delibes y Francisco Umbral.

En la década de los cincuenta, anduvo solicitando poemas a Jorge Guillén, a Rafael Alberti o Juan Ramón Jiménez para publicárselos aquí. En su ánimo siempre estuvo reunificar la cultura española: con Franco, tendiendo puentes con el exilio; en democracia, evitando la fragmentación de una cultura con proyección universal en diecisiete reivindicaciones del botijo autóctono.

Mas como el bueno de Aquilino mantuvo siempre una posición acaso excesivamente conservadora pero que, en cualquier caso, era la suya, ninguno de estos esfuerzos encontró recompensa. La casta intelectual tiene estas manías. Tampoco le perdonaron que se atreviese a satirizarla en su novela en torno al suicidio de Calvert Casey, La linterna mágica.

Hace poco más de un año tuve la fortuna de conocerlo y de que me considerara merecedor de su elogio, de su atención y me atrevería a decir que de su cariño. Aunque no fue mucho tiempo, me sobraron estaciones para quererle.

A finales de agosto le escribí una carta que no llegué a echar al buzón porque quería complementársela con una plaquette de poemas míos recién publicados. Los ejemplares llegaron a principios de la semana pasada; el miércoles le dediqué el suyo.

Me da lo mismo. Yo le mandaré la plaquette para que engrose su archivo y la carta que le escribí en la que, entre otras cosas, lamentaba no haber podido pasar con él un día de este verano feneciente en su refugio de Viñamarina. También le anunciaba que tenía intención de visitarlo en otoño y que, tal y como le había prometido, le llevaría cecina de León y vino de Rueda, que sé que le encantaban.

Ayer la noticia me dejó hecho polvo. Me acordé de Sally, su esposa, y de sus cinco hijos. Escribí a uno de ellos, a Adriano, para transmitirle mis condolencias y recé un Padrenuestro por su alma, que es exactamente lo que él habría hecho. Y bajo un cielo ovetense que amenazaba orvallo, acudieron a mi cabeza los versos con que Lorca cierra su Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías y que tanto se ajustan a su hombría de bien:

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, / un andaluz tan claro, tan rico de aventura. / Yo canto sus hazañas con palabras que gimen / y recuerdo una brisa triste por los olivos.

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La semblanza de mi autoría que transcribo a continuación se publicó el pasado noviembre, en el número 21 de la prestigiosa revista Anáfora. Con permiso de su director, Pablo Núñez, la reproduzco a modo de glosa de su extraordinaria literatura y personalidad.

Aquilino Duque, rey de Estoril

No le ha tratado bien la crítica a Aquilino Duque. En ocasiones, incluso, ni siquiera le ha tratado. Tampoco las editoriales en las componendas de sus premios. Pero como sucede con todo escritor cuya calidad literaria se silencia a menudo, aunque jamás se discute, Aquilino Duque ha contado siempre con un nutrido grupo de partidarios. Bien es verdad que ni en número ni en bullanga pueden compararse a los de Joselito y Belmonte. Los suyos recuerdan más a los de Domingo Ortega, extraordinario torero que, mientras el gran público se entregaba a la emoción -pinturera o estoica- de un Marcial Lalanda, un Machaquito, un Manolete o un Luis Miguel Dominguín, supo integrar lo mejor de éstos y añadirle además un sello propio. Como buen andaluz de todas las Europas, el sello propio de Aquilino Duque es su duende, ese barroquismo de Góngora y Herrera que combina con la elegancia del toreo rondeño y la irónica lucidez de Antonio Machado. A ello agrega su sabiduría de traductor de otras literaturas que son también la suya y su caudal de experiencias tanto en los organismos internacionales más elefantiásicos como en la limpia luminosidad de su aldea.

Aunque preterido por los manuales que aspiran a definir el canon de cada período (menos mal que casi nunca con éxito), Aquilino Duque recibe constantemente correos, cartas, invitaciones, postales, doctorados honoris causa, solicitudes para que imparta algún pregón (alguna conferencia), reconocimientos, encargos, libros de autores jóvenes y no tan jóvenes que le confiesan su admiración, otros que aprovechan para pedirle consejo, etcétera. Su casa-torre de "Viñamarina", construida con los materiales de derribo de los conventos y palacetes sevillanos que el urbanismo de los años sesenta echó en brazos de la intemperie, es un frenético deambular de literatos y cantaores, de caballeros de fortuna y gentes del campo, de artistas y estudiosos de disciplinas varias. Recuerda mucho a esa otra corte de Estoril que tan magistralmente ha recreado en sus libros sobre el maniobrero y tornadizo Conde de Barcelona, aquel intento de rey a toda costa, proclamado un día Juan III por la gracia de Alfonso Ussía y Luis María Ansón (a quienes aprovecho para agradecer que hayan dejado de incensarle elogios, pues con frecuencia he temido que tantísimo "don" acabara transmutándose en "San" y los españoles llegásemos a confundirlo con San Juan Evangelista).

