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Juan Manuel González

Crítica: 'Lo que esconde Silver Lake', con Andrew Garfield y Riley Keough

'Lo que esconde Silver Lake' mezcla referencias pop de la generación Nintendo con Hitchcock. Y lo hace con una tesis inesperada.

En el primer capítulo de la serie Girls, la protagonista concebida por Lena Dunham como reflejo (crítico) de sí misma decía aspirar a convertirse en "la voz de su generación". El que encarna, y muy bien, el antiguo Spider-Man Andrew Garfield en Lo que esconde Silver Lake, la nueva película del aclamado autor del filme de terror It Follows, John Robert Mitchell, es más bien el espejo deformado de esa misma generación, un narrador no particularmente fiable a quien, 1) ya le ha llegado la terrible bofetada de realidad, y emprende una huida desesperada hacia el interior, y 2) resulta depositario de muchas emociones distintas, suyas propias pero también del (probablemente incrédulo) espectador.

La película, concebida como la búsqueda opresiva de una rubia de las del cine clásico, es eso mismo: un neonoir de un patetismo y oscuridad que a menudo resultan cómicos, pero que a la vez resulta un portentoso ensayo sobre la utilidad del moderno filme de suspense. Sarah (Riley Keough), la neo Marilyn que decimos, desaparece sin dejar rastro al día siguiente de pasar con Sam una noche llena de promesas inconclusas, la mayoría sexuales. El joven, obsesionado con este sueño puramente masculino, destapa por el camino una conspiración absurda guiada por leyendas urbanas, mensajes ocultos en productos populares y otras máscaras y mecanismos de la realidad. Absurdo, sin duda, pero a la vez sumamente inquietante porque resuena en nuestra (loca, imprevisible) corriente de conciencia.

¿Dónde está la intriga cuando no hay enigma que resolver? ¿Dónde está el misterio que hace que todo valga la pena... cuando ya no hay misterio, cuando no hay nada para ti, cuando todas las cartas se han repartido antes de llegar? El pobre Sam, en su esforzada búsqueda de significado, acaba encontrándolo en una caja de cereales vintage, un objeto más en la inacabable vitrina de parafilias de los coleccionistas pop, de todo aquello que significó y se pasó de moda. Lo que esconde Silver Lake, filme de suspense de contornos conspiranoicos y lynchianos (ya saben: David Lynch como epítome de cierto surrealismo fílmico, ande la burra o no ande) aburrirá, ofenderá y seducirá a partes iguales porque transcurre a caballo entre dos mundos, el real y el interior, sin que Mitchell nos separe ambos de manera tajante. En realidad, sus intenciones están meridianamente claras: se trata de un cuento de desamor (la excelente interpretación de Andrew Garfield en los compases finales lo demuestra) cuya clave está en el mismo título (Silver Lake es un lugar de residencia hipster y otras especies urbanas en la enorme jungla de LA, y que Sam, perseguido por la sombra de la mendicidad, parece ubicar como su particular X en el mapa del tesoro).

Un servidor ha encontrado la película apasionante e inteligente, de lo mejor de este año que termina. Resulta demasiado larga y algo reiterativa, pero nada oculta que estamos ante una rareza fílmica bien apoyada en dos factores: la portentosa ambientación que proporciona Los Angeles y, en sus tripas, el turbulento viaje alucinante al fondo de la mente de la Generacion X que propone Mitchell. Los guiños y referencias, el baño de cultura popular de la película, tiene aquí la finalidad contraria a la habitual y de hecho está destinado a maquillar el fracaso colectivo de toda una generación. La sombra de Hitchcock es alargada, y los románticos guiños a Vértigo o La ventana indiscreta y todo el cine clásico de Hollywood se alternan con Kurt Cobain, Spider-Man y otros iconos de los que crecimos con la Nintendo. La inteligencia de Mitchell es permitir que los disfrutemos y entendamos todos, pero a la vez no fabricar la ya típica reivindicación de la cultura pop en tiempos de Stranger Things: el viaje que emprende el casi desahuciado Sam tiene algo de afirmación colectiva (no puede ser casual que la película comience con una chica limpiando una pintada) pero una no se trata de una precisamente triunfal.

Mitchell ha perpetrado un homenaje al noir que requiere de sentido del humor, porque tiene mucho de broma pesada, pero a la vez realiza un relevante retrato de una obsesión que resulta a la vez entrañable, divertida y desasosegante. Excelente.

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