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Jesús Laínz

El decano republicano

Republicano, anticatalanista y, en 1933, presidente del Gobierno, al estallar la guerra civil, manifestó su adhesión a Franco.

Republicano, anticatalanista y, en 1933, presidente del Gobierno, al estallar la guerra civil, manifestó su adhesión a Franco.
Alejandro Lerroux | Cordon Press

Alrededor de la cuna de la Segunda República pulularon numerosos recién llegados a la causa republicana. Algunos de ellos representaron papeles muy destacados tanto en su alumbramiento como en su gobernación, como los exmonárquicos Miguel Maura y Niceto Alcalá-Zamora. Pero entre tanto advenedizo destacó alguien que podía presumir de un largo currículo republicano: el cordobés Alejando Lerroux.

Desde joven ejerció de activista, de periodista y hasta de duelista, por lo que dio con sus huesos en chirona en no pocas ocasiones. Y en otras, para escapar de la justicia por sus polémicos escritos o por su complicidad en la Semana Trágica de 1909 y la huelga general de 1917, tuvo que exiliarse en Francia y Argentina. Han pasado con notable celebridad a los anales de las citas los incendiarios párrafos que escribió en 1906 para incitar a la juventud a enderezar el rumbo de España por medios revolucionarios:

Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie, penetrad en los registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización social (…) No os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los altares. No hay nada sagrado en la tierra, más que la tierra y vosotros que la fecundaréis con vuestra ciencia, con vuestro trabajo, con vuestros amores (…) El pueblo es esclavo de la Iglesia: vive triste, ignorante, hambriento, resignado, cobarde, embrutecido por el dogma y encadenado por el terror al infierno. Hay que destruir la Iglesia (…) A toda esa obra gigante se oponen la tradición, la rutina, los derechos creados, los intereses conservadores, el caciquismo, el clericalismo, la mano muerta, el centralismo, la estúpida contextura de partidos y programas concebidos por cerebros vaciados en los troqueles que fabricaran el dogma religioso y el despotismo político. Muchachos, haced saltar todo eso como podáis (…) Luchad, matad, morid.

Consideró que la monarquía era el gran obstáculo para la libertad y el progreso de España. Junto a su volcánico republicanismo, la faceta de su actividad política que más le caracterizó y que le procuró los mayores éxitos fue su beligerancia contra el catalanismo rampante desde el 98, al que definió, con agudeza, como "el hijo degenerado del contubernio monstruoso entre una aspiración literaturesca, romántica, y un malestar social subido al periodo agudo con motivo de la catástrofe nacional".

Con motivo del asalto al ¡Cu-cut! por los militares en noviembre de 1905, dio a la prensa un artículo ("El alma en los labios") en el que apoyó a los asaltantes y afirmó que, de haber sido militar, habría ido a quemar "La Veu, el ¡Cu-Cut!, la Lliga, el palacio del obispo (…) y varios conventos, escuelas de separatismo".

Se opuso al apoyo de los republicanos a la Solidaritat Catalana y, ganándose el apodo de "Emperador del Paralelo", se convirtió en la bestia parda de los catalanistas y enemigo irreconciliable de Cambó y Prat de la Riba.

Progresivamente evolucionado hacia un republicanismo moderado, fue uno de los firmantes del Pacto de San Sebastián y ministro de Estado en el gobierno provisional. Pero no tardaría en comenzar a descorazonarse, en mayo de 1931, por una quema de conventos que parecía inspirada por sus fogosos escritos anticlericales de un cuarto de siglo atrás. En sus memorias calificó aquellos hechos como "el primer borrón y la primera vergüenza" de la República naciente.

Vencedor su Partido Radical en 1933 en colaboración con la CEDA, Lerroux alcanzó la presidencia del gobierno, por lo que le tocó lidiar con la revolución socialista y el golpe de Companys de octubre de 1934. Caído su gobierno el año siguiente por los escándalos del estraperlo y el asunto Nombela, perdió influencia hasta el punto de no conseguir acta de diputado en las elecciones de febrero de 1936.

Ante el asesinato de Calvo Sotelo por guardias de asalto y miembros del PSOE, la familia Lerroux decidió ponerse a salvo en Portugal. El mismo 18 cruzó la frontera y algunos días después se le unió el resto de la familia. Su casa fue saqueada, y muchos de sus compañeros, que habían ejercido de ministros, diputados y alcaldes del Partido Radical, fueron asesinados por los republicanos.

Desde el refugio portugués, Lerroux publicó una nota de apoyo a los alzados y envió a Franco varias cartas manifestándole su adhesión. A su compañero de partido Vicente Sierra le escribió para explicarle que apoyar a los alzados era sinónimo de colaborar "con la razón, con la justicia, con el significado histórico de nuestra civilización y progreso".

