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Juan José Acero, obituario para un referente de la filosofía analítica

Decía Nabokov que la amargura de una vida interrumpida no es nada comparada con la amargura de una obra interrumpida.

Decía Nabokov que la amargura de una vida interrumpida no es nada comparada con la amargura de una obra interrumpida.
"La muerte de Sócrates", Museo Metropolitano de Nueva York | Cordon Press

Profesor total, riguroso a la par que ameno en las aulas y seminarios, amable y divertido en su despacho y en el bar de la facultad. Además, referente por antonomasia de la filosofía analítica en español, habiendo contribuido a crear y cimentar una comunidad de pensamiento hispano a la altura del que se estila en el panorama internacional. Véase la SEFA, Sociedad Española de Filosofía Analítica de la que fue fundador e incansable promotor.

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Juan José Acero

Así era Juan José Acero, al que tuve la suerte de disfrutar como docente en dos períodos muy diferentes, durante la licenciatura, cuando yo era un joven aprendiz de filósofo, y treinta años después en el Máster de Filosofía Contemporánea, cuando me había convertido en un viejo aprendiz de filósofo. Me di cuenta pronto en aquel extraordinario departamento de filosofía de la Universidad de Granada que tenías que elegir materias no por el nombre de la asignatura sino por el profesor que la impartía. Acero se convirtió en el profesor del que más cursos seguí. Si hubiese dado un curso de corte y confección, me habría comprado aguja y dedal.

Fue mi generación la última que pudo disfrutar de profesores que vestían traje y corbata, una formalidad que no implicaba distancia sino un aire de autoridad en el mejor sentido de la expresión. La primera clase de un profesor que te marca es más importante que la primera cerveza y el primer beso. De hecho, no me acuerdo de mi primera cerveza ni de mi primer beso, pero me acuerdo perfectamente de la primera clase con Acero, dirigiéndose a la pizarra con la seguridad y el donaire de un torero a porta gayola. Se puso a escribir el guion de la lección con su letra clara e impoluta a juego con el contenido de sus explicaciones sobre cómo hacer cosas con palabras, el monstruo ontológico denominado "gavagai" o ese agujero negro de la lógica que es el conjunto de todos los conjuntos que no se pertenecen a sí mismos. El guión era una declaración de su rigor, pero no de "rigor mortis" porque en sus socráticas clases se incentivaban las preguntas e intervenciones. Dentro de un orden, claro. Acero tenía más aire de familia con la disciplina axiomática del primer Wittgenstein que con el anarcoide relativismo del segundo. En una ocasión en la que le reivindicaba la dimensión mística del filósofo vienés, me miró irónico sugiriendo que al Wittgenstein místico le faltaba glucosa en el cerebro y me mandó a la cafetería a que me tomase un café con leche con doble ración de azúcar. Su humor no era anecdótico, sino consustancial a su práctica docente y su praxis filosófica, como sucedía con Sócrates o los maestros zen, ya que era su forma de decirnos que estuviéramos atentos a la realidad, a la singularidad irreductible del caso concreto donde hay más verdad que en los supermegahiperconceptos tan queridos por los que aman más la jerga de la impostura que el saber verdadero. Acero nos enseñó que era posible ser a la vez densos y claros, como Quine o un buen chocolate a la taza.

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Decía Nabokov que la amargura de una vida interrumpida no es nada comparada con la amargura de una obra interrumpida. Pero Acero estuvo trabajando con las ideas y los alumnos hasta el final, muriendo con las botas filosóficas puestas y el nudo de la corbata correctamente abrochado, algo que nos llenaba a sus discípulos de tranquilidad y esperanza en estos tiempos de confusión conceptual y delirios morales. Como marineros que en mitad de una tormenta, o bajo el fuego enemigo, contemplan al capitán manteniendo la calma en el puesto de mando y piensan "bueno, vamos a morir todos, pero al menos lo haremos con una chorreón de orgullo, dignidad y ron". En una ocasión, un catedrático de Filosofía me comentaba extasiado que Acero había hecho buenos comentarios de un libro suyo, como si eso ya fuera suficiente para justificar la publicación de la obra. Y lo era. Obviamente, recomiendo leer sus libros y papers porque escribió sobre lo mismo que cualquier Premio Planeta pero de una manera inteligente: de la verdad y del amor, de los pensamientos claros y los deseos oscuros. Y lo que se lee, se cría. Claro que se perderá el tono de su voz, una especie de falsete muy musical que le daba color a una de sus principales virtudes como filósofo: era capaz de hacer aterrizar el más abstruso concepto con el ejemplo más de andar por casa. No quiero dejar pasar su pasión por la música, a la que también dedicó reflexiones de calado, y el cine. Alguien que es fan de Shostakovich y de La puerta del cielo de Cimino (versión extendida) debería ser inmortal.

Pongámonos místicos. Spinoza decía que al morir hay algo eterno de nuestra presencia que continúa. Todavía conservo los apuntes de Acero de hace cuarenta años y entre líneas se puede sentir la bonhomía y la sonrisa de un profesor que nos guio como si fuese el gato de Cheshire por un país de peligrosas maravillas filosóficas donde hay habitaciones chinas, cerebros en cubetas, una Tierra gemela donde al agua no es H2O y filósofos persiguen a sofistas armados de atizadores, falacias y reducciones al absurdo. Acero nunca nos amenazó con atizadores, mucho menos nos castigó con falacias, sino que nos brindó su artesanal ejemplo sobre cómo leer con cuidado, escribir con valor y pensar lo impensable. Ahora, a ver si somos capaces de estar a la altura, sería el mejor homenaje.

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