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Agapito Maestre

España, un enigma histórico

El debate intelectual sobre el "ser de España" entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz está lejos de haber sido resuelto.

El debate intelectual sobre el "ser de España" entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz está lejos de haber sido resuelto.
Detalle de 'La expulsión de los judíos', de Emilio Sala | Wikipedia

El debate intelectual sobre el "ser de España" entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz está lejos de haber sido resuelto, aunque muy pocos especialistas dejan de reconocer que los dos están asistidos por razones suficientes para sentirse vencedores en sus respectivos campos de trabajo e investigación. Mientras que don Américo defendió con exactitud y veracidad que es imposible comprender España, especialmente la historia de la literatura española, sin el entrecruce de creencias, ideas y lenguas de cristianos, moros y judíos, don Claudio ha conseguido convencer a la mayoría de sus lectores de que España, en el ámbito de la historia de las instituciones, es imposible comprenderla sin su original pasado romano y cristiano.

Comparten, sin embargo, estos dos autores una preocupación común por la historia de España, o mejor, para que nuestro país no repita los mismos errores. Todavía podemos aprender algo de esta lección. Aún es el tiempo de tratar con sindéresis la cuestión de España. Toda prudencia es poca para saber que existen en España determinadas "fronteras" que sería mejor no atravesarlas. Ellos nos dan más de un argumento para saber que España, después de la Guerra Civil, es sentida como un terrible malestar. Ese malestar podemos formularlo con sencillas preguntas: ¿cuál es el singular problema de España?, ¿cómo podemos explicar que hoy se exalten los valores nacionales, especialmente el valor nacional de España, y mañana se niegue toda idea nacional?, ¿cuáles son los argumentos para entender que ayer se dijera que España es un país sin pulso, por utilizar la expresión de Silvela, y mañana se exalte la nación y se defienda un Estado férreamente unitarista?, en fin, para don Américo y don Claudio es cuestión clave plantearse por qué llegaron los españoles a matarse como bestias salvajes, entre el 36 y el 39, por una idea de España.

Es obvio que para ellos, como diría por esa misma época Pedro Laín Entralgo, España era un problema. Dicho sea de paso, el libro España como problema, de Laín, y Escrito en España, de Dionisio Ridruejo, eran los títulos de las obras de dos intelectuales disidentes no tanto del falangismo como del franquismo, que se daban la mano con las de sus colegas del exilio, y abrían una grieta importante a la feroz y, a veces, ridícula "conciencia nacional" impuesta en las dos primeras décadas del régimen de Franco. Aunque el inteligente Rafael Calvo Serer escribiera, contra Laín, España, sin problema, el asunto quedaba abierto en canal y, por supuesto, se iniciaba, sí, a comienzo de los años sesenta, la puerta a un proceso de des-nacionalización progresiva de España que, en mi opinión, es mucho más preocupante que el sufrido a finales del siglo XIX.

En esa circunstancia, sin duda alguna, dramática, pues que el debate intelectual no se daba en condiciones institucionales normales, la obra de Sánchez Albornoz, cuyo título ya nos da una idea de su carencia de dogmatismo doctrinario, España, un enigma histórico, representa el mayor intento por construir una "idea" de España a partir del debate no sólo con la obra de Américo Castro, quien es considerado el más original y audaz de los intelectuales de su época, sino también con historiadores, filósofos y humanistas que en la España de Franco están planteándose problemas similares. Este último aspecto no se ha destacado suficientemente, pero es una prueba contundente contra aquellos ideólogos de la "izquierda" del exilio que desconsideraron por completo el trabajo intelectual en la Península. Cualquiera que se acerque a la obra de Sánchez Albornoz comprobará fácilmente que en su libro figuran amplias referencias a quienes trabajaban en esa época en España, entre otros, podríamos mencionar a Emilio García Gómez, Laín Entralgo, Juan José López Ibor, José María Jover, Vicente Palacio Atard, López Aranguren, Julián Marías, Rodríguez Casado, por no citar a discípulos del propio Sánchez Albornoz, como Luis G. de Valdeavellano, que trabajaban en la universidad española.

