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Crítica: 'Llaman a la puerta', el nuevo thriller de M. Night Shyamalan

'Llaman a la puerta' vuelve a demostrar la vigencia como realizador de M. Night Shyamalan.

'Llaman a la puerta' vuelve a demostrar la vigencia como realizador de M. Night Shyamalan.
Llaman a la puerta. | Universal Pictures

Estamos en 2023 y el relato apocalíptico parece más que asimilado por el gran público. Desde The Walking Dead hasta The Last of Us, e incluso las propias aportaciones del propio M. Night Shyamalan en El incidente o Señales, mucho más elípticas, la cosa del fin del mundo parece ya un camino trillado en la cultura popular contemporánea. Por suerte Llaman a la puerta, nueva muestra del talento de Shyamalan para realizar thrillers de bajo presupuesto (y autofinanciados), logra un doble o quizá triple tirabuzón típicos de su director.

Los que busquen un "giro final" marca Shyamalan, pese a encontrarlo, pueden de nuevo verse decepcionados, dado que la película tiene algunos problemas justo en ese punto. Pero la película -basada en la novela de Paul Tremblay- logra enmascarar todos sus presupuestos argumentales con dos premisas bien alejadas una de la otra, y lo logra rozando un gran nivel: una, el género habitualmente asociado al terror de la "home invasion", para Shyamalan una mera excusa para jugar con el terror sin tampoco desprestigiarlo. Otro es el habitual viaje emocional y espiritual del cine del realizador, donde la fe -entendida como una confrontación con la realidad y uno mismo- adquiere la categoría de tema.


Todo se resume, en realidad, en ese habitual cameo del director del que no comentaremos más. Tras demostrar ser uno de los rescatadores oficiales de los títulos de crédito (excelente la música de Herdís Stefánsdóttir, Shyamalan realiza un ejercicio de suspense sostenido en excelentes interpretaciones, casi la única herramienta del director -junto a su soberbia y sobria planificación: aquí hay toda una lección sobre el arte del primer plano- en el que el tema en sí mismo es la fe, la asunción de lo increíble y no tanto el valor del sacrificio, sino más bien del amor. Shyamalan instrumentaliza el tema de la pareja gay y lo convierte en un arma narrativa necesaria para una película que, efectivamente, es una alegoría del presente, pero no precisamente del estado de las cosas contingentes.

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