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Juan Manuel González

Crítica: 'El Puente de los Espías', de Steven Spielberg

En un mundo perfecto, una película como 'El Puente de los Espías' sería recibida como el acontecimiento cinematográfico del año.

En un mundo perfecto, una película como 'El Puente de los Espías' sería recibida como el acontecimiento cinematográfico del año.
El puente de los espías | Fox
Póster El puente de los espías
Puntuación: 10 / 10

En ocasiones damos ciertas cosas por sentado. Como, por ejemplo, cada vez que Steven Spielberg estrena una película, hecho que sigue siendo considerado (creo yo) como una buena noticia, pero que sin duda debería despertar más entusiasmo general. Sobre todo en casos como esta El Puente de los Espías, una película que en un mundo perfecto sería aclamada no sólo como un buen filme, que lo es, sino un puro y duro acontecimiento. Porque la nueva aportación del realizador de Tiburón y Encuentros en la Tercera Fase al thriller, variedad Guerra Fría, es justo eso: una nueva proeza que merece todos y cada uno de los elogios recogidos hasta ahora, pero también algunos más. Me asusta pensar no tanto en sus resultados en taquilla (correctos en un filme de sus características) sino más bien en el más que probable olvido en los próximos Oscar. Quizá la soltura y claridad con la que Spielberg lleva a cabo el denso guión lleva a equívocos sobre su calidad real (precisamente lo que decía, a dar ciertas cosas por sentado).

Inspirada en hechos reales, la película sigue a James Donovan (Tom Hanks), un abogado de Nueva York especializado en seguros que, por petición de la CIA, se ve involucrado en un caso que pone en jaque a todo el país y hasta el destino del mundo: la defensa del espía ruso Rudolf Abel (Mark Rylance) y el rescate de un piloto norteamericano capturado en el frente enemigo, que podría hacer estallar por los aires el precario equilibrio de la Guerra Fría.

Thriller histórico, relato de espionaje, retrato dramático de personajes. El puente de los espías se mete en todos los fregados, incluso en la comedia doméstica, y siempre lo hace bien. Con un tono no exactamente ligero, pero que ni siquiera obvia el humor, el director jamás relativiza la tragedia (y la prueba sería la sensación de peligro constante que impregna el relato una vez que Donovan penetra en Alemania Oriental), y no necesita cargar las tintas en lo sombrío para sumergir al espectador en la historia. Spielberg sabe que cuenta con dos actores como Tom Hanks y -atención- un impresionante Mark Rylance, cuya dulzura nunca va en detrimento de la firmeza con la que sus personajes defienden sus ideales, y los explota al máximo nivel. "¿Ayudaría si me preocupo?" es la frase preferida de Rudolf Abel, el personaje del segundo: un espía ruso al que Spielberg jamás considera un indeseable, a quien evita retratar como un terrorista porque al fin y al cabo forma parte del mismo (mortal) simulacro que Donovan.

Con una claridad prístina, El Puente de los Espías consume sus más de dos horas de duración en un suspiro. Pero da lo mejor de sí en su segunda mitad, cuando entrelaza los destinos de los dos prisioneros (más bien tres) y pone contra las cuerdas al personaje de Tom Hanks, que vuelve a demostrar que no hay nadie como él para retratar al hombre común, o al menos a uno cuya aflicción y el excesivo peso de los acontecimientos no le impide valerse de sus habilidades y cualidades en la peor de las situaciones. Solo, más allá del Muro y sin ni siquiera un abrigo, el funcionario James Donovan se crece ante la adversidad, demostrando que no estamos ante un perro viejo sino ante un verdadero sabueso, un peón del Gobierno que empieza a actuar como un verdadero americano (o una persona con ética, sin más) una vez se le deja suelto en el terreno de juego. Descubrir esa abnegación, de tintes casi rebeldes, a través de la interpretación cordial (nunca sentimentaloide) del actor de Philadelphia y Forrest Gump es, para quien esto escribe, el placer cinematográfico del año.

Porque El Puente de los Espías es una película sobre principios (debería escribirlo en mayúscula), no tanto sobre la paranoia, el fanatismo o el terror. Pero no se lleven a error: por eso mismo hace falta, y en ningún momento resulta pacata. Como si de un prólogo de la lucha contra el terrorismo actual se tratase (de nuevo, Spielberg no está haciendo sólo cine de época, sino que habla de una actualidad rampante) lo que se plantea es la aspiración/necesidad de un estilo de vida honesto más allá de esa comedia -así lo llaman en una escena- que tanto Donovan como Abel se ven obligados a representar. Para cualquiera que conozca el modus operandi del director, la respuesta a los problemas está clara, y resulta bienvenida: no estamos ante una apología del pesimismo o la inevitabilidad -ya saben, vivimos tiempos en los que cinismo y oscuridad equivalen a profundo e inteligente en el libro de estilo de algunos-, sino ante una obra que deja la ventana abierta a la esperanza. Y aquí entra el guión de los hermanos Coen y Matt Charman, probablemente perfecto, que otorga complejidad, densidad y hasta ironía a los acontecimientos, ensalzando aún más esos principios que fundamentan la Constitución que Donovan va a defender donde sea necesario, desafiando el simplismo de una oda patriótica barata en la que, en manos de otro, el asunto podría haber derivado. Pero lo que brilla siempre es la manera de filmar de Spielberg. Elegante, clásica pero de un dinamismo inigualable, es en sí misma un reflejo contundente de esas ideas: la seguridad con la que plasma en pantalla los distintos espacios (ya sea un exterior de Brooklyn como un interior en la embajada rusa) convierte El puente de los espías en un prodigio cinematográfico imposible de ignorar.

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