Aparte del ejercicio de suspense hitchcockiano, con su dosis de comedia negra e incluso el recurso a una narración en tiempo casi real, no resulta difícil comprender qué podría significar exactamente La Trampa dentro de la filmografía de su creador, M. Night Shyamalan. Si el carismático asesino interpretado por Josh Hartnett, pese a todos sus terribles impulsos, revela ser un padre más que notable mientras asiste a un concierto con su hija, el propio Shyamalan muestra su faceta de padre convirtiendo el artefacto narrativo en una carta de amor a su propia paternidad. Su hija, la cantante Saleka Shyamalan, además de actuar en el filme ha compuesto las canciones del macroconcierto que interpreta como Lady Raven, y ella es en cierto modo la trampa del título, el McGuffin y a la vez inspiración para idear el relato.
Una vez aclarado el motivo del filme queda alabar su primera hora realmente magistral… seguida de una segunda donde Shyamalan amenaza en demasiadas ocasiones con perder el control de un relato que se alarga demasiado. Mientras la acción y la precisa planificación del realizador de El Sexto Sentido se ciñe al propio concierto, La Trampa es -además, sin ningún tipo de problema o duda- uno de los largometrajes más malévolos, entretenidos y logrados del director. Hartnett demuestra ese carisma como estrella que no acabó de obtener hace diez años y su química con la niña Ariel Joy Donoghue es formidable (no así con la citada Saleka). En términos de pura narración, la creación de expectativas funciona, el juego de miradas de Cooper mientras suena la música y se aprieta el cerco policial mantiene una maravillosa y lúdica tensión y, en realidad esto es lo mejor, toda la película hace un pacto con el espectador para jugar con lo subversivo: estamos viviendo la aventura desde el punto de vista de un villano, el cine como juego profundamente humano pero a la vez políticamente incorrecto.
Pero una vez que ese dispositivo se agota, el filme se esfuerza por resultar ingenioso y pierde su inicial eficacia. En cierto modo lo consigue, pero la ingenuidad habitual de Shyamalan a la hora de poner en escena ciertas escaramuzas juega por primera vez en su contra en todo el metraje. La emoción de la caza muda en melodrama doméstico y se pierde la sinceridad de la idea, su pureza, volviéndose uno de los films más inseguros del realizador. Semejante jarro de agua fría sucede, no obstante, en términos de puro cine: en La Trampa tenemos a un artista que se arriesga, busca y se desafía, al que quizá le pueden sus propios impulsos y vicios, pero que está siempre deseoso de entretener a su audiencia con un pulso de suspense lúdico y legítimo.
Hasta la hora y cuarto de largometraje, La Trampa es un estupendo ensayo sobre cómo nosotros, espectadores, miramos a los monstruos, y sobre todo un estupendo dispositivo basado en la preparación de elementos y resortes varios que parecen inagotables. Más tarde se convierte en otra cosa, quizá una mutación de uno de sus últimos éxitos, Múltiple, que se revelaba más sólida y obstruye un tanto el misil que hasta ese momento era la película. La Trampa por eso es una película un tanto frustrante, pero resulta siempre interesante y digna de alabar en un panorama de secuelas y remakes.