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Juan Manuel González

Crítica: 'Un momento en el tiempo. Waves', de Trey Edward Shults

Waves, que tira la piedra y esconde la mano diluyendo su fatalismo en pura experiencia estética.

Waves, que tira la piedra y esconde la mano diluyendo su fatalismo en pura experiencia estética.

Resulta curioso cómo Un momento en el tiempo. Waves sustituye ese feísmo cámara en mano de colores desaturados tan típico del indie americano para, sin salirse del carril de ese mercado, convertir este melodrama familiar ambientado en Florida en una experiencia sensorial y trascendente de luces estroboscópicas, cambios de formato y exhibición de colores fruto de la última tecnología digital en objetivos de cámara. Esa última es, al menos, la evidente intención del director Trey Edward Shults (Llega de noche) en este drama que, como aquella, también se reserva una última sección concebida a modo de cabriola narrativa sobre la historia de una familia de color bien asentada económicamente (novedad) a la que, eso sí, acecha igualmente la tragedia.

Todo en esta Un momento en el tiempo (Waves) resulta excesivo. Desde su duración hasta su ambición de trascender los límites de su género, al fin y al cabo un romance juvenil teñido de drama familiar y unos nada sutiles toques de thriller. Todo lo escrito hasta ahora, como también su voluntad de contar la historia de una familia afroamericana sin subrayar la cuestión del racismo que toda película concienciada en 2020 debe abordar (y que en realidad rodea toda la historia de manera silenciosa, tremendamente hábil) podría ser interpretado como una virtud. Y ciertamente lo es. Pero cae en saco roto, rotísimo, debido precisamente a las ganas de ejercicio de estilo malickiano filtrado por el tamiz Winding-Refn, a la sobrecarga de tragedia sin amago de sentido crítico y a la falta de discurso al margen de ese look de "serie A" de esta Waves, que tira la piedra y esconde la mano diluyendo su fatalismo en pura experiencia estética.

Pese a que un excelente actor como es Sterling K. Brown convierte en oro cada una de sus secuencias (ver aquella confesión final que comparte con su hija Emily, una también estupenda Taylor Russell, donde la película sí conmueve), a Shults le cuesta horrores llegar al meollo de la cuestión entre tantas imágenes catárticas y publicitarias de jóvenes besándose bajo el agua, sacando la mano por la ventana o vomitando con igual intensidad que hacen pesas. El espectador se siente entre observador e intruso en un drama que prefiere acumular motivos (aborto, drogas, delincuencia juvenil, educación, racismo) a observar, conmover y también analizar (Shults, ya lo hemos dicho, cambia de personaje y formato como uno de filtro de Instagram). De modo que al final casi nos olvidamos de las hábiles representaciones que también existen en la película, como ese dormitorio comunicado pero disociado de dos hermanos en cuyo pasillo intermedio parece habitar todo lo contado.

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