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Jorge Vilches

Madrid, 18 de julio del 36: Arturo Barea vs. Agustín de Foxá

Dos hombres con distinta ideología, y una misma realidad que se queda corta, como todo relato de una tragedia colectiva, narran cómo en Madrid, en julio del 36, se mezclaron el odio y la fiesta.

La Historia deja de ser una disciplina cuando se convierte en la argamasa de un discurso político. Empieza entonces la tergiversación de datos, la ocultación de otros, la invención de relatos y de conceptos para encajar con un mensaje identitario, de batalla, emocional y basto, preparado para lanzar a la cara del enemigo. Eso es lo que ha ocurrido en la Asamblea de Madrid este jueves, cuando Podemos presentó una proposición para condenar “el golpe de Estado militar del 18 de julio”, apoyada por el PSOE, claro. Estos dos grupos, en su estilo, querían polarizar la política madrileña entre “rojos” y “azules”, identificarse con el gobierno del Frente Popular del 36, y que los populares parecieran poco menos que franquistas. El intento, tan patético como anacrónico, no prosperó, lo que priva del gozo a los que buscan en el guerracivilismo un argumento a ochenta años vista.

Aquel 18 de julio se vivió de muchas maneras. Dos buenos testimonios son los que nos dejaron dos grandes de la literatura española de la época: Arturo Barea, socialista, y Agustín de Foxá, falangista.

El escritor Arturo Barea

El primero alcanzó la fama con la trilogía La forja de un rebelde (1941-1946), que se publicó en inglés, francés, checo, polaco, noruego,… y al final en español en 1951. De extracción humilde, Arturo se convirtió en un socialista aburguesado, de buen sueldo y vestir en los años de la segunda República. Pasó por la guerra de Marruecos, donde participó en ochenta y una operaciones, y recibió dos condecoraciones. En el régimen del 31 se codeó con los socialistas, de manera que cuando estalló la guerra, le colocaron en la Oficina de Censura de Prensa Extranjera del Ministerio de Estado, en el edificio de Telefónica, en Madrid. Allí conoció a los corresponsales más conocidos, como Hemingway, Dos Passos, Sefton Tom Delmer, o Jay Allen, quien se inventó una entrevista a Franco, entre otras cosas. Mal casado, en aquella oficina censora Barea conoció a una austriaca de la que se enamoró, y con la que finalmente salió de España en 1939. Su obra "La forja…” se convirtió en un libro clandestino (y mítico) durante la dictadura. Al morir en 1957, la España de la Transición le olvidó, hasta que hoy está siendo recuperado.

Agustín de Foxá

Foxá, el otro, dijo de sí mismo: “Soy aristócrata, soy conde, soy rico, soy embajador, soy gordo, y todavía me preguntan por qué soy de derechas. ¿Pues qué coños puedo ser?”. Fue falangista de primera hora, uno de esos que iban a la tertulia de “La ballena alegre”, y que compuso el “Cara al Sol” con José Antonio a altas horas de la madrugada. Bebía, y mucho. También se casó mal, o eso descubrió cuando supo que su mujer le engañaba. A diferencia de Barea, Foxá pronto empezó a colaborar en revistas y periódicos, como ABC, e hizo igualmente amistades relevantes, como Gómez de la Serna, María Zambrano, o Edgar Neville. Corrió por distintas embajadas europeas, y recaló al final en Filipinas, casi un destierro. Escritor sin descanso, genial, muerto en 1959, dejó su impresión de la segunda República en Madrid, de corte a checa (1938), casi autobiográfica. El autor quedó maldito en la Transición por “franquista”, y no ha sido recuperado hasta el siglo XXI.

Madrid se estaba preparando para su diversión –escribió Barea-. ¿Quién pensaba en Calvo Sotelo?”. Tras el asesinato del político derechista por socialistas de Prieto, los madrileños se preparaban para las verbenas de barrio. Las milicias comunistas desfilaban por las calles con retratos de Lenin y Stalin, y se movían al sonido del pito que tocaba el jefe. “Prefiero mil veces nuestras masas del 1 de mayo –recordaba Foxá-, quemando las sillas de los bares o apedreando a la Guardia Civil. Pero esas órdenes dadas con un pito…”. Mientras, la CNT se declaró en huelga en la construcción, y disparaba a los miembros de la UGT que trabajaban. “Quién puede entender que se declaren en huelga hoy mismo”, decía el personaje de Barea.

