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José María Marco

Fukuyama. Nuevo principio

Sea cual sea la posición en la cada cual se sitúe, estamos muy lejos del consenso acerca del fin de la historia. Más bien al revés. El optimismo del que hacía gala Fukuyama ha quedado en ridículo.

Sea cual sea la posición en la cada cual se sitúe, estamos muy lejos del consenso acerca del fin de la historia. Más bien al revés. El optimismo del que hacía gala Fukuyama ha quedado en ridículo.
Un hombre iraquí con los marines estadounidenses en la ciudad de Albu Hyatt | Corbis

En el verano de 1989 Francis Fukuyama publicó en The National Interest un ensayo titulado "The End of History?". Estaba destinado a convertirse en un icono del pensamiento de la era postsocialista, y fue tachado –entre otras muchas cosas, bastante más graves- de optimista. La Historia, se recordará, había llegado a su fin y ya no había alternativa al capitalismo y a la democracia liberal.

Lo que ha venido después parece contradecir el núcleo de la tesis fukuyámica, digámoslo así. La (segunda) Guerra de Irak demostró que el fin de la Historia no tenía por qué comprometer a los países que la habían protagonizado en la promoción de la democracia liberal en el resto del mundo. El mundo musulmán no ha entrado en el juego posthistórico, y en Rusia y en China, aunque puedan haber triunfado formas más o menos sui generis de capitalismo, la democracia liberal está muy lejos de ser implantada. La crisis económica, por su parte, ha puesto en cuestión el capitalismo liberal que parecía haber triunfado tras la caída del Muro de Berlín. Hoy en día, incluso hay candidatos (verosímiles) a la Presidencia de Estados Unidos que se autodenominan socialistas.

El profesor de historia Francis Fukuyama en Londres. Imagen de The Sunday Times

Así que el fin de la Historia ha sido ridiculizado desde todas las perspectivas ideológicas. Bastantes de ellas parten de un nuevo conservadurismo pesimista, como el expuesto por John Gray en Falso amanecer, lo que no les impide reivindicar de nuevo la Historia, lejos del panorama caótico descrito por este último. En cualquier caso, y sea cual sea la posición en la cada cual se sitúe, estamos muy lejos del consenso acerca del fin de la historia. Más bien al revés. El optimismo del que hacía gala Fukuyama ha quedado en ridículo.

Los que así razonan no han tenido en cuenta las consecuencias de la afirmación de Fukuyama, explicadas en la réplica a sus detractores que publicó en la misma revista y luego en el libro titulado El fin de la historia y el último hombre. Y es que con el fin de la Historia se había acabado también la Filosofía y el Arte, porque los seres humanos –posthumanos, en rigor- no tendrían ya necesidad de preguntarse acerca del sentido de su propia existencia. La apoteosis de la democracia liberal traía aparejada una desmovilización general que conducía a la democracia blanda e irresponsable prevista por Tocqueville. El optimismo, en consecuencia, quedaba bastante matizado. Y la consecuencia perversa, pero lógica, es que esa conciencia de seguridad podía llevar a las democracias liberales a olvidarse de cualquier defensa de las bases del sistema, en particular el capitalismo y la ética que lo sostienen. En otros términos, menos abstractos, no hace falta defender el sistema liberal y además somos tan ricos que nos figuramos que ya no necesitamos trabajar –al menos no demasiado.

En realidad, una forma menos esquemática de interpretar lo expuesto por Fukuyama era que no se trataba exactamente del fin de la Historia, sino del fin de la Filosofía de la Historia, agotada en la culminación de la primera. Y desde esta perspectiva, no es que la democracia liberal y el capitalismo no tengan alternativas. Es que hasta ahora estas alternativas no han sido tan atractiva como ellos. Ahora bien, cerrado el ciclo de la Filosofía de la Historia, todo puede pasar. La revolución dejó de ser deseable en los años sesenta y setenta, cuando se derrumbó a efectos simbólicos, morales y políticos el Muro de Berlín. Transcurridos otros veinte años de su derrumbamiento real, no está claro que la revolución no empiece a recobrar parte de su -en vocabulario foucaultiano- "deseabilidad".

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