Aquilino Duque comenzó a escribir su primer libro a los dieciocho años, aunque no lo publicaría hasta pasada una década. Desde entonces, su obra no sólo ha ido ensanchando, sino que, al hacerlo, ha enriquecido las posibilidades del idioma. Entre medias, se casó con Sally Crane y juntos han formado una familia de cinco hijos y dos nietos, una familia compacta, alegre, inusual.

En esto de la literatura hay mucho escritor que cuando cumple cuarenta o cincuenta años se va con la primera señorita guapa que se le pone delante y se olvida de que tiene esposa y niños. Otros me inspiran una compasión infinita. Mira a todos aquellos defensores de la contracultura, con sus hijos enredados en la droga, autodestruyéndose…

Pero volvamos a la jurisdicción del arte. Por echar mano de las mismas palabras que él dedicó a quien -según su criterio de conocedor profundo- nació con la llave de oro del cante gitano, el gran Antonio Mairena, la literatura de Aquilino Duque, "sin dejar de ser tradicional, es siempre novedosa". "Para él la tradición no es tanto la conservación de unas formas fijas, sino el conocimiento de las leyes de una continua renovación vital". Poco importa que su actitud reaccionaria -que, creo, le surgió como Machado dijo de Azorín "por asco de la greña jacobina"- se vuelque en prosa o en verso. Cada texto suyo supone un festín para los sentidos. Tiene el preciosismo de Foxá, la sensibilidad del 27, el nervio de Eugenio d’Ors, la sensualidad de Valle, la cultura de Ortega y esa gracia popular, genuinamente andaluza, que los culturetas despistados confunden con el folclorismo falsorro de los tablaos para japoneses. La mejor soleá escrita en español lleva su rúbrica. Se titula "Abrazo" y dice así: "Reloj de arena, tu cuerpo. / Te estrecharé la cintura / para que no pase el tiempo".

Visita a Viñamarina

Viñamarina se encuentra a la salida de Bormujos, al pie de una carretera que lleva a Bollullos de la Mitación, dominios que fueron del Conde-Duque de Olivares. Cuando el bueno de Aquilino adquirió el terreno, alrededor no había más que olivos y peonadas. Ahora, en cambio, en los municipios del Aljarafe sevillano abundan los chalecitos de familias bien. Pero Viñamarina continúa rodeada de huerto, de frutales, de naturaleza. Por la parcela deambulan tres perros que, a tenor de lo poco que gruñen, parecen acostumbrados a recibir huéspedes, y un exfutbolista rumano a quien la vida habría atropellado del todo de no ser porque Aquilino y Sally, Sally y Aquilino, le han brindado acomodo, libertad y afecto, que es justo lo que cualquier alma necesita para sobreponerse a un naufragio.

Cuando llega el buen tiempo, en el tendejón del porche se suceden los convites, las conversaciones entrañables. A pesar de sus ochenta y nueve años, Aquilino conserva una memoria de estudiante aventajado, como de cuadro de honor de antiguo colegio de jesuitas. Lo mismo rememora el sabotaje administrativo que sufrió su libro sobre el coto de Doñana que sus años bohemios en el Madrid de los sesenta. Fue amigo de Alberti, de Cortázar, de Ridruejo; se carteaba con Guillén y Gerardo, con Juan Ramón; compartió almuerzos y cenas con María Zambrano, con Octavio Paz, con Valente, con Celaya y Amparitxu, con Aranguren, también con Pablo de Azcárate, aquél leonés embajador de la Segunda República al que conoció en su exilio de Ginebra y que terminaría regalándole algunos muebles.

- Siempre me repetía que fuisteis vosotros, las gentes del norte, quienes nos enseñasteis a las del sur a curar el jamón.

En los estantes altos de su biblioteca, varias filas de cajas albergan ese magnífico archivo que su propietario atesora no por lo que vale, sino porque de algún modo en él permanecen las horas celebradas con los amigos que ya se fueron.

- El día en que Mitterrand impuso a Borges la cruz de comendador de la Legión de Honor coincidió que compartíamos hotel. María Kodama bajó para decirme que el maestro quería hablar conmigo. Estaban rodeados de periodistas y supongo que le agobiarían más de la cuenta. Cuando se puso al teléfono, me comentó: "Mire, querido amigo, en estas coyunturas me acuerdo de unos versos de Bartrina, que dicen…"

Y pasó a declamar la versión castellana que hizo el catalán Bartrina de un epigrama de Ugo Fóscolo: "En tiempos de las bárbaras naciones, / colgaban de una cruz a los ladrones. / Mas ahora, en el Siglo de las Luces, / del pecho del ladrón cuelgan las cruces… Yo soy un ladrón. Me siento como un ladrón".

