La época de oro de los musicales de Hollywood se establece entre los años 30 y 50, aunque si somos más rigurosos diremos que transcurrió en el primero de esos decenios, cuando todavía las películas eran en blanco y negro. Nadie pudo disputarle a Fred Astaire la valoración de ser el mejor de todos los bailarines y coreógrafos. Su carrera aún duró mucho más, en los últimos tiempos ya alejado de la danza cuando intervenía como actor en filmes dramáticos. Nos han quedado también sus canciones, sobre todo éstas: Night and day, de Cole Porter, año 1932, El Continental (1934) y Cheek to cheeck. Recordarlo hoy cuando se cumplen treinta años de su muerte, este jueves 22 de junio, significa evocar toda una leyenda. En su estilo, nadie lo ha superado, creemos. Y si alguien se acercó al maestro, sin ensombrecer su fama, fue su mejor alumno, Gene Kelly.
No se llamaba tal y como ha pasado a la historia, sino Frederick Austerlitz, apellido con ecos napoleónicos. Ya a los cuatro años empezó a estudiar ballet junto a su hermana Adela. En 1907 formaron pareja de baile. Adoptarían profesionalmente el apellido Astaire, al parecer prestado de un familiar. Fueron muy celebrados en los escenarios de Broadway y también en Londres. Ella se casó con un lord británico y se retiró en 1932. A partir de entonces es cuando comienza la gran carrera de Fred Astaire. Aunque, por cierto, cuando hizo sus primeras pruebas para la entonces todopoderosa RKO, uno de sus directivos subestimó sus cualidades como bailarín, y además le pronosticó que con la cara que tenía, su prominente barbilla y una ya visible calva, su futuro cinematográfico le parecía incierto. No obstante le firmaron un contrato pero, a las primeras de cambio lo traspasaron provisionalmente (algo que se hacía entonces en Hollywood) a otra productora, la Metro, con la que filmó en 1933 su debut en la pantalla, sin ganar un dólar por causas de aquel inesperado traspaso, Alma de bailarina, junto a Joan Crawford. Retornó a la RKO donde su magnate David O´Selznick le procuró el trampolín que lo lanzaría al estrellato, Volando a Río donde, dejando a un lado a su protagonista, Dolores del Río, fue emparejado con una exuberante rubia, por entonces desconocida, que iba a dar mucho juego en el Séptimo Arte: Ginger Rogers.
Un año afortunado para él ese 1933, pues se casó con quien iba a ser la mujer de su vida, su gran amor, Phillis Livingston Potter, que le daría dos hijos: Ava y Fred. Formaron un matrimonio muy unido hasta que la muerte de ella los separó en 1954, dejando al bailarín profundamente desconsolado y deprimido. Se cuenta que Phillis había heredado una considerable fortuna familiar y, además, se reveló como excelente administradora de cuanto ganaba su esposo, revisando sus contratos, e invirtiendo con acierto en varios negocios.
La pareja Fred Astaire-Ginger Rogers fue protagonista de diez filmes. En Volando a Río causó sensación el número musical "Carioca", tema brasileiro que se haría popular en todo el mundo. Lo merecía, porque los ensayos fueron arduos y duraderos. Le seguirían: La alegre divorciada, Sombrero de copa, Roberta (donde apareció en una colaboración especial la legendaria Irene Dunne), Ritmo loco, Amanda… Fred Astaire, salía en aquellos años 30 en la pantalla vestido de etiqueta, con fraque, en tanto Ginger Rogers no se quedaba atrás en elegancia, mostrando ropajes de alta distinción. Formaron una pareja de época. Siendo ella una atractiva estrella, notable actriz, y excelente bailarina, nadie puso jamás en duda que en cada número musical él imponía su magisterio, moviéndose como si tuviera alas. Se apuntaba que ella resultaba más moderna, en tanto Fred aportaba clasicismo. Aquellas diferencias en el baile que la crítica más exigente reseñaba acabó por hacer mella en el carácter de Ginger Rogers y, como fuera de los estudios cinematográficos se llevaba fatal con Astaire resolvió abandonarlo para siempre, lo que ocurrió en 1940.
A partir de entonces Fred Astaire no acusó en absoluto la marcha de su compañera de baile, pues formó otras parejas de deslumbrante recuerdo con Eleanor Powell, Judy Garland, Rita Hayworth, Betty Hutton, Ann Miller, Jane Powell, Leslie Caron… Sin olvidarnos de cuando tuvo a su lado a otras luminarias, aunque no bailaran: Joan Fontaine, Paulette Godard y Audrey Hepburn. En la década de los 40 pocos galanes podían vanagloriarse de tener entre sus brazos a estrellas de tamaño talento y atractivo.
