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Juan Manuel González

Crítica: 'Hasta el último hombre', de Mel Gibson

'Hasta el último hombre' es una película bélica que demuestra las excelentes aptitudes como director de Mel Gibson.

Desde que el anterior largometraje dirigido por Mel Gibson, Apocalypto, se estrenase en cines, han pasado casi exactamente diez años. Una década en la que han sucedido muchas cosas en la carrera del actor de Arma Letal, bastantes de ellas no demasiado buenas, tanto que una gran cantidad de detractores han podido hacer la suya propia haciendo eso que tanto placer nos proporciona: derribar una figura pública en un evidente momento de colapso. Tanto es así que todavía hay reportajes que diseccionan los escándalos personales que llevaron a Gibson de cabeza a la lista negra de Hollywood, realizados con una minuciosidad y vehemencia que extraña, pese a (o precisamente por) tratarse de un director ganador del Oscar por Braveheart y de un filme tan arriesgado, inédito y violento -también finalmente exitoso- como fue La Pasión de Cristo, allá por el año 2004.

Pero también han sido diez años de espera para todos aquellos que, lamentando y desaprobando decisiones de su vida personal, hemos esperado pacientemente el regreso de Gibson, ya sea delante como detrás de las cámaras, porque apreciamos y nos divertimos con su aportación cinematográfica en ambas facetas. Que es, al fin y al cabo, de lo que se trata. Tras varios intentos en falso éste tuvo lugar este mismo verano con un modesto pero apreciable filme de acción, Blood Father, en el que Gibson hablaba a través de su personaje en una historia de redención y violencia (de esas, sí, que tanto odian los que detestan al australiano, pero quizá aplauden si vienen arropadas por directores "de etiqueta negra" como Gaspar Noé o Lars Von Trier). Pero ha habido que esperar a la presente Hasta el último hombre, una cinta bélica basada en la vida de Desmond Doss, el único objetor de conciencia en recibir la Medalla de Honor y que en la pantalla interpreta con perfecta sencillez un Andrew Garfield que debería ser nominado al Oscar, para que éste se produzca con todas sus consecuencias.

Hablemos claro: Hasta el último hombre es, sin lugar a dudas, el único largometraje verdaderamente épico estrenado en este 2016. Lo es a pesar de sus defectos, de cierta simpleza en sus compases iniciales, dedicados a presentar un romance y una serie de estampas sólo aparentemente plácidas de la vida rural en la América Profunda… y que que dan pie al comienzo del meollo, cuando Doss se alista al Ejército en plena Segunda Guerra Mundial y rechaza tocar arma alguna durante su entrenamiento. Gibson, gracias a su talento como narrador, consigue realizar una cinta fundamentada en valores aparentemente tradicionales y apoyada en símbolos religiosos mostrados sin intención aleccionar al espectador. Dirigido a generar emociones puras y sentimientos encontrados pero sin perder el hilo en subtramas o momentos inútiles, y quizá porque el realizador sabe lo que nos aguarda en su segunda mitad una vez la cinta se traslada de EEUU a Okinawa, Gibson nos enseña sin tapujos la bonhomía (lindante con la cursilería) de Doss, un chico de campo tradicional al que observa con comprensión, simpatía y humanidad. Y todo lo demás que se diga aquí serían dobles sentidos e interpretaciones malévolas.

Antes hemos mencionado la segunda mitad del filme. Porque en ella todo ello, literalmente, vuela por los aires en una enorme y feroz batalla rodada por Gibson con un sentido del ritmo, del espectáculo y del drama humano absolutamente atronadores, donde los cuerpos humanos vuelan por los aires, las tripas asoman por doquier y en la que el horror y el valor humanos asoman a cada instante. Una experiencia cinematográfica pura que, como tebeo de hazañas bélicas, haría palidecer a cualquier filme de superhéroes y acción estrenado este año por su intensidad y emoción, pero realizado por Gibson con una intencionalidad moral y ética poco habitual en la moda imperante. Y, sobre todo, contado de maravilla, porque no confunde eso, intencionalidad, con insistencia, porque no sacrifica claridad por cantidad. Porque se trata de un filme que no se avergüenza de intentar ser tan emocionante como sea posible.

Hasta el último hombre es, como Braveheart y La Pasión, la historia de un tipo que tiene algo de iluminado, cuyas férreas convicciones se deben a una compleja aleación de traumas personales, creencias tradicionales y elecciones personales expuestas por Gibson con tanta claridad como simpatía y vehemencia, de una manera que solo podría acometer un director sin miedo a ser tildado de reaccionario o ingenuo. Al contrario: verdadera oda a la tolerancia y la integración, Hasta el último hombre es de todo menos eso, reaccionaria e ingenua. Lo que sí que es es una cinta brutalmente honesta narrada con un trazo increíblemente limpio en la que Gibson recurre al imaginario religioso de su protagonista y en la que, eso sí, evita en todo momento situarse por encima de Doss, juzgar unas creencias religiosas que dan sentido a la vida de una persona en un momento de crisis de proporciones apocalípticas… Gibson utiliza esa simbología sin ningún tipo de miedo y aborda esa ingenuidad como una virtud en desuso, seguro de que es la única manera en ensalzar una figura como la del espigado Desmond Doss.

Un tipo que es de todo menos, precisamente, ridículo; que se fue a la guerra con una Biblia en vez de un arma pero que salvó a tantos soldados como le fue posible (y fueron decenas de ellos). Estamos ante una cinta sobre la búsqueda desesperada de un sentido incluso en las peores circunstancias posibles, realizada en un momento en el que el caos (informativo, moral, intelectual) campa a sus anchas por el mundo. El resultado es extrañamente reconfortante y épico, pese a la abundancia de momentos violentos que fascinan más a los detractores de Gibson que al propio director. Muy pocas veces un filme ha navegado de lo cursi a lo sangriento, así como del drama humano a la cinta de acción bélica, con tanta convicción y pulso cinematográfico como la presente. Hasta el último hombre tiene todos los elementos para despertar el odio de la progresía, salvo el hecho de que es una película magnífica, inteligente, emocionante, entretenidísima, brutal y tremendamente profunda y reconfortante.

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