Aquilino Duque habla sin ínfulas, no como el escritor egregio que es, sino con la camaradería de quien se reúne con los amigos en la taberna para trasegar unas copas de manzanilla o de oloroso seco. Parafraseando un poema suyo dedicado a Claudio Rodríguez, en "Viñamarina" "se bebe buen vino" y se parte "una inmensa alegría de pan blanco" sobre el altar purísimo del Bajo Guadalquivir. Sally irrumpe de pronto con amor de matriarca y sirve una fuente repleta de tortillitas de camarones que hacen temblar el Misterio. "Nos los trajeron ayer de Sanlúcar. Come, come las que quieras, que hay más".

-Desde joven tuve la fortuna de entablar contacto con los supervivientes del 27. Ya entonces defendía mi idea de la unidad cultural de España. Se trataba de que cupiésemos todos, con nuestras variantes, nuestros particularismos, nuestras riquezas. Si queríamos que la reconciliación fuese algo más que un recurso retórico, había que tender puentes entre quienes creábamos dentro y quienes lo hacían del otro lado de la frontera. Yo colaboraba en la revista Platero, en Caracola, conocía a los del grupo Cántico, pedía poemas a Juan Ramón para publicárselos aquí… De él, de Aleixandre, de Guillén, de Gerardo Diego, de Alberti, recibí los primeros grandes elogios como escritor. Tenía veintipocos años, la edad en que esos espaldarazos son más fundamentales.

Aquilino Duque es igual de generoso con los poetas que pugnan por comenzar su andadura como los maestros del pasado siglo lo fueron con él. Lee sus versos, les sugiere correcciones, se interesa por lo que hacen, habla bien de ellos o les regala sus libros con dedicatorias que elevan el ánimo y los persuaden de que, efectivamente, valen para escribir.

-Yo no me quejo. Cada cierto tiempo sale una antología con mis poemas y dentro de lo que cabe he podido publicar mi obra narrativa, aun cuando suelen transcurrir diez años entre que pongo punto final a mis novelas y llegan a los escaparates. Luego sé de escritores y críticos que me valoran mucho. Ahí están Andrés Amorós, Luis Alberto de Cuenca, Felipe Benítez Reyes, Enrique García-Máiquez, Juan Lamillar o nuestro común amigo José Luis García Martín, que, pese a discrepar de él en casi todo, siempre me ha elogiado mucho en sus reseñas. Hasta Babelia ha llegado a hablar bien de mí.

Uno, que es joven, envidia de Aquilino Duque muchas cosas, pero sobre todo que no sepa escribir mal, ni siquiera proponiéndoselo. Sonetos de rima imposible, abocados indefectiblemente al ripio, quedan resueltos con la pasmosa maestría de una media verónica de su admirado Curro o de esas siguiriyas hondas, tocadas por la gracia del Espíritu Santo, que cantaba el supramentado Mairena. Duque tiene el don de la imagen, el innatismo de la armonía. Cuando uno recibe un correo o una carta suya, se asombra de que en apenas diez o doce líneas de cotidianidades superfluas quepa tanta calidad de página.

Alguien sostuvo que la elegancia consiste en vestir pulcramente a la penúltima moda y conseguir que esa pulcritud nadie la perciba. Así le ocurre a este nonagenario in pectore, cuyo estilo ni aburre ni satura. Sus frases son tersas, taraceadas, de un barroquismo tan depurado que más parece sobriedad jónica. El lector atraviesa sus libros con la humilde felicidad con que en los mediodías de julio apura un vaso de agua fresca. Cuando cierta mañana una señorita algo dengue le dijo al Barón Brummell "¡Qué elegante va usted hoy!", él respondió "¡Oh, no! ¿tanto se me nota?" y marchó a su casa a cambiarse. Su lema era pasar "notoriamente desapercibido", aunque supongo que también le valdría pasar "desapercibidamente notorio" (a la flema británica le entretienen mucho los retruécanos).

Aquilino Duque ve sucederse los días desde la torre romana y mora de "Viñamarina" absorto en relecturas y otras amistades. Escribe cuanto puede, publica lo que le dejan y acude a la Maestranza si el cartel lo merece. Como sabe que nunca le darán el Cervantes, pasa los otoños muy tranquilo. Habrá quienes lo achaquen a motivaciones políticas. Yo discrepo. Aquilino Duque nunca será premio Cervantes por lo mismo que Antonio Carvajal: porque, si ponemos la obra de los otros galardonados al lado de la suya, aquélla no resiste el menor contraste. Sería tanto como asumir que el pretendido Nobel de las letras hispanas lleva fallándose mal cerca de dos décadas, un detalle -justo es decirlo- en el que imita muy bien a su modelo. Y cualquiera comprende que, a estas alturas, al jurado sólo le queda persistir en el error.

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