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Elías Cohen

La 'Kristallnacht' y sus lecciones

Era sólo el principio; el final del camino fueron las chimeneas de Auschwitz.

Era sólo el principio; el final del camino fueron las chimeneas de Auschwitz.
Cordon Press

El 7 de noviembre de 1938, Herschel Grynszpan, un judío alemán de diecisiete años, residente en París, intentó asesinar al embajador nazi en Francia; al no encontrarse éste en la legación, disparó contra Ernst vom Rath, el diplomático que le recibió. Grynszpan buscaba venganza por la reciente expulsión (28 de octubre) de 18.000 judíos alemanes a Polonia, entre los que se encontraba su familia. Dos días después, el 9 de noviembre, Vom Rath murió en París.

El partido nazi capitalizó el asesinato y culpabilizó a todo el pueblo judío, no sólo a Grynszpan. Hordas encolerizadas de ciudadanos alemanes, organizadas por las SA y la Gestapo, llevaron a cabo un pogromo en toda Alemania, Austria y la región de los Sudetes durante dos noches. De acuerdo con la investigación del profesor Mitchell Bard, al menos 96 judíos fueron asesinados y cientos resultaron heridos, más de 1.000 sinagogas fueron quemadas y casi 7.500 negocios propiedad de judíos fueron destruidos. Muchos cementerios fueron profanados y 30.000 judíos fueron arrestados y enviados a campos de concentración. Estos disturbios han pasado a la historia como la Kristallnacht –la Noche de los Cristales Rotos– término objeto de controversia porque lo acuñó el ministro de Economía de Hitler Walther Funk, se presume que como escarnio.

El corresponsal del Daily Telegpraph, Hugh Greene, relató así los sucesos registrados en Berlín:

La ley de la mafia gobernó Berlín a lo largo de la tarde y de la noche, y hordas de hooligans se entregaron a una orgía de destrucción. He visto varios brotes antijudíos en Alemania durante los últimos cinco años, pero nunca algo tan nauseabundo como esto. El odio racial y la histeria parecían haberse apoderado por completo de personas decentes. Vi a mujeres vestidas a la moda aplaudiendo y gritando de alegría, mientras las respetables madres de clase media levantaban a sus bebés para ver la diversión.

La Kristallnacht fue el punto de inflexión en la hostilidad hacia los judíos en Alemania. Se pasó de la violencia verbal y la discriminación legal y social a la violencia física. Era sólo el principio; el final del camino fueron las chimeneas de Auschwitz. Las palabras, en definitiva, fueron el preludio del crimen; de ahí, por ejemplo, que los judíos de hoy día sean unos quisquillosos y examinen con lupa qué se dice de ellos en todo el mundo. De ahí, también, que actualmente exista un encarnizado debate sobre si hay que mencionar o no el origen de los delincuentes cuando son extranjeros.

Sin embargo, lo más relevante de los actos de conmemoración, además del recuerdo a las víctimas, por supuesto, son las lecciones que, como ciudadanos libres, deberíamos extraer de estos trágicos hechos.

La primera lección es la importancia de la responsabilidad individual, principio vertebrador de las democracias y principal muro de contención jurídico ante tentaciones despóticas o intolerantes que tienen como agenda política el ostracismo o la eliminación del diferente. Es decir, ante el totalitarismo del signo que sea. Del mismo modo que si un miembro de mi familia, de mi asociación de vecinos o de mi congregación religiosa comete un delito yo no puedo ser procesado y declarado culpable sólo porque tengamos en común sangre, afinidades o creencias, no puede emitirse condena o comenzar ninguna persecución contra un colectivo por los actos de algunos de sus integrantes.

En una sociedad libre, es la persona, física o jurídica, y no un grupo difuso –los judíos, los inmigrantes, la casta, los ricos, las élites–, la responsable de sus actos. Circunvenir este principio penal lleva a las orgías de destrucción que mencionó Green aquella fatídica noche.

La segunda lección, derivada de la primera, nos lleva a las consecuencias de buscar culpables colectivos a los males que nos aquejan. No es necesario ser doctor en Historia para saber cuán profunda era la crisis en Alemania. Era económica, por supuesto, pero también nacional. No había para comer y además el orgullo alemán había sido pisoteado en Versalles. Un caldo de cultivo perfecto para que un partido político, que hoy llamaríamos populista, buscara un culpable colectivo, lo señalara como el responsable de todos los problemas y se alzara con el poder con la promesa de eliminarlo. El partido nazi organizó la Noche de los Cristales Rotos, pero fueron personas normales las que salieron a la calle en busca de sangre, poseídas por la creencia de que estaban acabando con el responsable de sus penurias. Esta estrategia acabó en una Guerra Mundial con más de 50 millones de muertos, entre ellos 20 millones de civiles ajenos al conflicto, 6 millones de los cuales eran judíos.

Estas lecciones deberían estar superadas. No obstante, vivimos en un mundo líquido, al decir de Zygmunt Bauman, ausente de certezas. El miedo ante los desafíos que tenemos por delante (automatización del trabajo, envejecimiento de la población, encarecimiento del coste de vida, inmigración masiva, etc.) ha vuelto a recuperar los falsos mitos mesiánicos que predican que una sociedad mejor es posible si determinados grupos son defenestrados.

La Historia ha querido que el 9 de noviembre sea una fecha importante en Occidente; coinciden tres aniversarios: el Putsch de la Cervecería –intento de golpe de Estado de los nazis–, la Noche de los Cristales Rotos y la caída del Muro de Berlín. Todos estos acontecimientos tienen un hilo conductor: las dos peores formas de totalitarismo que ha conocido la Humanidad. A pesar del ajetreo de nuestras vidas, y de que creamos que otros (las leyes, los políticos, las fuerzas de seguridad) se encargarán de que nuestro sistema garantista perdure, no debemos olvidar estas lecciones que nos dejó la Kristallnacht.

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