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Los problemas de Grecia a través de los ojos de un adolescente gay

Xenia es una historia dramática con grandes dosis de humor que habla de racismo, xenofobia y crisis.

Xenia es una historia dramática con grandes dosis de humor que habla de racismo, xenofobia y crisis.

El domingo el Festival Internacional de Cine de Gijón abría con Xenia, del director griego Panos H. Koutras, que refleja problemas por los que atraviesa Grecia como el racismo, la crisis o la xenofobia a través de una historia conmovedora, divertida y surrealista a partes iguales. La elección del título no es casual, por un lado hace referencia a una cadena de hoteles que proliferaron por toda Grecia a finales de los 50 y que hoy día están abandonados y por otro a su significado. El director explicaba a esRadio que "Xenia puede traducirse como hospitalidad, los griegos siempre han sido muy hospitalarios", algo que no se da ahora con el auge de los mensajes racistas.

La historia se centra en Dany, un chico de 16 años que parte de Creta a Atenas en busca de su hermano de 18 años para comunicarle la muerte de su madre, un dramático suceso que además los convierte en apátridas. Su madre era albanesa y su padre griego, pero éste nunca los reconoció y los abandonó cuando eran unos niños. En Grecia prima el parentesco sobre el lugar de nacimiento por lo que a todos los efectos son albaneses aunque hayan nacido y crecido en Grecia. Ambos deciden entonces buscar a su padre para conseguir la nacionalidad.

Si Dany ya no tuviera suficientes problemas, tiene que enfrentarse además al rechazo del resto de albaneses por ser homosexual, "una minoría dentro de otra minoría" como lo describe el director. Aunque por el argumento pueda parecer un drama de los que hay que ver pañuelo en mano, lo cierto es que Panos ha sabido dosificar a la perfección las dosis de drama y las de humor. E incluso las de fantasía.

Pinchazo del cine indie

La siguiente película a concurso confirmó la tendencia a la baja de uno de los directores habituales del Festival de Sundance, la meca del cine indie por excelencia. Se trata de White bird in a Blizzard de Gregg Araki basada en la novela de Laura Kasischke con la popular Shailene Woodley (Divergente, Bajo la misma estrella...) y la magnífica Eva Green. La historia, ambientada a finales de los 80, intenta ser una demostración fallida por poco creíble de que las familias perfectas no existen.

Shailene interpreta a Kat, una joven de 17 años que en plena tormenta emocional y revolución hormonal, con descubrimiento del sexo incluida, vive la desaparición de su madre (Eva Green) sin dejar ni el más mínimo rastro. Sorprendentemente a Kat no le preocupa en absoluto y dedica toda su atención a intentar tener sexo con su novio tras escuchar los consejos de sus amigos raritos de manual.

La explicación que nos intenta vender el director mediante flashbacks es que la madre estaba desquiciada porque se sentía encerrada en el cliché de ama de casa americana. Araki debería haber ambientado entonces la película en los 50 y no en 1989. Ante tan extraño suceso, la Policía tampoco pone mucho interés en buscarla mientras seguimos viendo en falshbacks que la madre ansiaba la vida de su hija y seducía al novio de ésta que en el presente se lo está contando a una psicóloga.

Para que la historia termine de ser poco creíble, el puzzle que Kat va componiendo con las historias de lo que pasó en los meses anteriores a la desaparición de su madre y que apuntan en una única dirección parece estar destinado al espectador porque la narradora no lo ve, y mira que ella lo dice clarito. Para reconfirmar la teoría principal, Kat tiene unos extraños sueños en los que su madre le pide ayuda bajo una tormenta de nieve. Al final, se va la luz y cuando vuelve pillan al mayordomo que sólo salió en una escena con el cuchillo en la mano. Y sólo puedes decir, "venga ya".

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