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Antonio Escohotado

El titán y la doncella (I)

La vida del capitán y luego almirante John Smith merece sin duda alguna atención.

La vida del capitán y luego almirante John Smith merece sin duda alguna atención.
Escena de la película El capitán John Smith y Pocahontas | Cordon Press

El capitán y luego almirante John Smith, que nació en Lincolnshire —donde dos generaciones después lo haría Isaac Newton—, merece sin duda alguna atención. Teniendo 16 años, y una tabla de valores acorde con clase media tirando a humilde, la muerte de su padre le decidió a enrolarse en la Navy, y luego en contingentes de caballería e infantería, centrados por entonces en repeler la expansión otomana. De ahí un condado, y un escudo de armas con tres perfiles tocados por turbante, obsequio de Segismundo Bathory, príncipe de Transilvania, celebrando que el joven Smith derrotase y decapitase a tres expertos en sable, uno por uno y tras el casi siempre breve duelo sin cuartel.

En su vecindad, y en círculos londinenses, poco tardaron en aparecer voces y escritos seguros de que no fue para tanto, aunque apenas empezaban peripecias mucho más memorables, jalonadas por hechos de armas pero presididas por el destino del explorador, el estadista y el literato, cuya palanca salvadora fue una vez y otra un descomunal sex appeal. Los turcos ganarán alguna batalla, su unidad será apresada y él mismo vendido como esclavo en Estambul; pero su acaudalado adquirente no contó con semejante don, y le empleó como guardaespaldas de su principal concubina, sin apresurarse a castrarle como era costumbre.

Llegado el día, la joven turca estaba ya prendada de él, y su pasión subió de punto cuando le desnudaron al efecto, pues Smith era todavía más apuesto sin ropa que con ella, y como su señor andaba de viaje se las arregló para evitarlo con algún pretexto. Velando caballerosamente qué pudo ocurrir aquella noche, el diario de nuestro inglés menciona solo que —tras desembarazarse de algunos guardias— montó el mejor caballo, y galopó hasta la otra línea del frente. Allí fue recibido con los vítores propios del héroe por segunda vez, azote implacable de infieles, y aprovechó la admiración para regresar cómodamente a Londres.

Otro hubiese quizá dirigido sus pasos hacia el condado de Transilvania, donde le esperaban varios castillos y millares de siervos, y no me consta si entre sus razones estuvo el parentesco del príncipe Bathory con monstruos como su prima, la condesa Isabel, y su ancestro Vlad el Empalador, más conocido como conde Drácula. Cultivadores ambos de la llamada magia roja, Isabel se bañaba en sangre humana para rejuvenecer, y murió recluida en uno de sus aposentos con la ventana casi totalmente tapiada, recibiendo el alimento a través de una gatera, tras torturar hasta la muerte a más de 650 doncellas con nombre y apellidos, mediante artilugios cuya mera mención deshonra a la memoria.

Smith no pudo ser más ajeno por temperamento y principios a territorios donde hasta el último tercio del siglo XIX la nobleza ni tributó ni estuvo sujeta a enjuiciamiento. Cualquier margen absoluto de discrecionalidad invita a la salvajería, y es curioso que ese tipo de dominación absoluta no renaciese hasta triunfar en Rusia una guerra de la cooperación contra la competencia, dirigida por padres-comandantes ateos, según los cuales la virtud llega antes y más profundamente pasando por el terror revolucionario. Aligerado de traidores, un pueblo al fin no codicioso podrá dar rienda suelta a una creatividad tan espontánea como sin sobresaltos, dominando la actividad económica en vez de esclavizado por ella. El primer albacea de dicho plan —no lo olvidemos— se exhibe incorrupto desde 1924.

Será difícil encontrar en John Smith nada emparentado con la disposición sectaria, aunque su tiempo fuese un caldo de cultivo impar para congregaciones de dissenters, avergonzadas por el desgaste de las Iglesias oficiales, cuyos pastores solían ser modelos de modestia y competencia en actividades extra pastorales, como los rabinos antiguos. Siquiera sea por ósmosis, Smith absorbió de ese clima su énfasis en la laboriosidad, cuando todavía no habían surgido ni la gran industria ni el dinero de confianza, imprescindible a tales fines; pero abundaban vocaciones profesionales, reñidas con la servidumbre rural tanto como con el gremialismo vigente en medios urbanos, y dispuestas a fundar en el Nuevo Mundo comunidades no sumisas a reglamentos arbitrarios ni privilegios.

Cuando las energías acumuladas en torno a esa aspiración pasaron de la potencia al acto, el resultado fue que la cabeza de playa original —Jamestown— se sostuviera dos años y medio gracias a su amalgama de guerrero intrépido y galán irresistible, sobre el telón de fondo aportado por Merchant Adventurers, una asociación privada de comerciantes que llevaba dos siglos imitando a la pionera Liga Hanseática, y tratando de evitar que monopolios de ésta estrangulasen su propio tráfico, cada vez más concentrado en llevar colonos y vituallas a la franja de costa comprendida entre Florida y Canadá.

Pocas décadas después Merchant Adventurers pasó a ser dirigida por cuáqueros, los dissenters más cultos, libres e influyentes de todos los tiempos, cuya Sociedad Religiosa de los Amigos renuncia nada menos que a dogmas, sacramentos y jerarquías, admitiendo incluso al budista y al ateo. William Penn, uno de sus héroes iniciales, no tardó en convertir el gigantesco territorio regalado por el monarca británico —"para que os larguéis todos"— en la primera república democrática moderna, Pennsylvania, cuyos estatutos copiará en buena medida la posterior Constitución norteamericana. Renunciando a cualquier sinecura personal o hereditaria sobre esas tierras, la amarga ironía de confiar en un secretario ladrón hará que el otrora mayor terrateniente del orbe, luego simple granjero entre otros, muera en una prisión para deudores.

Pero volvamos a Smith, que con tres naves fletadas por la Virginia Company, filial de Adventurers, desembarca en 1607 y funda su colonia a unos cien kilómetros de ese punto, remontando el curso del Chesapeake. Tocado quizá por celos unidos a alguna dama del pasaje —en una travesía que tomará tres meses—, el capitán le acusa de motín y pretende ahorcarle sin demora; pero los estatutos de la Compañía mandan esperar a una carta abierta en destino, donde verse nombrado jefe militar de la expedición zanjó cualquier duda sobre su autoridad. A partir de entonces sus hazañas son imposibles de seguir sin llenar al menos una página, pero interesa ante todo lo que piensa al tercer día de internarse en aquellas tierras, siguiendo entradas sucesivas de su diario:

Cielo y tierra nunca casaron mejor, por lo que se refiere a morada humana… Aquí todo hombre podrá ser señor y propietario de su propio trabajo... Y si solo tuviese sus manos, podrá enriquecerse rápidamente mediante industrias.

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