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Juan Manuel González

Crítica: 'John Wick. Pacto de Sangre', con Keanu Reeves

Espléndidamente rodada, montada y fotografiada, si John Wick 2 no es una obra maestra en lo suyo es porque tampoco le hace falta. 

John Wick. Pacto de Sangre, secuela ampliada y corregida del original, no hace más que confirmar el estatus de culto de John Wick, inexplicablemente nunca distribuida en cines en España y vista solamente en plataformas digitales. Dejando de lado lo esquivo de esta clasificación, la de culto (lo otro mejor dejarlo a un lado) el título resulta absolutamente merecido para ambos filmes, que dicho sea de paso no han ido nada mal en la taquilla USA: mientras otras películas de acción dan la impresión de ser estúpidas per se, la desnudez argumental de John Wick parece un ejercicio intelectual deliberado, apenas maquillado por la ostentosa e hipnótica manufactura visual del producto. Su humor negro, abundante pero en cierto modo soterrado, tampoco va en detrimento de la credibilidad de su apuesta, por muy pirotécnicos (y sangrientos) que sean sus tiroteos.

Si no tienen paciencia para conceder tiempo a un título de estas características, yo se lo resumo. Estamos ante un filme perfecto en sus propios términos; también en el que no hacen falta muchas explicaciones en un guión concebido como una mera, pero bien medida pauta para la pirotecnia y la creación de atmósferas. Pero sobre todo para la construcción de una leyenda mucho más que una historia. En Pacto de sangre, como en la primera John Wick, el personaje es pura fuerza de voluntad más que una personificación; una fuerza casi cósmica y simbólica carente de todo matiz psicológico o social que sirve una ocasión de oro para su intérprete, Keanu Reeves, para que su habitual interpretación acartonada resulte simplemente perfecto, paradójicamente verosimil. Un fantasma, si quieren. En consecuencia, todo en la película consiste simplemente en ir de A a B sembrando el caos, en solucionar un agravio o desafío inicial en un itinerario de muerte y destrucción que tiene lugar en un mundo obsceno y atrayente, nocturno y elegante, y que culmina en la aniquilación de (muchos, muchos) enemigos.

Todo esto parece simple, pero no hemos nombrado todo aquello que hace especial la particular fusión de acción, western y cine de samuráis que propone el filme dirigido, esta vez en solitario, por el ex especialista Chad Stahelski. Un seco humor negro presente a lo largo de todo el largometraje, una violencia desmedida (pero nunca sádica) y un personaje absolutamente icónico que marcará (y si no, al tiempo) el estatus de estrella de su protagonista, Keanu Reeves, son los más evidentes. Por no hablar de la evidente apuesta de filmar con pulcritud, pero extremo dinamismo, todo lo que ocurre ante la cámara, sin maquillajes digitales al margen del despliegue en decadentes, exclusivos y lujosos escenarios urbanos.

Pero sobre todo, la creación de un mundo paralelo dentro del nuestro: en John Wick. Pacto de sangre se desarrolla (a veces quizá demasiado) esa noción existente en la primera de que todo esto sucede, como dice Lawrence Fishburne en la presente, "por debajo de la mesa". Wick se mueve en un mundo lujoso y de diseño, una pesadilla sexy, melancólica y nocturna, y lo hace en virtud de un código de asesinos del cual solo atisbamos un puñado de sus reglas y que parece suceder en paralelo al nuestro. Secuencias como la larga persecución en el metro, donde no hay ni una sola víctima civil (y aunque la hubiese, ni importaría: la cámara de Stahelski ni siquiera nos dispensa con un plano de reacción o sorpresa de los pasajeros) nos indica que las disputas que se libran en este mundo paralelo de asesinos, allí se quedan: no hay Policía, no hay autoridades, no hay FBI. En John Wick se renuncia a la búsqueda de toda relevancia social para ofrecer cine especializado, puro y con cierto nivel de abstracción, pero en el que el simbolismo no busca significar al margen del conflicto de fuerzas. Dicho de otro modo, no hay significación sociopolítica y tampoco una mera oferta de espectáculo referencial, pese al legado evidente de varios géneros que se respira en el filme. En John Wick hay una apuesta cinematográfica propia y ésta es -esto es lo opinable- toda diversión.

Bien es cierto que en la secuela, más grande, larga y sin cortes, se corre el riesgo de destapar demasiado de esa fuerza abstracta que es Wick, un tipo que no arregla, no salva, y pese a las apariencias, ni siquiera se venga, descubra demasiado de su identidad. Hay tormento en el personaje, pero no el que podríamos esperar de un thriller de acción contemporáneo. También mucha compasión, pero no deriva de ningún sentimiento que no sea la profesionalidad. El personaje, para empezar, nunca duda el poder encontrar la paz una vez sus enemigos sean aniquilados, no hay afectación en este punto. Tampoco un ápice de temor por su vida ("mándame a los que quieras", reta Wick a otro personaje al final del largometraje). Y todos en el universo ficcional paralelo donde vive Wick están regidos por otra moralidad diferente, donde el primer punto en común es el absoluto pánico a la figura del propio John, lo que proporciona no pocos momentos hilarantes que quizá no sean del agrado de todos. En esta ocasión el personaje es humanizado con un par o dos de decisiones morales (como en la espléndida secuencia del jacuzzi) pero el riesgo de caer en la parodia se soluciona en, precisamente, el momento más exagerado de todos: una tremenda escena final con ecos de La Invasión de los ladrones de cuerpos que de paso nos promete una tercera parte que no debería tardar demasiado en llegar.

Todo en John Wick 2 rezuma clase, empezando por sus escenarios (una galería de arte contemporáneo, unas ruinas romanas clásicas). Espléndidamente rodada, montada y fotografiada, si no es una obra maestra es porque no le hace falta.

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