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Fernando Navarro García

Juzgar al tirano

Litten siempre supo de la ilegalidad del nazismo, incluso cuando Alemania se tragó el cuento de diálogo de quiénes combatían el Estado de derecho.

Litten siempre supo de la ilegalidad del nazismo, incluso cuando Alemania se tragó el cuento de diálogo de quiénes combatían el Estado de derecho.
Adolf Hitler, junto a Goebbels. | Cordon Press

Justamente hoy me viene a la mente la biografía de Hans-Joachim Litten, el abogado —o mejor, defensor de la Ley (Rechtsanwalt)— que dedicó gran parte de su corta existencia a combatir el nazismo y más concretamente a Hitler.

Litten siempre fue consciente de la ilegalidad y violencia del nazismo, incluso en aquella vergonzosa época en la que Alemania y gran parte de las democracias liberales se tragaron el cuento del diálogo con quiénes declaradamente afirmaban querer acabar con el Estado de derecho. Ya sabemos a qué condujo el apaciguamiento con el nazismo y sin embargo seguimos cayendo en la misma trampa con otras ideologías que se nutren de la misma negra leche del odio. Si, me refiero al nacionalismo secesionista.

Hitler trató de tomar el poder en noviembre de 1923 mediante un golpe de estado (Putsch) que resultó entre cómico y patético y cuya logística encajaría mejor en una película de los Hermanos Marx (digamos Sopa de Ganso) pero que pudo haber terminado con la serpiente de Hitler cuando apenas había salido del huevo. Pero no fue así, porque el futuro tirano aprovechó el juicio al que fue sometido por Alta Traición no tanto para defenderse cuanto para acusar a la República de Weimar de traición, corrupción y entreguismo a esas fuerzas oscuras que todo lo aclaran siempre. Hitler —al igual que hoy han empezado a hacer a los políticos presos catalanes— sabía que no había mejor tribuna para sus peroratas victimistas que un tribunal de justicia repleto de periodistas. La República de Weimar fue lo suficientemente inconsciente como para permitir a Hitler todo el tiempo que deseó y hasta emplear un tono que en cualquier tribunal habría sido considerado desacato. Pero a Hitler se le regaló esa magnífica campaña de publicidad gratuita que, además, resultó en una ridícula condena de pocos años que al cabo se concretaron en apenas 9 meses de confortable alojamiento en su lujosa y amueblada celda en la fortaleza de Landsberg. Allí engordó a base de pasteles y dulces enviados por sus fans y allí escribió Mi Lucha. Allí, en realidad, empezó todo y la serpiente tuvo tiempo de planificar su regreso.

Pero fue realmente alguien como Hans Litten quien algunos años después —exactamente el viernes 8 de mayo de 1931— llevó a Hitler a los tribunales y lo humilló en audiencia pública haciendo patentes las mentiras y contradiciones de la serpiente. Hitler fue citado como testigo en el "Juicio del Palacio Edén", en donde varios sicarios de las SA eran juzgados por intento de asesinato. La historia tiene estás paradojas: Hitler, que se había librado de una pena muy severa por su fallido Golpe de Estado, iba a ser vapuleado como líder del NSDAP por un delito común de miembros de su partido, que en aquella época cabalgaba sus contradicciones con lo que se conoce como la crisis de Stennes (un mando de las SA que considera a Hitler poco revolucionario)

En el pliego de interrogatorio Litten escribió:

...solicito en el nombre de la acusación particular que se llame a declarar al empleado del partido Adolf Hitler. Se espera de él que suministre pruebas de que no existe ninguna prohibición seria de portar armas en el seno del partido nacionalsocialista, que el partido ha formado comandos de choque definidos como 'grupos que ejecutan ataques planeados y organizados contra adversarios políticos con el objeto de cometer homicidio premeditado' y que hace menos de 3 años que el testigo Hitler tiene conocimiento de ello.

Casi nada, para un tipo como Hitler que en 1931 estaba inmerso en plena escenificación de legalidad como única forma posible de alcanzar el poder.

