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El oro de los Reyes de España para ganar en los cónclaves papales

Junto con el aceite para engrasar las lealtades, los monarcas enviaban consejos para administrarlo, por si el embajador padecía un exceso de remilgos al tratar con los príncipes de la Iglesia.

Junto con el aceite para engrasar las lealtades, los monarcas enviaban consejos para administrarlo, por si el embajador padecía un exceso de remilgos al tratar con los príncipes de la Iglesia.
Cordon Press

La elección del sucesor de Pedro es un asunto tan importante que el mundo entero trata de intervenir en los cónclaves mediante todo tipo de mañas y presiones.

Los monarcas católicos disponían de ius exclusivae, que se usó hasta el cónclave de 1903 y que abrogó san Pío X, el papa que se benefició del veto (invocado por causas nunca aclaradas) del emperador Francisco José I al cardenal Rampolla.

La 'mafia de San Galo'

También estamos seguros, porque lo han contado sus integrantes, de la manipulación del cónclave 2013, del que salió como papa el cardenal Bergoglio, por una banda de prelados progresistas (en la Iglesia se llaman modernistas) que se denominaba a sí misma 'mafia de San Galo'.

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Godfried Danneels, arzobispo de Westminster

Esta banda la formaban, entre otros, el jesuita Carlo Martini, arzobispo de Milán (muerto en 2012), el cardenal Godfried Danneels, arzobispo de Malinas-Bruselas, Cormac Murphy-O'Connor, arzobispo de Westminster, y el cardenal Achille Silvestrini. Primero, quiso evitar la elección de Joseph Ratzinger a la muerte de Juan Pablo II. Aunque fracasó en el cónclave de 2005, en el de 2013, consiguió imponer a su candidato, el arzobispo de Buenos Aires.

La 'mafia de San Galo' vulneraba la prohibición de la constitución apostólica Universi Dominici Gregis, de Juan Pablo II, que prohíbe entre los cardenales electores "toda forma de pactos, acuerdos, promesas u otros compromisos de cualquier género" para dar su voto o negarlo a un candidato. Cuesta aceptar que esta mafia impune, dócil a los poderosos, por sus creencias y su conducta, ya no exista bajo otro nombre y no esté preparando el cónclave más tumultuoso de la historia.

Seducir a los cardenales

Volvamos atrás, a épocas en que las ideologías no habían dividido la humanidad y no se temía que los papas predicasen contra el magisterio ni provocasen confusión en sus fieles, en concreto a la época en que la Monarquía Católica empleaba sus artes en Roma para que de los cónclaves saliera un pontífice adicto o, al menos, no hostil.

La opinión de la corte de Madrid sobre los miembros de la curia no era ciertamente positiva. Se consideraba a los cardenales romanos (descendientes de venerables familias como Farnesio, Médici, Borghese y Pamphili) "poco útiles, demasiado presuntuosos para poder servirse de ellos". A los embajadores se les marcaba "una regla de oro: mantener a cada cardenal en la esperanza de que un día advendría al Pontificado, y ello con el apoyo del Rey de España".

Dado que los cardenales eran creaciones del papa, el poder supremo en Roma residía en éste. Y el trato con el pontífice, a la vez monarca espiritual y temporal, se rodeaba de miramientos y estrategias, como las describe el embajador Miguel Ángel Ochoa Bru:

"Era imprescindible no olvidar que al Papa había que tratarlo con el mayor respeto, pero sin poner en peligro la dignidad del rey de España, teniendo bien presente un hecho fundamental: el Papa necesitaba más del Rey que éste del Papa. Nunca debía darse la impresión de desear mucho los favores, porque entonces el Papa los vendía caros; y en los frecuentes pleitos de jurisdicción, los tribunales pontificios fallaban siempre parcialmente a favor del Papa. En los tratos con el Pontífice, el Embajador debía mostrarse enérgico, nunca tímido ni flojo. No debía tener excesiva fe en el valor de las negociaciones."

Y la experiencia lo confirmaba, porque los intereses del Papado y de la Monarquía Católica no siempre coincidían. Veamos algunos casos.

Las relaciones entre Madrid y Roma

Aunque Pío IV (r. 1559-1565) había calificado a Felipe II de "firmamento de la Religión", en 1564 concedió la preferencia en su corte al embajador francés por delante del español para dar una pizca de prestigio a Catalina de Médici, regente de Francia.

