
La adolescencia es uno de los períodos más difíciles del ser humano, y a la vez el que te puede marcar para siempre. Si además la persona la vive en un hogar desestructurado, con una madre que hace la vista gorda hasta de los abusos que sufre y los aderezas con drogas y alcohol, el resultado es cuanto menos explosivo.
El islandés Guðmundur Arnar Guðmundsson ha presentado en la SEMINCI su segundo largometraje, Beautiful Beings, con el que ha vuelto a sorprender. La trama sigue a tres adolescentes de 14 años que añaden a su grupo a un cuarto, Balli, un chico marginado que sufre humillaciones y abusos tanto en el colegio como fuera de él.

La idea de incorporarlo parte de Addi (Birgir Dagur Bjarkason), el más empático y el que proviene de un núcleo familiar menos traumático. Aún así, no se crean, estamos hablando de un hogar donde el padre, del que no sabe nada desde hace años, es alcohólico y su madre una especie de vidente.
El grupo es liderado por Konni, apodado El Animal, porque la rabia que lleva dentro le hace estar buscando continuamente peleas en las que sacarla. El grupo lo completa Siggi, el más débil. La vida familiar de todos ellos no es nada fácil, por lo que terminan creando unos lazos entre sí que se pareciera a una familia. El problema es que la forma de expresar los sentimientos muchas veces es a través de la misma violencia, lo único que han conocido en casa. Si a ello además le sumamos el consumo de drogas y alcohol, el cóctel resulta explosivo. También el sexo, pero no queremos hacer spoiler porque es una parte importante de la trama.

Precisamente es el personaje de Addi el que intenta sacar al grupo de esa espiral de violencia. El director consigue sumergirnos en la Islandia de los 90, momento en el que está ambientada Beautiful Beings, unos años en el que el país "liderada los rankings de violencia y consumo de drogas por parte de los jóvenes", nos explica a Es Cine durante su visita a Valladolid. Pese a la violencia y decadencia moral que se respira en la película, curiosamente hay un halo de esperanza resumida en una sola frase, "gracias por ser mi amigo".
De Islandia a Irlanda
El día en la SEMINCI estaba preparado para sufrir. De Irlanda llegaba The quiet girl, del escritor y director irlandés Colm Bairéad. Una película, que como nos contaba a Es Cine surge "de la lectura de un relato titulado Foster, escrito por Claire Keegan", que leí en 30 minutos y que me dejó impactado".
La historia es muy sencilla: viajamos a la Irlanda rural de 1981 donde Cáit, una niña de 9 años, vive en un hogar caótico junto a tres hermanas que le hacen el vacío, una madre conflictiva y un padre al que sólo le preocupan la bebida y las apuestas. Para colmo sufre las humillaciones de sus compañeros de clase. Todo eso hace que esta pequeña se esté consumiendo en un mar de inseguridades, lo que hace que cada noche moje la cama, y que haya aprendido a pasar totalmente inadvertida, de ahí el título del filme.

Debido a los problemas financieros de esta desestructurada familia, que además espera de forma inminente un nuevo miembro, hace que la madre de Cáit la mande a vivir con unos parientes lejanos a los que no ha visto nunca por un tiempo indeterminado. En la nueva casa, la de los Kinsella, la pequeña llega sólo con lo puesto. Sin embargo, allí encontrará, más allá de cosas materiales, afecto, lo único que realmente necesitaba.
Una casa en la que no hay gritos pero sí un secreto, que será difícil de digerir para una niña de 9 años. Una bonita historia de crecimiento personal que por ahora se ha llevado el aplauso más largo del público asistente al Teatro Calderón y que ha hecho a más de uno soltar una lagrimita con los títulos de crédito.