
Finalista a los Oscar en la categoría de Mejor Película Internacional y aclamada en el circuito de festivales, la irlandesa The Quiet Girl liquida de un plumazo los tópicos del melodrama juvenil y de época. También, si nos apuran, el del relativamente extendido elitismo de la película minoritaria o de autor. El debut en el largometraje del director Colm Bairéad es un breve prodigio de poesía y sensibilidad cuyo impacto sentimental no va a la zaga a, por ejemplo, una película como The Fabelmans, aunque lleguen a objetivos afines por caminos totalmente distintos.
Ambientada en los ochenta, la película no opta por la nostalgia y en un ascético formato 4:3, Bairéad dibuja imágenes con enorme plasticismo -algunas estampas parecen dignas de la pintura holandesa- un fresco rural en torno a la maduración (¿o descubrimiento del amor?) de una niña repudiada por su familia y que encuentra el afecto en casa de unos primos lejanos de su madre durante un verano lleno de misterios.
Hay varias patas que sostienen el sencillo relato que es The Quiet Girl. La música de Stephen Rennicks, la fotografía de Kate McCullough, naturalistas y líricas a un tiempo, y sobre todo la interpretación de su reparto en general y de la niña Catherine Clinch en particular. Todos crean un relato que apenas necesita diálogos y que se desenreda no tanto visual como sensorialmente, en el que Bairéad es capaz de crear momentos altamente expresivos y emocionantes a partir de anécdotas: cómo se vierte el té en una taza o la lluvia azota una ventana son elementos que sumen al espectador en sentimientos puros que no necesitan de otros refuerzos o explicaciones.
The Quiet Girl es una película monumental que escapa a categorías. Obra menor o mayor, película mística o sobria, relato infantil o adulto… no son adjetivos que se adapten a un cuento -la película está basada en la novela de Claire Keegan Foster- delicado y bonito, de una sensibilidad brutal, que acaba con un llanto de una intensidad perfecta.