La confrontación intelectual que abrió Sánchez Albornoz, desde que comenzará a criticar, en 1948, a Castro por su España en la historia, hasta la publicación, en 1956, de España, un enigma histórico, fue tan rica que consiguió que Castro cambiara el título de las segunda edición de su obra, La realidad histórica de España, y escribiera prólogos, sin duda alguna muy relevantes, a diferentes ediciones de su libro, que trataban de contextualizar y, a veces, se extendían en dar explicaciones de algunas de sus tesis. Algunas de las polémicas intelectuales que levantó Sánchez Albornoz siguen tan vivas hoy como en su época. Salvo en determinado asuntos muy generales y abstractos, tampoco crean que los "bandos" en discordia están claramente delimitados, por ejemplo, Pedro Laín Entralgo, que había aceptado, desde el punto de vista de su cristianismo renovador, la tesis del entrecruce de castas de Castro, no tuvo sin embargo dificultades para criticar que los españoles hubieran aceptado fácilmente los métodos de percepción de la realidad por los semitas.

Laín Entralgo ponía límites precisos a la tesis de Castro acerca de que los españoles enfrentábamos la realidad sólo de modo escatológico y personalista. En este punto es imprescindible citar a Sánchez Albornoz, quien leía, naturalmente, al ilustrado falangista con verdadero fervor intelectual: "Laín Entralgo la ha combatido las tesis de Castro desde dos frentes: ´Una de las más potentes consecuencias intelectuales de la idea helénica del mundo —escribe— es el concepto latino de substantia. Una visión ´substancial` de la realidad… parece rigurosamente inconciliable con la actitud española frente al mundo que ha descrito de Castro. Y Laín alega en prueba de tal contradicción la sorprendente penetración del término ´substancia` y de sus derivados en el lenguaje popular español. Y combate también la afirmación de Castro trayendo a capítulo la captación de la realidad por Velázquez y por Zurbarán. ´Su hispánico personalismo —dice Laín Entralgo— no impidió a Velázquez contemplar la realidad según la presencia de lo que ella es, en amoroso y suareziano respeto de su esencia existente y de su existencia sustancial. Para Velázquez no parece haber sido la realidad sólo ´lo que sintió, creyó e imaginó`, como afirma la extremada tesis de Castro, sino que en cada caso correspondía a la naturaleza y sustancia del hombre que pintaba. 'He aquí —dice luego— los objetos materiales pintados por Zurbarán : esas portentosas vasijas de barro que se alinean , exentas, realísimas sobre el lienzo del Prado… En toda la pintura europea —concluye Laín— ¿hay 'cosas' más limpiamente atenidas a lo que en sí mismas son, más fieles a su propia ´sustancia`?" (I).

Esta larga cita que hace Sánchez Albornoz de Laín Entralgo muestra varias enseñanzas de la polémica. Aparte de la repercusión inmediata del debate de dos exiliados en la España de Franco, los intelectuales franquistas, como es el caso de Laín, influyen en los principales actores del debate. La relación estrecha que se establece entre pensadores e historiadores que están en distintas posiciones políticas, el primero en el exilio y el segundo dirigiendo aún los destinos culturales del franquismo, es digna de recordarse, entre otras razones, porque es un claro ejemplo de que este debate intelectual no quedaba lastrado por las posiciones ideológicas de los autores que en ella intervenían. Los argumentos científicos no estaban al servicio de ningún actor político. Dominaba la voluntad de verdad sobre la voluntad de servicio. Acaso por eso siga siendo la mayor discusión intelectual de la España del siglo XX. La otra gran enseñanza que extraemos de este texto se refiere al "realismo" hispano, de origen romano, que Sánchez Albornoz expande por todo su libro, queda avalado por la consideración filosófica de Laín Entralgo. En verdad, la visión "realista" de la vida, frente a la personalista, de los españoles que mantiene Sánchez Albornoz se extiende a "muchos autores hispano-musulmanes transidos de españolía o de hispanismo (…). Esa visión realista fue general entre las masas islamistas españolas, de orientalización cultural muy tibia y apenas orientalizadas vitalmente" (II).

