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Pedro Fernández Barbadillo

El calentamiento global nos trajo a los vikingos

Parecería que la humanidad ha vivido en un planeta hospitalario, donde no ocurría nada y todos los seres vivos se encontraban en un equilibrio feliz. Pero si estudiamos un poco la historia, nos encontramos con hechos que rompen el relato oficial.

Esta semana se ha celebrado en París una nueva cumbre del clima, que, según el relato progresista y buenista, del que ya participan todas las fuerzas políticas de Europa occidental, pretende detener la emisión de gases de efecto invernadero por la humanidad para frenar el cambio climático (sequías, inundaciones, lluvias torrenciales, tornados, incluso terremotos) e impedir nuestra extinción. Paradójicamente, los participantes en esa cumbre, sean jefes de Estado, sean activistas, se han trasladado a París emitiendo mucho CO2, pecado que pesaba en el alma del ecologista Juan López de Uralde.

Parecería que la humanidad ha vivido en un planeta hospitalario, donde no ocurría nada y todos los seres vivos se encontraban en un equilibrio feliz, como en una película de Disney, hasta que los cazadores mataban a la mamá de Bambi. Pero si estudiamos un poco la historia, nos encontramos con hechos que rompen el relato oficial.

Europa vivió en la Edad Media el que se ha llamado Óptimo Climático, un largo período que abarca, aproximadamente, desde el siglo VIII hasta el XIV. Ese período muestra un avance de los bosques en todo el continente, así como una extensión de la agricultura a latitudes hoy sorprendentes: los viñedos se expandieron de tres a cinco grados de latitud norte (en el sur de Inglaterra se cultivaba la viña) y en Islandia se cultivaba avena y cebada. En esos siglos se pudo explotar la mina de oro de Hohe Tauern, en los Alpes austriacos, que se abandonó cuando la nieve y los glaciares descendieron.

Más cosechas y más piratas

El calor, con la mayor humedad que implicaba (más evaporación y más lluvias) y la fertilidad de las tierras, no causó sólo cosas buenas, sino también algunas malas. Otro de los efectos de ese período caluroso (como mucho un par de grados más en las temperaturas) fue la irrupción de los vikingos en la historia, con su destrucción y sus saqueos. Este pueblo pirata se extendió por toda Europa y penetró en el Mediterráneo entre otras razones debido a las mejores condiciones meteorológicas.

Las expediciones empezaron a arrasar las costas de las Islas Británicas a finales del siglo VIII y a partir de entonces avanzaron más al sur (Francia, España —atacaron Pamplona—, Sicilia, Bizancio). Igualmente, se pudieron asentar colonos vikingos en Groenlandia durante varios siglos debido a un clima más templado, que les permitía recoger cosechas para alimentarse ellos y sus animales, y mantener las líneas de navegación con Escandinavia.

Las colonias de Groenlandia desaparecieron en el siglo XV, cuando aumentaron las tempestades, los icebergs y las lluvias (que destruyeron las cosechas). Primero se cortaron las comunicaciones con Islandia y Noruega, y después los habitantes emigraron. Un matrimonio casado en 1408 aparece poco después en Islandia.

También se atribuye a la mayor benignidad del clima la extensión de la Peste Negra. La transmisora, la pulga de la rata, vive entre los 15º y 20º de temperatura ambiental y con una humedad relativa del 90%. En el siglo XIV, después de una serie de malas cosechas debida a las lluvias estivales, apareció entre la población europea debilitada la Peste Negra (1347-1351), que provenía de Asia. Se calcula que esa plaga mató como mínimo a un tercio de los europeos. En la rica Florencia sólo sobrevivió un quinto de su vecindario.

La Pequeña Edad de Hielo

A ese Óptimo Climático Medieval le sucedió en Europa un período de enfriamiento tan severo que ha conducido a los climatólogos y a los historiadores a bautizarlo como Pequeña Edad de Hielo.

Debido a la Pequeña Edad de Hielo, más fría y, atención, más seca, crecieron las hambrunas. El historiador Goeffrey Parker escribió un enorme volumen titulado El siglo maldito: clima, guerras y catástrofes en el siglo XVII, en el que relacionaba las conmociones políticas y sociales ocurridas en todo el mundo en ese siglo a una coincidencia de desastres naturales, como las temperaturas más bajas en mil años, junto con terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas y El Niño. Los años más fríos, entre 1645 y 1715, coinciden con el menor número de manchas solares (mínimo de Maunder). La población disminuyó por las enfermedades, las guerras y la mala alimentación.

En los Alpes, se abandonaron granjas y pastos de montaña. El río Ebro llegó a helarse siete veces entre los siglos XVI y XVIII, la última en 1789. En Inglaterra, donde los viñedos se han reducido a pañuelos de tierra, el Támesis se heló en numerosas ocasiones y en Francia, el Ródano. Los inviernos eran muy duros y los canales fluviales se congelaban, con lo que el comercio se interrumpía y con él el tráfico de alimentos y combustible (carbón y madera).

Por fortuna, y no gracias a la acción humana (la revolución industrial, con su quema de carbón, y posteriormente de petróleo, comenzó en la segunda mitad del siglo XVIII), en la primera mitad del siglo XIX el clima mejoró: más calor y menos frío. Fue entonces cuando los glaciares de los Pirineos empezaron un retroceso (de 3.300 hectáreas de superficie a principios del siglo XX a menos de 400 hectáreas) que lamentan los ecologistas y los urbanitas que desconocen la dureza de la vida en la montaña. El glaciar activo más meridional de Europa se encontraba en Sierra Nevada: había nacido en la Pequeña Edad de Hielo y se derritió completamente en 1913… cuando en Andalucía no había ni automóviles ni turismo de masas.

El año al que un volcán dejó sin verano

Pese a la soberbia humana de pretender modificar el clima en todo el planeta en unos pocos años, la naturaleza no deja de recordarnos nuestra fragilidad. 1816 se ha llamado el año sin verano, por las cenizas emitidas por el volcán Tambora en 1815, que arruinaron las cosechas en China, Norteamérica y Europa, y a la vez impidieron que los rayos del sol alcanzasen la Tierra. El historiador John Post tituló el libro que escribió sobre ese año La última gran crisis de supervivencia del mundo occidental. Otro historiador, José Luis Comellas (Historia de los cambios climáticos), cuenta que el villancico Noche de Paz nació en ese horrible año.

Las bajas temperaturas inutilizaron el órgano de la iglesia de san Nicolás en Oberndorf, Austria. Cuando llegó la Navidad, nadie había querido ir a las montañas del Este de Salzburgo para reparar el instrumento, de modo que el párroco, Josef Mohr, escribió un villancico y recurrió a su amigo Franz Xaver Gruber para que le pusiera música, capaz de ser cantada sin acompañamiento por un coro. Así nació «Stille Nacht» (que nosotros conocemos como «Noche de Paz»), sin duda la canción de Navidad más conocida en el mundo entero. Lo que casi nadie sabe es que también fue hija de aquel frío extraordinario.

Un segundo ejemplo del poder de la naturaleza sobre el hombre es la detención del ataque militar del III Reich y sus aliados contra la URSS en 1941 por el invierno más frío que sufrió Rusia en el siglo XX.

Desde el fin de la Pequeña Edad de Hielo, hemos entrado en una fase de clima más cálido con paréntesis de frío, como el que condujo a los científicos en los años 70 del siglo XX a anunciar una nueva glaciación.

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