Menú
Luis Herrero Goldáraz

Ese moralismo embriagador

Qué gran consuelo sigue siendo Dostoyevski para estos tiempos posmodernos.

Qué gran consuelo sigue siendo Dostoyevski para estos tiempos posmodernos.
Fiodor Dostoyevski. | Archivo

Existe un imposible del que sólo me he dado cuenta años después de ser el tío más cobarde que conozco. Las personas miedosas, como las cajas del supermercado o las barreras de los parkings, sólo somos capaces de centrarnos en una cosa cada vez. Lo contrario nos abrumaría demasiado. Por eso también somos bastante buenas detectando algunas cuestiones que a la gente normal, sobrecargada como anda con tantos estímulos dispares, se le escapa irremisiblemente. Yo llevo siendo cobarde desde que abrí el ojo por primera vez y no lloré por falta de oxígeno, sino por creerme encerrado en una extraña cámara de tortura ultramoderna, así que puedo decir con gusto que tengo una especie de don para detectar amenazas falsas y creerme que son ciertas.

Lo curioso, sin embargo, es lo contrario. Existe un imposible, como he dicho, del que sólo me he dado cuenta años después de imaginar destinos trágicos y peligros inabordables. Y ese imposible es, precisamente, la existencia de un peligro inabordable. Para los cobardes como yo, no existe infierno más horrendo que el que es infalible. La maldad absoluta. El perseguidor siniestro e incansable que nos perseguirá desesperadamente hasta que la desesperación nos venza. Ese tipo de asesino de película americana que sólo sirve para subrayar el hecho de que todo puede precipitarse en un segundo y que cada esquina es una trampa profunda, dolorosa y definitiva. Para nosotros, los cobardes, un talibán no es un hombre, por ejemplo, sino el diablo. Por eso, cuando al final este tipo de personajes terminan demostrando que en el seno de su crueldad se esconden también intereses humanos, es decir, debilidades, la falacia de su infalibilidad se nos desploma tan rotundamente que nos incrusta el eco de su caída en el cerebro.

Podríamos decir, con los maestros, que la verdad es que el mal existe porque también existe el bien, y que todos somos conscientes de ello aunque hayamos malentendido a Nietzsche y vayamos de nihilistas posmodernos por la vida. Podríamos decir, también, que las novelas que más nos mueven son las moralistas, aunque esa palabra esté manchada y la nueva inquisición antirreligiosa, confundiendo religión y ética, considere que sólo sirve para perpetuar un sistema de valores obsoleto y rancio. Bueno. La cuestión es que aquí seguimos, celebrando los doscientos años de Dostoyevski y releyendo sus novelas, esos impresionantes tratados de moral que si por algo han trascendido es por eso, precisamente, y no por sus agudas descripciones de la psicología humana en las que algunos pretenden centrarse exclusivamente.

No tendría sentido destacar las incontables citas de autores de renombre hablando del deslumbramiento que les invadió la primera vez que leyeron al ruso. Lo mismo nos ocurre con Camus, ese otro moralista infatigable, y con tantos otros que si en algún momento se expresaron con fuerza fue cuando hablaron de estos temas. Podríamos decir, tal vez con cierto ánimo de polémica, que no existe nadie en la tierra al que no le interese la moral. Y podríamos creérnoslo, también, porque sería cierto. Podríamos pararnos un segundo y celebrar el día en que abrimos Crimen y castigo sin saber lo que se nos venía encima. Y releerlo una vez más con la única intención de disfrutar, sin pudor ni vergüenza, de ese moralismo embriagador que, con él mejor que con ninguno otro, se nos presenta siempre como la inquisición única en la que somos capaces de desarrollar profundamente nuestra necesidad de trascendencia. Qué gran consuelo sigue siendo Dostoyevski para estos tiempos posmodernos.

En Cultura

    0
    comentarios