Ahí exactamente situaba Sánchez Albornoz la clave de su crítica a Castro. Las instituciones medievales españolas, cuyo conocimiento conocía de primera mano don Claudio, apenas cambiaron nada sustancial con las invasiones musulmanas. La contextura vital de España, conformada por sus orígenes prerromanos, romanos visigóticos, no se arabiza. Demuestra contra Castro, quien retrasa al siglo XIII la conciencia de reconquista, que ya en el siglo IX existen crónicas donde los cristianos están obligados a conquistar las tierras usurpadas por los musulmanes. La guerra santa de los cristianos tiene sus propias fuentes de legitimación sin necesidad de recurrir a las musulmanas. Además de reducir el influjo musulmán en la España medieval, insiste en dos asuntos no menores contra el castrismo: por un lado, siempre fue muy significativa la presencia y permanencia de los cristianos mozárabes entre los musulmanes. Y, por otro lado, la mayoría musulmana estaba compuesta por hispanorromanos y visigodos convertidos al islamismo; no se debería olvidar en este punto que el islamismo es una fe tan sencilla que no necesita ser comprendida, sino simplemente aceptada…

Tres observaciones, en fin, hace don Claudio a don Américo que son dignas de retenerse como presupuestos para comprender su gran contribución a la historia de España que no es otra, en mi opinión, que sus estudios para saber por qué España no consiguió entrar en la Modernidad como otras naciones de Europa. Algo que dio lugar a la aparición de la formación de dos Españas enemigas e irreconciliables, que aún determina el futuro de nuestro país. Quizá no haya mejor manera de entrar en esas aportaciones, reitero, que considerar la primera gran crítica de Sánchez Albornoz a Castro, a saber, puede hablarse de españoles, de España, antes de la invasión musulmana:

"Américo Castro, consciente de la falla de su tesis, declara que no puede rastrear el aspecto y la forma de lo español antes del años 800. No; no es imposible conocer la esencia de lo hispánico anterior al 800. Castro ha llegado a esa convicción porque en su obra parte del error de no prestar atención a lo que hicieron los españoles sino a lo que escribieron (…). Faltaron a Castro el proyecto y la decisión, no los elementos para escuchar a los hispanos de los milenios que precedieron a la invasión árabe de España" (III). Si hubiera estudiado las acciones de los españoles y no lo que escribieron, concluye Sánchez Albornoz, podría haber percatado de la imposibilidad de una arabización de la contextura vital de los españoles.

Tampoco podía estar de acuerdo Sánchez Albornoz con la idea de tolerancia religiosa que existió en la Edad Media española, según Castro, por la simbiosis de musulmanes, cristianos y judíos. La tolerancia fue un hecho, pero "no por invención muslim y posterior simbiosis de formas de vida hispanas y arábigas, sino porque la presencia y entrecruzamiento en la Península de tres pueblos de credos religiosos distintos los obligó a respetarse recíprocamente, los dos Estados, cristiano e islamista, fueron tolerantes con las tres religiones de sus súbditos y de sus enemigos. Pero, cuidado, he escrito y no a humo de pajas 'los dos Estados' y no los dos pueblos, porque la tolerancia, tanto en Al-Ándalus como en tierras cristianas, floreció entre las minorías que regían el Estado y no entre las masas por ellas gobernadas. Castro no ha captado esta fundamental diferencia. Los hechos la atestiguan sin embargo de modo tajante" (IV).