La nostalgia es un sentimiento que a menudo se ha tratado en el cine. Los espectadores suelen ser muy receptivos cuando vuelven a disfrutar en la pantalla de sus antiguos ídolos. Es lo que sucedió en 1949, al prepararse el rodaje de Vuelve a mí, una cinta en principio prevista para que Judy Garland y Fred Astaire fueran los protagonistas, pero el personaje elegido para la heroína de El mago de Oz acabó en manos de Ginger Rogers quien, sin rencor, retornó junto a su detestado compañero. El argumento de aquella película que los reunió por última vez tenía en cierto modo bastante que ver con sus vidas, pues retrataba a un matrimonio de bailarines que llegaban a la ruptura cuando ella decidía dedicarse a la comedia dramática para convertirse en Sarah Bernhardt, en un trasunto biográfico teatral. Lo pasaron bien durante el rodaje, riéndose mucho al aparecer vestidos ¡de escoceses!, con esa faldita que desde luego a los hombres jamás ha favorecido. Y de nuevo la magia del swing, del claqué, cantando y bailando se adueñaba de la pantalla con aquellos dos genios. Reconocía él que no cantaba bien, pero no hay nada más que volver a escuchar algunas de sus melodías para contradecirlo.
En la década de los 60, cuando los musicales de Hollywood ya no tenían el brillo de antaño Fred Astaire comprendió que su momento como bailarín y coreógrafo había llegado a su fin y, sin renunciar a su arte interpretativo, se dejó contratar en películas donde ya no tenía que danzar como los ángeles, subiéndose incluso por las paredes como acaeció una vez por efectos del trucaje. Fueron treinta y uno los musicales en los que tomó parte. Y rodó filmes donde puso de relieve su faceta dramática. En La hora final, por ejemplo. Llegado el año 1974 fue el narrador de una película antológica con fragmentos de los mejores musicales, Érase una vez en Hollywood, que tuvo una segunda parte dos años después. Nos dejó ese legado que, por razones que uno no acierta a estas alturas, imagino que económicas y de derechos de autor y de estudios, no se ha editado jamás en vídeo. Al menos yo no he conseguido encontrarlo, si es que existe, repito. Ahí estaba lo mejor del género, más de treinta años de bailes y canciones, donde Fred Astaire era el seductor máximo con sus fantásticas piruetas. Recuerdo que al estreno de la primera parte de Érase una vez en Hollywood en una edición del Festival de San Sebastián vino Ann Miller, superviviente entre sus compañeras de baile.
En 1980, probablemente sintiendo la soledad, y octogenario él mismo, decidió casarse por segunda vez. Había retrasado ese paso, porque no olvidaba a su primera mujer. Esta vez su esposa era muy joven, nada tenía que ver con el cine y el baile: una amazona de nombre Robyn Smith, de treinta y cinco años. Discreto siempre en su vida privada, Fred Astaire no quiso comunicar a nadie el acontecimiento y prefirió que el enlace fuera en la más completa intimidad.
Federico Fellini quiso rendir un homenaje a Fred Astaire y Gingers Rogers, y a todo lo que había representado la pareja en el cine de la comedia musical norteamericana, rodando en 1986 Ginger y Fred, utilizando a una pareja de viejos bailarines a los que se les invita a un programa de televisión, claro está que en tiempos muy lejanos de aquel celuloide en blanco y negro. Giulietta Massina y Marcello Mastroianni bordaron sus papeles y sus personajes, llamados igual que sus admirados ídolos. Las melancólicas escenas de la película estaban trufadas con las ocurrencias humorísticas, el sarcasmo habitual del director de Las noches de Cabiria.
A Ginger Rogers no le gustó que utilizaran su nombre y demandó a la productora. Fuera de ese incidente anecdótico, cuantos recordamos ese filme creímos ver ante todo un homenaje a ambos. Ella falleció en 1995, y Fred Astaire, ya decíamos, hace ahora justamente treinta años, cumplidos este 22 de junio, a consecuencia de una neumonía. En vísperas de su fallecimiento dejó la siguiente frase: "No quería dejar este mundo sin saber quién sería mi sucesor… Gracias, Michael". Probablemente no estemos muchos de acuerdo con su elección, pues se refería lógicamente a Michael Jackson, por otra parte otro genio de la danza pop. Otro estilo, otros tiempos. Sin tratar de compararlos, me quedo con el arte del bailarín aristocrático.