Hans Litten —que según sus propias palabras "era, de todo corazón, judío"— esperaba la ocasión para abrir los ojos a los alemanes y mostrarles la barbarie que chapoteaba en el pestilente cerebro de Hitler y en el entramado institucional y propagandístico que había creado. No sirvió de mucho, como sabemos, salvo para hacer lo correcto cuando había que hacerlo. En 1925, en una de sus cartas escribe Hans Litten:

No estamos solos en el mundo y nuestras actuaciones o nuestra incapacidad para actuar están conectadas mediante un millar de hebras que se proyectan hacia delante y hacia atrás con el organismo de la sociedad en que vivimos.

Hitler, que ese día había decidido asistir al tribunal sin su uniforme y vistiendo un discreto traje de chaqueta azul, fue recibido en la sala al grito de "Heil, Hitler" por sus numerosos simpatizantes.

El saludo irritó al juez Ohnesorge que dio un puñetazo en la mesa y dijo:

He prohibido estrictamente esa clase de gestos aquí y no esperaba que la orden fuera a ser desobedecida y menos que nadie por los acusados; si vuelve a suceder impondré las más severas sanciones disciplinarias.

Al revisarse las actas del proceso y de los interrogatorios a Hitler es imposible no sentirse reconfortado ante el acorralamiento dialéctico de Litten a Hitler, de su maremoto de preguntas bien estructuradas y de una implacable presentación de evidencias (artículos periodísticos el Volkischter Beobachter, discursos políticos, declaraciones...) que presentaban a Hitler bien como un mentiroso, bien como un cobarde. Y a menudo como un cobarde mentiroso. Litten no permitió a Hitler aprovechar la ocasión para arengar a sus masas como sucedió en 1924 y Hitler bastante tuvo con intentar salir del callejón sin salida en el que se había metido con su doble juego comunicativo: internamente, en el partido, se mostraba como un aguerrido y peleón revolucionario y externamente como un político dialogante y razonable ¿Nos suena este doble juego, verdad?.

Una de las preguntas que puso en mayor aprieto a Hitler fue la referida a un artículo ("El Nazi-Sozi") publicado por Goebbels, que era utilizado en la instrucción de los militantes del partido nazi. Allí Goebbels sostenía que si el NSDAP no conseguía hacerse con el poder mediante elecciones parlamentarias entonces "marcharían contra el Estado, asestarían el último gran golpe por Alemania". Goebbels afirmaba que "de revolucionarios de la palabra pasaremos a ser revolucionarios de la acción y entonces haremos la revolución y mandaremos al diablo a los parlamentarios y fundaremos el Estado sobre la base de los puños alemanes y los cerebros alemanes". Aunque este pasaje había sido eliminado en ediciones posteriores a 1929, Litten acorraló a Hitler con una avalancha de preguntas en las que dejó en evidencia que el líder máximo del partido era consciente de las intenciones claramente golpistas del partido nazi, por más que hubiera decidido ocultarlas por puro tactismo "legalista".

Cuando Hans Litten preguntó a Hitler por qué asistía siempre a todos los actos acompañado de guardia armada, Hitler trato de presentarse como un ser querido por toda la población alemana y llego afirmar a modo de descargo que "¡Pero si en todas las tabernas me reciben con tormentoso entusiasmo!". La observación, naturalmente, causó la hilaridad entre el público.

Litten trituró a Hitler en aquel juicio y posteriormente afirmó que Hitler había cometido perjurio al menos en cuatro ocasiones. Hitler no fue sancionado, pero políticamente el partido había sido puesto en evidencia y recibió un fuerte varapalo. El 10 de mayo de 1931 Goebbels escribió en su Diario: "la prensa se está superando a sí misma a la hora de contar mentiras sobre el interrogatorio de Hitler. Todavía hay motivos para sentirse preocupados".

Hitler nunca olvidó aquellas sesiones y cuando finalmente tomó el poder se ocupó, primero de acabar con su carrera y finalmente 'lo suicidó' en 1938 tras someterlo a largas torturas y vejaciones durante sus años como preso político —el sí— en Dachau.

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