La distinción entre el Estado y las masas populares permitió a Sánchez Albornoz adentrarse en el estudio de las relaciones entre el Estado y la Iglesia, especialmente sobre su mutua necesidad para el mantenimiento de la paz pública y la prosecución de la guerra contra los islamistas. En este contexto llegaba a la investigación sobre la Inquisición al comienzo de la Edad Moderna. Los criterios de Sánchez Albornoz son, curiosamente, casi enteramente coincidentes con los de Américo Castro:

"Castro ha insistido con mucha erudición y agudeza en la misma tesis (…). Y hoy no cabe dudar de que la Inquisición fue una satánica invención hispano-hebraica; se debería a los conversos la idea misma de su establecimiento; el turbio denunciar de sospechosos tendría hundidas sus raíces en las repugnantes denuncias de los malsines judíos, y los españoles habrían redondeado la obra —añado yo— guiados por su agudo sentido jurídico. Parece tener Castro razón al señalar la estirpe hebraica del gran inquisidor Torquemada (…). La Inquisición, de estirpe hebraica, pocas herencias más sombrías y ponzoñosas ha recibido España en el curso de la historia" (V). Para Sánchez Albornoz fue la Inquisición la institución determinante del agostamiento de la ciencia española que empezaba a despuntar en el siglo XVI.

Tampoco fue ambiguo Sánchez Albornoz sobre la expulsión de los judíos. Enfocó el asunto como un hecho histórico inevitable y fue contundente en su juicio histórico: esa expulsión fue necesaria y tardía: "Creo por todo ello —y no he de callar mi opinión aun a riesgo de escandalizar a muchos y de incurrir en la excomunión mayor de otros— que la expulsión de los judíos hispanos fue tardía. Realizada un siglo y medio antes de 1492, habría cambiado la psiquis de los españoles y la faz económica de España (…). Sí; la inevitable expulsión de los judíos fue tardía, pero en verdad no pudo realizarse antes. Porque sólo entonces, unidos Castilla y Aragón, desapareció el peligro de que los expulsado de uno de los dos reinos huyeran al otro y acrecentarán su población y su potencial tributario (…). Nunca los hubiera expulsado motu proprio don Fernando el Católico, nieto de judíos por su madre doña Juana Enriquez, como Castro ha recordado (…). La expulsión —concluye Sánchez Albornoz— fue bárbara y cruel y, por lo tardía, inoperante. Coincidió con la más insospechada coyuntura histórica que jamás se ha presentado a un pueblo; y ese sincronismo lastró terriblemente el despliegue del potencial psíquico y económico de España en el instante decisivo de su historia" (VI).

De esa compleja y rica coyuntura histórica, que quizá los españoles de entonces no supieron aprovechar hasta el punto de hacer fracasar la modernidad, escribiré en una próxima entrega, pero a un español de hoy, ante el panorama histórico que describe Sánchez Albornoz lleno de relaciones y luchas entre moros, judíos y cristianos, ¿le cabría plantear del mismo modo que lo haría otro europeo sus vínculos y relaciones con el actual mundo semítico? Sin ser un determinista histórico, creo que sería un error no hacerse cargo de nuestra historia de España para responder, por ejemplo, a este par de preguntas: ¿cómo "comprender" y "entender" qué es la yihad?, ¿confía el hombre del mundo occidental del mismo modo en un judío que en un cristiano? Perdone, querido lector, por la simpleza de mis interrogantes, pero quizá valgan para reflexionar sobre nuestro presente sin que nuestro pasado sea un peso demasiado duro.

Sobre la primera cuestión o simpleza aquí les dejo mi pensamiento, o mejor, mi pulso para pensarla. Creo que las contradicciones y los lugares comunes se agolpan a la hora de dar explicaciones sobre los terribles atentados de naturaleza "islamista" en el mundo entero y en España en particular. También yo reconozco mis limitaciones a la hora de decir algo con sentido sobre esta guerra mundial, que golpea ahora con especial virulencia a los europeos. Pero hay algo peor que la falta de criterio, son las perversas exégesis de esos sucesos, me refiero a las opiniones "occidentales" que buscan justificaciones del terrorismo. Vivimos en una confluencia histórica tan compleja y, a la vez, tan llena de vacíos conceptuales y ciegas intuiciones, que quizá no estemos preparados para aportar una sola idea que nos ayude a esclarecer la tragedia del terrorismo yihadista.

