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Agapito Maestre

España y su realidad histórica

Los "federalistas", los separatistas, los socialistas y los comunistas de ayer como los de hoy tenían un enemigo común: la nación española.

Los "federalistas", los separatistas, los socialistas y los comunistas de ayer como los de hoy tenían un enemigo común: la nación española.
Claudio Sánchez Albornoz. | Archivo
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Irradiaciones del vivir hispánico fue el título del ensayo de Américo Castro, que publicó la revista Las Españas, en un número del año 1947. Breve, preciso y brillante es el texto de Castro: España, los españoles y su forma de vivir aún son referencias imprescindibles para que Europa, el mundo, salga de su ceguera pragmática. Nadie lo comentó. Pasó desapercibido. Nunca más volvió a colaborar el humanista en esta revista de los exiliados españoles en México. Castro fue, como dicen los mexicanos, "ninguneado". Carretero y Bosch Gimpera, jefes ideológicos de Las Españas, no soportaban que alguien hablase de "lo español" y menos aún de las formas de vida de los españoles. Se negaban a usar la expresión "aspectos del vivir hispánico". Cuestionaban tanto que España fuese sujeto histórico como que los españoles fueran considerados un agente histórico colectivo. No estaban en modo alguno dispuestos a hablar de un "nosotros" español. Repudiaban, pues, La realidad histórica de España, título final que dio Castro, en 1954, a la obra que en su primera versión de 1948 llevaba el de España en su historia.

España era, sin duda alguna, algo más que una molestia. Era el principal enemigo a batir. Los "federalistas", los separatistas, los socialistas y los comunistas de ayer como los de hoy tenían un enemigo común: la nación española. Odiaban a España y, de paso, a todos los autores que consideraban un imposible estudiar España sin Castilla. Por lo tanto, despreciaban a Menéndez Pelayo, el 98, Ortega, Américo Castro, Sánchez Albornoz y Laín, quienes, a pesar de sus diferencias, partían de la imposibilidad de estudiar la historia de España moderna al margen de Castilla. Tampoco se libran de este prejuicio la actual historiografía "oficial" de las universidades españolas. La acusación de "castellanismo" a esos grandes estudiosos de la historia de España suena cada vez más a chascarrillo ridículo, pero forma parte del "pensamiento" políticamente correcto: Castilla, el centro o, en su defecto, Madrid son las principales culpables de los males de España… Absurdo. Hace tiempo que dejó de tener sentido, salvo para los separatistas, esa apelación a Castilla, porque fue subsumida definitivamente en la nación española. Ahí reside, como nos enseñó César Alonso de los Ríos, su grandeza: desapareció a favor de su propia criatura.

El propio Américo Castro en la importantísima introducción que puso a la última edición de La realidad histórica de España respondió a sus críticos:

Algunos piensan que a mí me interesa sólo la media España castellana y no la otra. Mas, en primer lugar, yo no tengo la culpa de que Castilla haya estado a punto de absorber totalmente a toda la Península; si no lo logró, el motivo tal vez fue haber llevado al extremo su abstracto poder imperativo ('la dimensión imperativa de la persona') junto con su casticismo orientalizado y teologizado, y su paralizante limpieza de sangre. De todas suertes, la lengua castellana y lo escrito en ella por gentes de las tres castas, ahí está. Si otras lenguas peninsulares no llegaron a tanto, la culpa no es de los castellanos, sino de las gentes que hablaban otras lenguas (…). Las lenguas se abren caminos ascendentes a través de lo escrito en ellas por quienes las hablan. (Castro, A.: La realidad histórica de España. 3ª ed. renovada. Porrúa, México, 1966, p.38).

Pero no creo que Américo Castro fuera cuestionado por sus discutibles afirmaciones e investigaciones sobre la historia de España y los españoles, por su castellanismo o por mantener que España tuvieran su origen en Covadonga con la Reconquista, por considerar al mismo nivel las castas cristianas, judías y musulmanas en la formación de España o por mantener que el epitafio de Fernando III, en la catedral de Sevilla, refleja el verdadero ser de España y no el epitafio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, en la catedral de Granada.

Ni la derecha ni la izquierda discute con Castro

Ninguna de esas cuestiones y otras mil que trata Castro en su obra, todas ellas discutibles desde el punto de vista científico, son motivos suficientes para ser rechazado. Es su voluntad resuelta e inquebrantable por desmitificar nuestro pasado la razón clave de sus desdichas. Su sistemática mitoclastia nunca fue bien recibida por nadie. Ni siquiera hoy Castro es estudiado con mirada limpia en las universidades españolas. Ni la derecha ni la izquierda, y mucho menos los separatistas, están dispuestos a discutir con Castro. Temen ser despojados de sus mitos en un debate científico. Cualquier cosa, pues, antes que dejarse arrebatar sus falsos dogmas. Ni quienes vivían de la queja sobre la eterna decadencia de España de los siglos XVI y XVII, ni quienes negaban que España hubiera integrado a sus pueblos prerromanos, en fin, ninguna tendencia extrema, exagerada, a la hora de pensar España podría aceptar de buen grado que "el pasado español siempre ha sido problema de difícil trato para quienes han intentado juzgarlo con mesurada reflexión" (p.23).