Otro papa, Gregorio XIII (r. 1572-1585), por presión de Felipe II, negó la dispensa de sus votos al cardenal Enrique de Avis, efímero rey de Portugal, para casarse y tratar de concebir un heredero.

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Clemente VIII

Sixto V (r. 1585-1590) excomulgó a Enrique de Borbón, rey de Navarra, pero cuando éste se planteó volver al catolicismo para acceder al trono de Francia lo aprobó, aunque el príncipe era un ejemplo de "relapso con reiteración" por sus continuos cambios de religión; su última conversión a la fe en la que se le bautizó fue el séptimo.

Clemente VIII (r.1592-1605), cuya política internacional pretendía reducir el poder español en Italia, reconoció en 1595 a Enrique como soberano después de su abjuración pública, a pesar de que meses antes había declarado la guerra a don Felipe. Los papas querían evitar que a la "hija primogénita de la Iglesia" la gobernara un hereje y desbarataron la aspiración del rey español de obtener la corona para su hija Isabel Clara Eugenia.

En el amanecer de la decadencia de la Monarquía Hispánica, Urbano VIII (r.1623-1644) se decantó por Luis XIII contra los Habsburgo. De este papa, escribió Diego Saavedra Fajardo que "ama a los franceses y aborrece a los españoles, pero ni a los unos ni a los otros quisiera en Italia". Obligado a compadrear por la ausencia de un sentimiento nacional italiano, Urbano se apoyaba en París contra Madrid y Viena. Para compensar a Felipe IV, no reconoció la secesión de Portugal.

El derecho de injerencia del rey

Felipe II y Enrique de Guzmán y Ribera, conde de Olivares, embajador en Roma entre 1582 y 1591, usaban de las recompensas de honor y de dinero con la finalidad de avivar el que Ochoa definía como "celo del "escuadrón hispánico"".

Cuando inició su servicio, el rey le adjuntó 40.000 escudos "para gastos primeros". Como los embajadores debían de recurrir a su propio patrimonio para financiar la embajada, acabado su período, los monarcas les nombraban virreyes para que lo recompusieran. Olivares marchó a Sicilia con el cargo de virrey, 20.000 ducados y una encomienda concedidos por su señor.

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Duque de Sessa

Después del cónclave de 1592 en el que salió elegido Clemente VIII, un grupo de teólogos redactó un dictamen según el cual Felipe II había incurrido en pecados graves "al apoyar, excluir o remunerar a algunos cardenales" a través de sus embajadores. En vez de pedir perdón, España sacó pecho. El duque de Sessa, entonces embajador, replicó que los príncipes católicos tenían el derecho de procurar la elección de un papa que beneficiase a la Iglesia y a sus pueblos, y, en consecuencia, podían usar "medios dignos" para promover o aislar unas candidaturas en los cónclaves, siempre, eso sí, que quedase incólume la libertad de voto de los cardenales.

La respuesta del duque de Sessa fue una aplicación del consejo que dio el rey Fernando a su virrey en Nápoles sobre cómo comportarse cuando en Roma se quejasen por decisiones españolas: "ellos al Papa y vos a la capa". Los Reyes Católicos establecieron la primera embajada permanente en Roma y terminaron sabiendo de qué paño estaban hechos los romanos.

La experiencia española de la corte pontificia se compendia en una carta de mayo de 1609 remitida por Felipe III a Francisco de Castro, conde de Lemos y sobrino del duque de Lerma. A la hora de repartir dinero, el soberano, apodado El Pío, pero no El Lelo, le advirtió:

"En esa corte como en todas, puede mucho el interés y así es menester gobernarse en ella como el buen cazador, mostrándole al gavilán la carne y dándole poca y poco a poco, porque si se le da mucha, luego pide más y se olvida de la recibida y así si es poco a poco, vive con esperanzas y acude a lo que desea."

Junto con el aceite para engrasar las lealtades, los monarcas enviaban consejos para administrarlo, por si el embajador padecía un exceso de remilgos al tratar con los príncipes de la Iglesia.

La conclusión que obtenemos de las presiones y las conjuras, tanto en el Siglo de Oro español como ahora, es que pueden fracasar.

Pedro Fernández Barbadillo es el autor del libro Historia desconocida del Imperio español.

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