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Santiago Navajas

Por toda la eternidad

Bacall y Bogart por fin vuelven a estar juntos, en el cielo o en el infierno, dependiendo de las leyes antitabaco de cada lugar.

Jean-Luc Godard hizo famosa la sentencia de que sólo hace falta una chica y una pistola para hacer cine. Y si es la chica la que empuña la pistola, como Peggy Cummings en El demonio de las armas, pues miel sobre hojuelas. Pero a Lauren Bacall no le hacía falta empuñar un arma, eso se lo dejaba a Humphrey Bogart, para resultar mortal de necesidad. Gracias a los monográficos que les dedicaba RTVE cuando se aproximaba a ser un servicio público, descubríamos de niños en la pequeña pantalla la obra, en el hoy proscrito blanco y negro, de Joseph von Sternberg, Orson Welles o Howard Hawks. Y, de paso, nos enamorábamos perdidamente de Marlene Dietrich, Rita Hayworth y Lauren Bacall.

Betty Joan Weinstein Perske trabajaba de acomodadora en un cine y seguramente allí vio algunas películas de los dos hombres que la hicieron actriz. Howard Hawks había realizado ya algunas obras maestras –como La fiera de mi niña (1938) o Sólo los ángeles tienen alas (1939)– y Humphrey Bogart interpretado Casablanca (1942) cuando descubrieron e inventaron a la joven estrella Lauren Bacall: mirada penetrante, voz grave, maquillaje natural, más ruda que el propio Bogart y al tiempo más suave que una voluta de humo. Lauren Bacall transmitía la delicada energía de una pantera. Una chica para después de una guerra mundial. Los dos se enamoraron de ella pero Bogart debió de silbar mejor, porque fue el que se la llevó al altar, a pesar de que podía haber sido perfectamente su padre, y protagonizó una de las más bellas historias de amor cinematográfico tanto dentro como fuera de la pantalla, donde la joven activista lo arrastraba a manifestaciones contra el macartismo. Protagonizaron juntos Tener y no tener (1944), El sueño eterno (1946), La senda tenebrosa (1947) y Cayo Largo (1948).

Pero esa chica que se derretía en las primeras secuencias rodadas con Bogart se hizo una actriz por derecho propio y ya alejada de sus pigmaliones rodó alguna joyas como la sofisticada comedia de Vincente Minnelli Mi desconfiada esposa (1957), el turbador melodrama de Douglas Sirk Escrito sobre el viento (1956) o, la última vez que la vi, un capítulo de Los Soprano en el que exclamaba: "Oh Jesus, my fucking arm!". Quizás la única gran película que no le gustó hacer, a posteriori, fue Cómo casarse con un millonario (1953): en las fotos del estreno el bueno de Bogart no saca el ojo del escote de Marilyn Monroe ni un instante...

Del mismo modo que se había negado con veinte años a que le modificaran el rostro siguiendo los criterios de Hollywood (de casi eliminar las cejas a depilar hasta la línea de nacimiento del cabello pasando por modificar los dientes), también se opuso a la dictadura del bótox y la cirugía estética de la actualidad y había envejecido naturalmente, con cada arruga en su sitio, sin perder por ello la belleza entre dura, melancólica e irónica que la había caracterizado.

Si Gustavo Adolfo Bécquer se hubiese preguntado qué es cine en lugar de poesía, seguramente hubiese puesto como ejemplo a Lauren Bacall fumando delante de Humphrey Bogart en Tener y no tener, tirándole las cerillas después de haberle tirado los tejos. Ahora por fin vuelven a estar juntos, en el cielo o en el infierno, dependiendo de las leyes antitabaco de cada lugar. Que fumen en paz por toda la eternidad.

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