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Juan Manuel González

Crítica: 'John Wick. Capítulo 3: Parabellum', con Keanu Reeves

John Wick. Capítulo 3: Parabellum es una absoluta gozada para ese niño interior fanático del cine de acción.

¿Se acuerdan de El último gran héroe? En aquel título de culto de Arnold Schwarzenegger (de culto al menos por su injusto fracaso en taquilla), el niño protagonista acudía embelesado a un pase previo de la cuarta entrega de Jack Slater, el héroe de ficción encarnado por la mayor estrella (Schwarzenegger) del mayor género de Hollywood por aquel entonces (el cine de acción). Creo que los aficionados a ese tipo de cine nos sentimos huérfanos de ese actioner salvaje y sin prejuicios, asociado sin asomo de duda a décadas pasadas o relegado a las estanterías de los también extintos videoclubs. Pues bien, la saga John Wick ha acabado, quién lo diría, convirtiéndose en el mejor poema a "ese" aficionado al extinto cine de acción (si bien con un añadido: la influencia visual y conceptual del cine de acción asiático) y lo ha hecho siendo una cosa nueva, sin asomo o intención de apelar a la nostalgia. Con el paso de las entregas, la saga no solo ha crecido en la taquilla (esta tercera entrega, Parabellum, ha amasado en solo dos semanas lo que la segunda, a su vez significativamente más taquillera que la primera) sino reivindicado de nuevo el estrellato de un actor nacido justo en el punto álgido de ese género extinto y que, en realidad, nunca jamás se fue: hablamos, efectivamente, de un magnífico Keanu Reeves.

John Wick. Capítulo 3: Parabellum es una absoluta gozada para ese niño interior fanático del cine de acción, como el que encarnaba Austin O'Brien en El último gran héroe. Su violencia desaforada y feliz, sádica pero de alguna manera adecuada; su narrativa simple pero a la vez pura, feroz; su estética de neonoir alucinado, pero refinado y preciso, dispuesta para el lucimiento de unos actores y especialistas entregados a la acrobacia. Una fusión entre oriente y occidente que en esta tercera película, en virtud del puro exceso de algunos momentos, coquetea definitivamente con la parodia y la exageración del cómic. John Wick, estrenada en España directamente en Netflix, es ya una franquicia de culto; su ascenso a los altares resulta paralelo y similar al del propio personaje titular en la pirámide de asesinos mundial.

John Wick 3 comienza en el preciso instante en el que acabó la segunda. Excomulgado por la misma organización a la que entregó su vida, a John Wick le persiguen todos los asesinos a sueldo de Nueva York, atraídos por la millonaria recompensa de 14 millones de dólares (que, les anticipamos, no hará más que subir). Babba Yagga huye recurriendo a sus escasos aliados y a contrarreloj, incluyendo una muy inesperada en Marruecos, con un único objetivo: sobrevivir para seguir recordando a su esposa. No hay, en realidad, mucho más que contar.

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Halle Berry y Keanu Reeves | eOne

La de John Wick es, en su abstracción, una escalada hacia el mito que no oculta sus intenciones de cuento asombroso. Que El maquinista de la general de Buster Keaton aparezca citada explícitamente en su prólogo en Times Square no puede ser casual, como tampoco cierta sección del filme ubicada en un ballet. Son dos referencias visuales claras, que hablan de la concepción visual del director y antiguo especialista Chad Stahelski, pero analizar de dónde proviene ese eterno combustible es matar la saga. Soportada en una estructura argumental casi de videojuego, con John Wick superando fases a medida que asciende de nivel en busca de una eterna autoridad superior a la que rebelarse, todo en ella resulta de una pureza y contundencia increibles. En Parabellum queda más claro que nunca: esto no es tanto un relato de venganza como una quimérica y alucinación del hombre contra el sistema; un cuento popular en clave de actioner (ruso, chino, americano) sobre deudas y consecuencias. En John Wick todo el mundo conoce a John Wick, su reputación le precede como si de una sublimación de nuestro ego se tratase.

Pero John Wick 3 no sería nada, como las dos anteriores, sin la humildad y monstruoso carisma de Keanu Reeves. Lo que hace aquí el intérprete de Matrix y Speed no es una interpretación usual, y solo es posible cuando uno ostenta una determinada posición en la memoria sentimental del público. Reeves hace parecer fácil lo difícil, y no solo hablamos de coreografías: es una presencia tan absoluta como afable, el espectador es un privilegiado acompañante de un personaje/actor inmerso en su propia montaña rusa. Todo en él es de una apostura casi paródica, y a la vez monstruosamente contundente; Ian McShane y otros intérpretes veteranos solo pueden dejarse arrastrar por su show.

Enumerar las secuencias de acción asombrosas de la película de Stahelski es, hoy más que nunca, tarea inútil. Analizarlas, un trabajo placentero una vez el filme goce de distribución doméstica. ¿Obra maestra? Ni falta que le hace, pero qué diablos: sí.

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