Nada de eso, sin embargo, nos debería paralizar. El miedo a este terrorismo está no solo atenazando a gran parte de la sociedad y, por supuesto, a sus mentores intelectuales, sino que está lanzando a los europeos a unas campañas de islamofobía a todas luces rechazables. El miedo nos está situando al borde de dos precipicios: por un lado, están quienes so pretexto de respetar la comunidad islámica se entregan a ella por "miedo" e, inmediatamente, consideran que el Islam no tiene problema alguno para adaptarse a Occidente; y, por otro lado, se encuentran quienes tratan al islam con el mismo desprecio que tratan a otras religiones, especialmente al cristianismo, en nombre de la "religión" de Estado, la defensa del Estado laicista, o esgrimiendo una apelación genérica —flatus vocis— a la libertad de expresión.

Quizá sea verdad que el islam no es una religión comparable al cristianismo y al judaísmo. Quizá sea verdad que el islam tiene una dificultad clave para entender qué es la ciudadanía moderna. Quizá sea cierto que es muy difícil hacerle ver a un musulmán que nuestra civilización se basa en "dar a Dios lo que es de Dios y al César, lo que es del César". De acuerdo. Pero todos nosotros, ateos y agnósticos, cristianos y judíos, tenemos el deber de convivir en Europa con millones de seres humanos que le dan sentido a su existencia, o mejor, la principal fuente de su identidad es la religión islámica. O tenemos respeto (sic) a esta religión o lo tendremos duro. O tenemos respeto a ciento de miles de españoles que son musulmanes o no sabremos qué es la convivencia. Es hora de recordar la historia del encuentro entre Sancho Panza y el morisco Ricote. Nuestra nación, la nación española, nace mestiza y hemos de mantener con sumo esmero ese mestizaje. Cristianos y moros y, por supuesto, judíos podemos convivir juntos. Ah, pero que nadie olvide, por favor, la última parte del argumento de Ricote a Sancho: soy tu vecino, tu compatriota, soy español, Sancho, pero me expulsan, porque algunos de mi religión no se portan bien.

Respecto a la segunda simpleza, la pregunta sobre los judíos, no puedo dejar de insistir en algunos argumentos que me hacen ver al judío al mismo nivel que el cristiano. Lleno de dudas y precauciones intentaré responder directamente a la cuestión ¿puede confiar un hombre concreto, por ejemplo, yo, en un judío? Mi respuesta es sencilla: sí, confío absolutamente, o sea no desconfío más de los judíos que de los cristianos. Más aún que los cristianos, y mira que estos son "irenistas" con otras civilizaciones y formas de pensar, creo que una de las singularidades de los judíos, o mejor, del pueblo de Israel es la conciencia que siempre tuvo de otras culturas. Pasó la época de agarrarse al Antiguo Testamento como único baluarte de la cultura de Israel. No es este grandioso texto la única seña de identidad de Israel. Diré más: hay que reconocer que este Relato, esta gran obra israelita, tuvo grandes influencias externas. Los grandes historiadores del pueblo judío del siglo XX lo han reconocido con erudición e inteligencia: la grandeza de Israel residió en que supo recoger la influencia de otras civilizaciones y culturas, es decir, se enriqueció con el contacto y recepción de la grandeza de otros pueblos. Nunca fue la historia del pueblo de Israel la de un pueblo aislado que se hubiera desarrollado encerrado en sí mismo, sino que fue el resultado de un cruce de caminos del mundo antiguo.

