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Jesús Fernández Úbeda

Menos mal que no nos comieron en Nigeria

Raúl Cancio, uno de los mejores fotoperiodistas patrios, posee la humildad extrema y la honestidad brutal de los grandes maestros.

Raúl Cancio, uno de los mejores fotoperiodistas patrios, posee la humildad extrema y la honestidad brutal de los grandes maestros.
Raúl Cancio, con Paul Newman en Broadway. | Imagen cedida por Raúl Cancio.

Me cuenta Raúl Cancio (Madrid, 1943) en el Café Varela, ante un plato majestuoso de patatas, huevos fritos y jamón, que su madre le decía que "era demasiado guapo para ser hombre". Hijo de actor y padre de actriz –y de un letrado del Supremo; nunca está de más tener un ropón a mano–, aprendió a caminar en la calle Lope de Rueda; a sobrevivir, por la glorieta de Cuatro Caminos, y a ser, durante cuatro décadas, uno de los mejores fotoperiodistas patrios, y no sólo en el ámbito deportivo, donde ostentó el título de princeps, en el legendario diario Pueblo y en El País. Fundó la Escuela de Periodismo del periódico de Prisa y la Asociación Nacional de Informadores Gráficos (ANIG), fue profesor en la Autónoma y, con perdón, tiene más premios que arrugas –el Nacional de Periodismo, el Nacional de las Artes y las Ciencias, una Encomienda de Número de la Comunidad de Madrid, etcétera–.

Posee Cancio, extraordinario francotirador de instantes, la humildad extrema y la honestidad brutal de los grandes maestros. Aunque siempre hay excepciones, véase el caso de Arcadi Espada, el dato es irrefutable: al menos, en el mundo del periodismo –y supongo que la cosa no es endémica de nuestro ecosistema–, los más sabios y brillantes, los que más vivencias tienen por confesar, los que más guerras acumulan, son infinitamente más tratables, generosos y humanos que los mediocres, los nuevos ricos y los émulos virtuales de Esteban de Cloyes. Los unos forjaron su gloria colocando en primera página exclusivas que hacían honor a su nombre, reportajes soberbios y entrevistas imposibles; los otros lo intentan asumiendo el rol de cortesanas o plañideras, según toque, azuzando avisperos y fusilando en las redes.

Cancio, que, inexplicablemente, no supera los seiscientos seguidores en su cuenta de Twitter, pasó una semana retenido en un hotel de Nigeria alimentándose sólo de helados –"Y menos mal que no nos comieron", apunta–, atravesó un mar de hippies en la isla de Wight, salió escopetado, con Raúl del Pozo, de un banco en el que preguntaron por un vasco que se había comido una moto, revolucionó la fotografía deportiva con un teleobjetivo de 135 milímetros, cubrió un porrón de mundiales y de Juegos Olímpicos y fotografió, sin saberlo, a su amigo Fernando Martín al poco de sufrir el accidente de tráfico en el que el baloncestista perdió su vida. Cancio, Ulises castizo, dios olímpico del gremio, me habla de sus aventuras sin pretensiones ni suflés, como quien dice que se ha bebido un vaso de agua. Qué tío y qué profesional tan fantástico, rediós. Se le admira por lo que hizo –y sigue haciendo en libros–; se le quiere por cómo es. La sociedad amnésica, acelerada y consumidora de comida rápida cultural y periodística, la sociedad que aparta a sus mayores porque no encajan en el escaparate, tiene pendiente la tarea de redescubrirlo y de reivindicarlo. Aún más de lo que ya ha sido reivindicado, ea. Bien lo merece. Cuando era niño chico, Manu Marlasca bajaba al laboratorio de Pueblo para bucear en sus fotos; con mucho menos misterio y glamour, admito que la comparación es odiosa, yo hago algo parecido en Google.

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