Además, pocos han querido comprender que la tarea crítica de Castro iba unida a su pasión, su genuino patriotismo, por España. Fue el primer autor en el siglo XX, después de la Guerra Civil, que puso pie en pared para combatir una historiografía que se alimentaba de lamerse sus propias heridas. La angustia y el descontento, los estros básicos de la historiografía española de todos los tiempos, tenían que dar paso a una "nueva luz" sobre nuestro pasado. No solo se trataba de aumentar nuestros saberes, conocimientos y materiales, sino de someterlos a un nuevo criterio crítico. Castro somete a crítica la historiografía vigente y pone en cuestión sus propios planteamientos. Su obra está abierta siempre a nuevas revisiones. De ahí que sean tan importantes las introducciones que hace a su obra clave. Eso fue algo inédito en un país acostumbrado a no enmendar jamás opiniones. Castro trae aire fresco. El realismo es su hilo conductor. Había que enfrentarse con el verdadero pasado español y no forjarse uno ilusorio.

Aunque esta ilusión, dice Castro, en un afán comprensivo poco común entre nuestros intelectuales por comprender al disidente, "es tan explicable como excusable, pues es directo reflejo de la inquietud sentida por algunos eminentes pensadores del siglo XIX y comienzos del XX, que incluso llegaron a dar por inválidos y vacíos los tres o cuatro siglos que nos han precedido" (p. 22). Esa forma de pensar y sentir, esa idea y sentimiento, en fin, esa manera de encarar nuestro pasado entre el arrebato y el dolor es una manifestación clara de "vivir desviviéndose", una nueva expresión, en realidad, un nuevo concepto elaborado por Castro para entender la historia integral de España. Respeto, sí, trae la obra de Castro sobre todo esos pensadores que "viven desviviéndose", pero a la par aporta un trabajo serio y riguroso para superar ese existencial pesimismo sobre la historia de España, o peor, un enfrentamiento a cara de perro contra todos los tópicos que se fueron acumulando en los libros de historias y manuales al uso sobre la historia de España en general y, especialmente, sobre esa visión dogmática que excluye a moros y judíos de la formación y desarrollo de España.

La realidad de la historia y sus contradicciones

Castro mira de frente la realidad de la historia de España y asume sus contradicciones. "La búsqueda de una realidad no fabulosa" de la historia de los españoles, primer capítulo de la obra de Castro, lejos de ser sometida a crítica y pública discusión, era sencillamente silenciada, entre otros motivos, porque sus propósitos excedían la esfera de la investigación sobre el pasado y trataban de ser útiles mediaciones para mejorar la vida de los españoles. La realidad histórica de España debería proyectarnos sobre el futuro, naturalmente, exonerada en la medida de nuestras posibilidades de todos los lastres negativos que se habían desarrollado en el pasado. La historia no era, pues, una cuestión del pasado, de sabiduría sobre lo sucedido en otras épocas, sino de una conexión entre el pasado, el presente y el futuro.

Ciento son las anomalías que descubre Castro en nuestro pasado, a veces bien justificadas y otras únicamente sugeridas, pero hay una que no podemos dejar de subrayar, en realidad, de reiterar en una sección titulada A vueltas con España: nuestra anómala manera de enfrentarnos al pasado. Ya desde el siglo XV, como puede estudiarse en la Coplas de Jorge Manrique, nuestras mentes más despiertas contemplan con horror su inmediato pasado como si no fuera digno de ser historiado. Una mezcla extraña de amor y dolor de España ha invadido siempre a nuestros grandes personalidades intelectuales y literarias: "El descontento y la angustia trazaron la pauta de la historiografía española (…). Unos lo desvalorizan (el pasado) y lo privan de estructura constructiva; frente a esa 'desvertebración', hay quienes niegan que haya habido decadencia española. Al derrumbarse la monarquía de 1931, hasta hubo quien propusiese como ideal político comenzarlo todo 'da capo', como si la historia de España no hubiera existido. Todo lo cual refuerza la sospecha de que la vida de los españoles ha sido única; para mí, espléndidamente única" (pp. 23 y 24).

Qué era lo español

Por eso precisamente, porque la vida de los españoles es singular y única, Castro concentró todas sus energías, después de la Guerra Civil, en descubrir qué era lo español. Se trataba de indagar la genuina autoctonía del pasado español y no tergiversarlo con ideologías y nomenclaturas ajenas a él:

Mi problema es, ante todo, el de la radicalidad de lo español no el de su frondosidad. El tema de ésta y otras obras mías no es la política, ni la religión, ni la economía, ni el catalanismo, ni el centralismo opresivo, ni la técnica, etc. Quienes amablemente sugieren (son bastantes) que escriba una obra sistemática y bien estructurada, no se dan cuenta de que mi interés se encuentra en lo español (por ejemplo) de la economía, y no en la economía de los españoles. (p. 7).