Fue capaz de recoger lo mejor que ese mundo antiguo había elaborado. Sí, los israelitas tomaron de aquí y allá, recogieron lo mejor de todas partes y fueron sensibles a las grandes obras de la humanidad. Fue su gran mérito: supieron estimar, valorar y asumir la creatividad del ser humano cualquiera que fuera su origen. Mas, y esto es lo decisivo, hicieron de todo ello algo propio. Se lo apropiaron con inteligencia y sensibilidad. O sea lo transformaron. Ahí está el toque, como diría un taurino de la escuela cervantina. Por eso, hoy, un judío puede apropiarse lo mejor del catolicismo. Por eso, precisamente, un judío puede regresar perfectamente al catolicismo sin caer en contradicción… Los judíos, salvo los que se mueven por el espíritu de originalidad de la vieja defensa cerrada del Antiguo Testamento, trabajan constantemente sobre otras culturas y graban en ellas con grandeza su sello judío. El resultado está a la vista: como todos los grandes pueblos, también el judío es mestizo. El pueblo judío es tan español como los españoles son judíos. No es, amigo, un juego de lenguaje de un profesorcito de retórica, sino una manera de levantar acta de lo evidente, o sea, de hacer filosofía, por ejemplo, mi amigo Antonio Escudero, pacense de bien, se considera judío, católico y español. ¿A qué no estaría dispuesto a renunciar a ninguno de esos atributos? No, porque nadie sensato puede renunciar al sello hebreo de la cultura occidental.

Entonces ¿por qué habría de confiar menos en un judío que en un cristiano? Carece de sentido la pregunta, sencillamente, porque hebrea, sí, es nuestra cultura. Creo que tiene razón el filósofo Carlos Díaz al amonestarnos, al reconvenirnos fraternalmente, por hablar siempre de cultura y civilización occidental olvidando la aportación del pensamiento judío, cuyo concepto de razón es, dice el muy cristiano y personalista Díaz, mucho más completo que el griego. ¿Quién podría desconfiar del hombre judío si lleva inscrito en su ADN una razón más completa que la griega? Salvo los locos o los analfabetos, creo que nadie confiará menos en un judío que en otro tipo de hombre. Todos llevamos a la espalda, querámoslo o no, el hatillo judío de nuestro pasado. Aquí nadie empieza de cero. La creencia mítica de que el mundo se inicia con nosotros es faramalla de Adanes de cartón-piedra. Entonemos, pues, nuestras culpas por haber caído en alguna ocasión en ese mito. Por la parte que me toca, yo reconozco mi falta y acepto la impía objeción que más de una vez me ha repetido Díaz: no has estudiado como se merece a esa tradición grandiosa que viene de Jerusalén, "tú, que eres razón cálida, raciocordial, sentiente, raciovital, orteguiana y unamuniana, hebrea (hebrea no es judía tan sólo)" tienes que mirar con más sosiego la razón divina, el Dios racional que ha venido del más allá, a la ciudad de Jerusalén.

Y, precisamente, porque no le hemos dedicado la atención debida, pasamos por alto lo decisivo: Jesucristo es la representación del pléroma. Aquí está la clave para que nadie se confunda sobre la grandeza de la civilización judeo-cristiana. Julián Marías nos ha enseñado en España con filosófica paciencia, digna de mejores lectores que los malos profesores de filosofía que por aquí tanto abundan, que "el cristianismo, sobre todo en la medida en que es un condicionamiento de la situación general y significa una forma de visión de la realidad, no se puede aislar del judaismo. El cristianismo, desde su punto de vista intrínseco, significa el cumplimiento, la plena realización del judaismo; Cristo representa el pléroma, la plenitud de los tiempos, el cumplimiento de las profecías. El cristianismo tiene su libro religioso propio, el Nuevo Testamento, pero por supuesto parte del Antiguo, cuenta con él, nunca ha renunciado a él; el hecho de que en la práctica de la vida religiosa e incluso en gran parte de la teología se haya preterido y aun olvidado el Antiguo Testamento no quiere decir que esto sea aceptable ni pueda hacerse. Hace ya tiempo que el cristianismo está rectificando esa omisión, el dejar en sombra los antecedentes veterotestamentarios; y, por supuesto, en el judaismo se encuentran ya elementos que condicionan la visión de la realidad y han sido un factor de transformación de la filosofía".


(I) SÁNCHEZ ALBORNOZ, C.: España, un enigma histórico. Edhasa. T. I, Barcelona, 1991, págs. 214 y 215.

(II) Idem.

(III) Ibídem, pág. 104.

(IV) Ibídem, pág. 295.

(V) Ibidem, t. II, págs. 255 y 293.

(VI) Ibídem, págs. 258 y 259.

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