El 30 de enero de 1937 publicó en el periódico parisino L’Illustration un largo artículo en el que explicó a los lectores franceses su opinión sobre la guerra de España:

Desde el falso triunfo electoral conseguido en febrero por el Frente Popular, España era era el teatro de las violencias más criminales, por las que nadie era castigado. En Madrid eran continuos los incendios y los asesinatos, incluso en pleno día. El gobierno ni lo persiguió ni tomó las más elementales medidas de precaución (…) Me pregunto si, para renovar completamente el Estado actual, no hará falta destruirlo o si bastará con abrir un paréntesis y suspender la intervención de la democracia, es decir, de todos, en la dirección de los asuntos públicos; restringir las libertades individuales para subordinarlas al interés supremo de la nación y concentrar todos los poderes de un pueblo, que se niega a disolverse en la anarquía o a perecer en la impotencia, en las manos de una autoridad, o más bien de una dictadura, que se pusiera inmediatamente manos a la obra y que no cerrara el paréntesis hasta haber conseguido restablecer el orden material, la paz social, el prestigio de la ley, la disciplina del trabajo sin lucha de clases, la justicia sin privilegios, todo ello al ritmo normal de los pueblos que contribuyen al progreso universal, sin fiebres, convulsiones ni delirios, sin que la fuerza bruta de la revolución intervenga para nada en sus actividades, incluso mediante la fórmula legal de la represión (…) Y toda mi obra de sacrificio voluntario, jalonada a lo largo de mi vida por persecuciones, procesos, prisión, condenas y exilio, se perdió en el momento en el que llegó la revolución. Porque para mí la república es la patria, el pueblo, la democracia, la libertad, la justicia, la paz, el orden, el trabajo fecundo, el progreso social, moral y político bajo la autoridad de un poder ejecutivo respetado, capaz, enérgico, austero, estable y firme. Pero todo se hundió de repente: ya no queda ni parlamento, ni democracia, ni libertad, ni justicia, ni orden, ni paz. ¿Qué queda, entonces, Dios mío, de la república? Y, como no concibo la patria sin la república, ¿qué queda de la patria? Porque la patria no puede ser ni esta horda salvaje que, con el pretexto de igualdad social, roba, saquea y asesina; ni esa banda de intelectuales primarios que la dirigen y que, prefiriendo que la obra de veinte siglos de civilización desaparezca, no tienen el heroismo de morir con ella, ni la grandeza, ni la nobleza de asumir sus responsabilidades. Antes de huir, seguros de su impunidad, han saqueado el tesoro nacional, robado los bienes privados, dejando tras ellos, como carne de cañón, el miserable rebaño que pagará con su sangre (…) No se trata de un pronunciamiento militar, sino de un alzamiento nacional tan sagrado, tan legítimo, como el de la independencia en 1808. Mucho más sagrado todavía, puesto que no se trata sólo de la independencia política, sino también de la organización social y económica, del hogar, de la propiedad, de la cultura, de la conciencia, de la vida, en fin, de toda una civilización y toda una historia.

Al cumplirse el primer aniversario del alzamiento, escribió a Franco:

Excelentísimo señor: En el día de hoy se cumple el año del alzamiento nacional que, con el ejército a la cabeza, se inició para salvar a España de la anarquía y de la barbarie. El mismo día pasaba yo esta frontera y los sucesos me han retenido en el apartamiento de este país acogedor. Pocos días después me di la satisfacción de ofrecerle por teléfono mi adhesión personal. Pensando exclusivamente en la patria y abriendo un paréntesis en las actividades con que pretendí servirla, sin renunciamientos ni abdicación algunos, he confiado todas mis esperanzas en su alta representación en la hora de la duda, pero con la seguridad en mi espíritu de que la victoria premiará su sacrificio y el de los españoles que colaboran en la patriótica cruzada. Y me permito celebrar en mi soledad este aniversario, ratificando por escrito mi adhesión leal y desinteresada al hombre que por designio providencial asume la representación nacional en momentos supremos de dolor, de sacrificio y de heroísmo. Con toda consideración, respeto y afecto le saluda; Alejandro Lerroux.

En noviembre de aquel mismo año puso punto final a La pequeña historia, libro en el que plasmó su juicio sobre una guerra cuya culpa cargó sobre unos gobernantes republicanos ("siniestros muñecos fracasados en el régimen caído, sin energía, sin capacidad, sin grandeza de alma, y hasta sin sexo", escribiría sobre Azaña y Alcalá-Zamora) que habían acabado con el imperio de la ley:

Cuando el general Franco apareció en el horizonte de las esperanzas nacionales con la espada en alto, en España ya no existía un Estado ni forma alguna de legalidad. Desde mucho antes la autoridad y la ley habían dejado de ser una garantía para los derechos esenciales de la personalidad humana. Ni la vida, ni el hogar, ni la propiedad, ni la conciencia de cada ciudadano tenían otra seguridad que la que pudieran proporcionarle sus propios e individuales medios de defensa (…) Yo me he preguntado algunas veces cómo habrían reaccionado las democracias que gobiernan, por ejemplo en Inglaterra o en Francia, si en su territorio hubiesen podido ocurrir durante semanas y meses consecutivos sucesos como aquéllos, cuya relación estadística se leyó en el Parlamento español sin que nadie la desmintiera o atenuara, detallando todo género de delitos realizados desde que llegó al poder el Gobierno del Frente Popular. Y todavía hoy me pregunto qué habrían hecho en esos países el gobierno y la opinión si hubiesen visto levantarse en su respectivo Parlamento a un ministro que, luego de oír el discurso de un diputado de la oposición, hubiese declarado: Contra ese hombre, jefe del partido monárquico, ninguna violencia será delito (..) Sigo preguntándome qué habría ocurrido si, inmediatamente después de tales inverosímiles manifestaciones, el diputado aludido hubiese sido asesinado por agentes de la autoridad, dependientes del gobierno y directamente subordinados al ministro que pronunció aquella frase, invitación al asesinato que se ejecutó con todas las agravantes que ha podido prever y consignar en sus códigos la ciencia penal. En España la opinión no reaccionó, el Parlamento no protestó contra el ministro criminal, el Gobierno no le destituyó, los tribunales no persiguieron a los criminales, los criminales no sólo siguieron inmunes, impunes y en libertad, sino que fueron premiados (…) Inglaterra y Francia y las democracias gobernantes de otros muchos pueblos han seguido fingiendo que creían en la existencia de un Estado español y una legalidad española bajo el gobierno de los que habían provocado, tolerado o amparado con la impunidad el saqueo, el incendio y el asesinato (…) La autoridad del Estado y todo lo que constituía una legalidad había dejado de serlo de hecho en cuanto fue incapaz de conservar el orden para la convivencia social y no podía garantizar los derechos individuales, ni reprimir y castigar a los que los atropellaban. Los españoles no estaban obligados a subordinarse a poderes que, al faltarles la base de una legalidad, se había convertido en arbitrarios y anárquicos y, sobre todo, ineficaces.

Y negó que Franco se hubiera rebelado contra un régimen democrático legítimo, sosteniendo, por el contrario, que fue el que defendió la ley y el orden contra una República convertida en anarquía criminal:

Al perecer el Estado y la legalidad de hecho, sus titulares representantes habían perdido de derecho el de exigir a los españoles la obligación de la obediencia. La resistencia y la desobediencia ya no eran delito porque faltaba la autoridad legítima que tuviese derecho a exigir lo contrario. Imperaba la anarquía. Y cuando la anarquía se apodera de un país, y el desorden se convierte en crimen, no se le ocurre a nadie otra manera de establecer una disciplina que apelar a la fuerza (…) Aquéllos, todos, habían dejado de ser legítimos desde que sus agentes se convirtieron en ejecutores y asesinos. La democracia se había convertido en demagogia (…) Luego el ejército no se sublevó: actuó en funciones de poder supletorio cuando todos los demás perdieron su eficacia y su legitimidad (…) El general Franco no se sublevó (…) Hablar de sublevación en este caso es no solamente un absurdo jurídico, sino también una mentira histórica (…) A la hora presente nuestro ejército no sólo defiende la independencia nacional, amenazada por hombres y doctrinas que niegan la Patria, sino también el hogar, la familia, la propiedad, el honor de nuestras mujeres, la vida de nuestros hijos, la religión de nuestros padres, ¡hasta la tumba de nuestros mayores, que ha sido sacrílegamente profanada! El ejército no se sublevó contra el pueblo, que ya no era pueblo, sino rebaño de fieras. No se sublevó contra la República, puesto que salió de sus cuarteles con la bandera de la República, al compás del himno de la República y al grito de "¡Viva la República!". No se sublevó contra la ley, sino por la ley que todos habían jurado defender y que aquéllos habían traicionado. No se sublevó contra la autoridad, que ya no tenía titulares legítimos, ni hombres, ni súbditos, sino para establecer una autoridad. La posteridad hará justicia al gesto heroico del general Franco y al impulso patriótico del ejército. Los espíritus apegados a las apariencias de la legalidad, como los fariseos a la letra de su doctrina, pueden tranquilizarse. Ni Franco ni el ejército se salieron de la ley, ni se alzaron contra una democracia legal, normal y en funciones. Ni hicieron más que sustituirla en el hueco que dejó cuando se disolvió en la anarquía de sangre, fango y lágrimas.

A pesar de su alegría por la victoria de Franco, matizada por su deseo de que el nuevo régimen hubiera consistido en un breve puente hacia otro régimen democrático, no le fue permitido el regreso a España por su antigua vinculación con la masonería, de lo que fue absuelto en 1945. Continuó residiendo en Portugal hasta su regreso dos años más tarde a España, donde, anciano, enfermo y olvidado, fallecería cristianamente en junio de 1949. Al funeral del viejo republicano liberal, defensor de la legalidad frente a los socialistas y finalmente partidario del 18 de julio como solución al caos, acudieron exministros republicanos, exministros monárquicos con el conde de Romanones a la cabeza y gobernantes franquistas como el a la sazón presidente de las Cortes, Esteban Bilbao. Todo un símbolo de la reconciliación nacional que Lerroux siempre deseó.

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