Lo genuinamente español, los españoles auténticos, esos "que espontáneamente se veían como una trabazón de cristianos, moros y judíos", no se compadece con esa tensión imperial "española"que, desde el siglo XV, nos incitaba y exigía a que nos creáramos gloriosos ascendientes para legitimar nuestro prestigio político y nos adornásemos con cultura humanística de la que estábamos lejos. Afirmar que Trajano y Séneca, concluye Castro, son españoles refleja una falta radical de sentido de la realidad histórica. Es una fábula, una alucinación, "explicable por una especie de psicosis colectiva". Es una ingenuidad que acabará desapareciendo de los libros, cuando "los lectores se den cuenta del sofisma implícito en dotar de un mismo sentido los vocablos 'Hispania' y 'España' -una identidad tan sofística como sería el fundir los sentidos de la 'Italia' de Augusto y el de la 'Italia' de la monarquía de los Saboya" (p. 147). He ahí una ironía, un ejemplo más de la crítica ejercida por Castro, contra quienes se rinden a explicar lo español recurriendo a quimeras como pudieran ser subordinarse a nuestro clima o a una especie de carácter psicológico que se repite a lo largo de la historia.

Sea como fuere, Castro no rehuye la autocrítica y, después de dar argumentos sólidos sobre por qué lo español es un "entrecruce de tres castas de creyentes", no excluye que su historia, pasión y saber de España sea producto de una quimera. Ahí va la prueba de su humilde saber. Perdonen la latitud de la cita, pero es imprescindible para percatarse de cuál es la verdadera dimensión intelectual y humana del personaje:

Me rendí a la evidencia de que la disposición de vida, hoy española, fue como tejido de tres hilos, sin que quepa excluir de él ninguno de ellos. Los historiadores sabios, en ciertas ocasiones, hablan de objetividad, tanto como los críticos literarios de tipo ´científico`. No quieren descubrir su intimidad al enfrentarse con fenómenos humanos, porque eso a un sabio, sobre todo si es alemán o inglés, le parece muy 'shocking'. Dan suelta, en cambio, a veces con gran cinismo, a sus odios y rencores sin la menor continencia. El antiislamismo y antijudaísmo llegan a límites cómicos, según he hecho y haré ver. Mas hay que poner valladares a la historiografía fabulosa. Hay que hurgar en intimidades sensibles del pasado, para muchos dolorosas, no por el gusto de hacer ciencia, sino para suscitar clarividencias y templar los ánimos frente al más incierto futuro que se va a presentar al Occidente después de la caída del Imperio Romano. Y el español, entre los europeos, quizá sea el menos en contacto con el sentido de su propio pasado. Estoy persuadido de que en el cielo de España no sonreirán las hadas y los hados mientras vida que fue, y sigue ahí latente en sus consecuencias, no sea manifestada, valorada y transmitida en formas de actividad que sin destruir aquélla, la hagan apta para enfrentarse con los problemas ante los cuales se hallan los habitantes de la Península. De ahí que para el historiador, su primer deber sea hacer volver a los hispanos de la alucinación respecto de sí mismos, y estimularlos a desechar la apatía ante el esfuerzo calculado, y a tomar precauciones ante la violencia como sustituto del vacío existencial. ¿Quimera? Puede ser. Mas ha habido otras mucho menos justificadas, y cuyas consecuencias fueron bastante funestas (pp. 66 y 67).

Reitero mi petición de excusas, amable lector, por la extensión de la cita, pero es toda una prueba para conocer el propósito último de toda la obra de Américo Castro. El grandioso esfuerzo intelectual de Castro por ver claro qué es lo español, qué son los españoles, no tiene mejor finalidad que liberarnos de nuestros fantasmas. Su empeño y compromiso es moral. Práctico, o mejor, político es el objetivo de La realidad histórica de España. Es necesario conocer el pasado de España sin prejuicios y sin deformaciones para saber enfrentarnos al problemático futuro. Sin una visión clara de su historia, el pueblo español "se me aparece como la figura de un esgrimidor, ya sin espada, que continuase agitando sus brazos y sus palabras, con la misma vehemencia de quien cruza su acero con el de un adversario ya inexistente. Si ya no hay castas, si somos simplemente españoles, ¿por qué no dirigir la voluntad, constructivamente, hacia la periferia de la personal y no hacia sus centros irreductibles?" (p. 265).

Pero de esta despedida de Castro del pasado casticista del pueblo español ya habrá tiempo de tratar cuando, en una próxima entrega, recojamos las críticas de su gran contradictor, Claudio Sánchez- Albornoz, quien al trazar el plan de su propia obra, España, un enigma histórico, hizo el mayor reconocimiento que puede hacerse de la obra castrista: "Como ha sido Castro el más sutil, el más audaz, el más ingenioso, el más original, el último de cuantos se han asomado a los horizontes del pasado de España, van a ser sus tesis las más discutidas en estas páginas" (Sánchez Albornoz, C.: España, un enigma histórico. T. I, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1956, pp. 18 y 19).

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