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Ana de la Morena

'La La Land': Sólo los estúpidos no se dejan engañar

La La Land tiene todos los vicios que le achacan y, seguramente, algunos más, pero también todas las virtudes

La La Land tiene todos los vicios que le achacan y, seguramente, algunos más, pero también todas las virtudes
Ryan Gosling y Emma Stone en La la Land | Fotograma La la Land

Mi abuela veía de pie las películas de los sábados después de comer, apoyados la espalda en una pared y los brazos en una silla vacía que situaba delante. Y hablaba con los protagonistas. Todo el rato. Si el malo iba a atacar al bueno por detrás, ella le avisaba; si la chica tonteaba con el golfo y hacía sufrir al chico bueno, ella se lo afeaba. A nosotras, sus nietas, nos daba mucha risa, pero cuando le advertíamos de que lo que estaba viendo no era real y que no podían escucharla, su enigmática respuesta nos dejaba descolocadas: "Ya lo sé, es cine, no intenta engañarme así que, ¿qué razón puede haber para no dejarme engañar?".

Entre las alas de un ángel y todos los bares del mundo

Eso, nada más y nada menos, es La La Land. Cine. Con todos sus vicios y sus virtudes, pero Cine. El único lugar donde la chica invisible de los castings que sueña con ser Ingrid Bergman y el chico desubicado que vive para el Jazz en un mundo que ya lo ha olvidado pueden encontrarse en el momento perfecto para vivir una maravillosa historia de amor. Y, en medio de ella, cantar y bailar al son de una deliciosa BSO, lucir un Omega con correa de piel en la muñeca, conducir un Buick Riviera, usar teléfono móvil, recibir la oferta de su vida tras protagonizar un monólogo propio, pasear como reyes cogidos del brazo por el puente de la calle Colorado de Pasadena y tener como escenario el mismísimo firmamento cuajado de estrellas, para terminar siendo quienes soñaron que serían, sin corromperse en el sentido real pero a costa de hacerlo en el cinematográfico.

Porque eso es el Cine. El lugar donde después del primer beso, ese que no se consigue hasta la tercera o cuarta, siempre hay un fundido en negro. ¿Qué razón puede haber, entonces, para no dejarse engañar?

El Cine. El lugar donde, también, nos venden como si fuera la pre-post ópera prima de un chico soñador y virtuoso que nunca pensó en el taquillazo lo que en realidad es una superproducción con toda la maquinaria de creación y venta hollywoodiense puesta a su servicio. El lugar donde sin disimulo se puede sostener parte importante de la trama en la falacia de que el Jazz es un género olvidado para así regalarnos una banda sonora y una estética perfectas. El lugar donde actores que no cantan ni bailan ni tocan instrumentos, cantan, bailan y tocan el piano con el descaro de los que nacieron para ello. El lugar donde se da por seguro que basta con que se pretenda que existe un conflicto vital con tintes de leyenda romántica imposible donde no lo hay ni por asomo, para que lo haya.

Porque eso es El Cine. El lugar donde el cielo es escenario de baile y destino de ángeles que hacen tintinear una campana tras ganarse sus alas. El lugar donde ella, entre todos los del mundo, siempre acaba entrando en el bar de él. ¿Qué razón puede haber, entonces, para no dejarse engañar?

La ciudad de las estrellas

Todos hemos sido alguna vez la chica invisible o el chico desubicado. Esos que nunca se encontrarán en el momento perfecto para vivir una maravillosa historia de amor porque en la realidad las dos míticas palabras, "The End", nunca aparecen cuando debieran. ¿Qué razón puede haber, entonces, para no dejarse engañar?

La La Land tiene todos los vicios que le achacan y, seguramente, algunos más, pero también todas las virtudes, y con ellas consigue aquello que El Cine quiere de nosotros desde el primer fotograma de su historia: la rendición a su impostura no disimulada; que defendamos durante dos horas y sin asomo de duda alguna que la ciudad de las estrellas es aquella en la que siempre luce el sol.

Así que, si aceptan mi consejo, vayan a verla y disfrútenla un montón. No sean tan estúpidos como para no dejarse engañar. Incluso aunque al final siempre haya que pagar el precio de recordar, tras encenderse las luces de la sala, que en esa urbe de pegadiza cadencia que empezó siendo el pequeño Pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles en el que construimos nuestros sueños, es donde han terminado instalándose nuestros demonios.

Porque eso, también, es El Cine.

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