El jueves 16 se desataron los rumores. Aquellos días calurosos del verano madrileño la gente se tiraba a la calle, a las terrazas de los cafés y tabernas, a los portales. La radio se convirtió en el eje de la vida social. Cada lugar público “tenía su altavoz al máximo”, decía Barea. Se oía una y otra vez: “El Gobierno tiene la situación dominada”, lo que llenaba de inquietud por qué se desconocían los motivos. No era cierto nada, ni que se hubiera levantado el ejército en Marruecos, ni en ninguna otra plaza. El sábado 18 la radio cambió su mensaje: era verdad, pero todo estaba controlado. En esas primeras horas todavía había incrédulos:

Todo son cuentos de viejas –escribió Barea-. A lo mejor unos cuantos señoritos se han emborrachado y se han sublevado en Villa Cisneros (donde estaban los promotores del golpe de 1932).

De nuevo la radio cambió la opinión, manejando a las masas como un dique al mar, como recuerda Foxá:

¡Atención, atención! Se ruega a todos los afiliados de las organizaciones obreras de UGT, CNT y partidos sindicales del Frente Popular, para que se presenten urgentemente en sus centros respectivos, a fin de adoptar acuerdos en consonancia con la gravedad de los momentos actuales.

Barea y un amigo se acercaron a la Casa del Pueblo, que tenía un farolillo rojo en el tejado para que se pudiera ver desde lejos. La multitud, recuerda el escritor, empezó a gritar: “¡Armas! ¡Armas!”, hasta que las logró. La trágica entrega del armamento la refleja Foxá con sorna: “El boticario Giral fue nombrado presidente. Estaba lívido, sentado en su sillón. Y dio la orden terrible: Que se arme al pueblo”.

El domingo 19 los madrileños siguieron de vacaciones. El mismo Barea salió de la ciudad, y al ser preguntado por la situación contestó:

Bueno, es más el ruido que las nueces. Como usted ha visto, la gente ha venido a la Sierra como todos los domingos.

(El interlocutor) Se volvió a la mujer:

Ves como tenía razón. Estas mujeres se asustan en seguida. Un cambio de gobierno y nada más.

La realidad era otra. Ese día camiones y taxis abarrotados de milicianos cruzaban la ciudad. Los piquetes pedían la documentación en cada esquina. “Unas cuantas iglesias ardían”, escribió Barea, quien recogió el testimonio de un miliciano con pistola y pañuelo rojo y negro: “¡Bah!  No te apures (…) Sobran tantas cucarachas”. Y otra vez la radio: “El nuevo Gobierno ha aceptado la declaración de guerra del fascismo al pueblo español”.

En la mañana del domingo 19, el general Fanjul se hizo fuerte en el Cuartel de la Montaña con 1.500 soldados y casi 200 falangistas. Pero las verbenas seguían, y a las tropas leales al gobierno republicano que cercaron el Cuartel le siguió mucha gente. Odio y fiesta mezclados. Un hombre, contaba Barea, sacó un viejo revólver, “tiró trabajosamente del gatillo”, y disparó.

-Ahora déjame tirar un tiro. (…)

-No me da la gana. El revólver es mío.

-¡Déjame tirar un tiro, por tu madre!

-No me da la gana. Ya te lo he dicho. Si me matan, el revólver es tuyo. Si no, te conformas con mirar.

Eran peor que salvajes –escribió Foxá- porque habían pasado por el borde de la civilización” y ahora veían resucitados los instintos más bajos por los “residuos turbios de películas, de lecturas, de consignas”. Rendidos y masacrados los hombres del Cuartel, los dos escritores narraban la sorpresa que les causó la gran avalancha de mujeres sin piedad. “Los milicianos subían con el regocijo bárbaro de la sangre vertida”, mientras la radio, siempre la radio, decía que la rebelión había sido aplastada. El horror no había hecho más que empezar.

En fin; dos narraciones de hombres con distinta ideología, y una misma realidad que se queda corta, como todo relato de una tragedia colectiva.

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