Dignidad por encima de todo. Mi amigo el pingüino, basada en hechos reales, consigue distanciarse de cierto modelo de cine infantil tratando de otorgar dignidad humana a una de esas fábulas en las que la realidad supera la ficción. El director David Schurman narra la historia de un pingüino que se reúne anualmente con el pescador que le salvó la vida como un ejemplo de cine sin pretensiones pero, a la vez, perfectamente ejecutado y centrado. El tema es tanto en el pequeño animal como la aflicción del pescador que interpreta Jean Reno.
El resultado es un pequeño film centrado en las emociones humanas y la capacidad de un animal para desatarlas tras una vida de dolor. La película ata la metáfora del comienzo, trágico y evocador, con la creíble odisea del pingüino, filmada con credibilidad por el director de fotografía Anthony Dod Mantle, vinculado a la filmografía de cineastas tan dispares como Lars von Trier o Danny Boyle. Se trata de un factor nada baladí, el de la competencia y gusto técnico, que sienta las bases para la gran pregunta artística, aplicable tanto para el pingüino como para el protagonista humano: lo que los animales son capaces de hacer, sin condescendencia, y qué hay en el fondo del alma humana.
Evidentemente, el mar no devuelve al pescador al hijo perdido, pero quizá sí una metáfora que Schurman narra en noventa minutos con buen ritmo y un adecuado punto de sentimiento, que no sentimentalismo. Quizá la manera de reivindicar adecuadamente el film sea enumerar todos los lugares temibles que logra evitar: el del ecologismo barato, el show de FX infantiles sin sentido y el del melodrama lacrimógeno. Una película, en fin, que sabe hacer las preguntas adecuadas, visualmente rica y, en suma, perfectamente defendible.