
Durante la Segunda República, la Semana Santa vivió uno de sus periodos más convulsos. Aunque hoy en día es difícil imaginar estas fechas sin las tradicionales procesiones, hubo un tiempo en que estas manifestaciones religiosas estuvieron seriamente amenazadas. El contexto político y social de los años 30, marcado por un fuerte anticlericalismo y la tensión ideológica, condicionó profundamente la celebración de estas festividades.
Un clima hostil y antireligioso
El cambio comenzó pocos días después del 14 de abril de 1931, cuando se proclamó la Segunda República. Una de las primeras medidas del nuevo régimen fue prohibir las manifestaciones religiosas en espacios públicos. Aunque el Ayuntamiento de Sevilla no llegó a vetar directamente las procesiones, sí eliminó las subvenciones que tradicionalmente las financiaban. A esto se sumaron amenazas explícitas por parte de organizaciones como el PSOE, PCE y CNT, que instaban a las cofradías a evitar los actos públicos si no querían "atenerse a las consecuencias", según expresaron las Juventudes Socialistas.
Ese mismo año, el 29 de marzo, Sevilla iniciaba su Semana Santa, coincidiendo con la campaña electoral previa a las elecciones municipales que precipitarían la caída de la monarquía. A pesar de las amenazas, todas las hermandades procesionaron con normalidad, a excepción del Santo Entierro, que optó únicamente por visitar la catedral. Esta determinación se mantuvo frente a un clima social cada vez más hostil, protagonizado por sectores anarquistas y de izquierda que arremetían contra las cofradías.
Ataques contra la Iglesia
La violencia anticlerical fue en aumento entre abril de 1931 y diciembre de 1933. La inacción del Gobierno y de las fuerzas de seguridad contribuyó al clima de inseguridad. El ataque más grave se produjo el 8 de abril, cuando una multitud asaltó el templo de La Hiniesta y redujo a cenizas varias imágenes sagradas, entre ellas una Dolorosa tallada por Martínez Montañés y un Cristo del siglo XIV. A partir de entonces, la prioridad de las hermandades fue proteger sus imágenes del vandalismo.
La situación se agravó en 1933, cuando ninguna hermandad salió a procesionar debido al clima de inestabilidad y persecución religiosa. En 1932, únicamente La Estrella desfiló, pero lo hizo el Jueves Santo y no en su tradicional Domingo de Ramos. Durante su recorrido, un grupo de comunistas impidió el paso al grito de "viva el comunismo libertario" e incluso uno de ellos disparó contra la Virgen vaciando un cargador entero.
Vuelta a la "normalidad"
En 1934, la tensión comenzó a ceder ligeramente, aunque solo unas pocas cofradías se atrevieron a salir. La decisión solía coincidir con la cercanía ideológica al gobierno. No fue hasta 1935 y 1936, bajo el Frente Popular, cuando todas las hermandades retomaron sus procesiones. Aun así, el ambiente seguía siendo delicado. El propio Manuel Azaña, entonces presidente del Gobierno, llegó a declarar: "Todos los conventos e iglesias de Madrid no valen la vida de un republicano".