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Jesús Laínz

Una república hundida por los propios republicanos

Un factor clave en su desintegración fueron las luchas intestinas entre las diversas facciones izquierdistas, empezando por el incesante enfrentamiento entre socialistas.

Un factor clave en su desintegración fueron las luchas intestinas entre las diversas facciones izquierdistas, empezando por el incesante enfrentamiento entre socialistas.
Cordon Press

Lo que dice la leyenda extendida universalmente por la aplastante propaganda izquierdista desde hace ochenta años es que la Segunda República fue un régimen democrático, homologable a las demás democracias occidentales, que fue atacado por una alianza de obispos, marqueses y militares para acabar con la libertad del pueblo y recuperar sus privilegios ancestrales. Hasta un hombre de la extraordinaria inteligencia de George Orwell cayó en la puerilidad de escribir que lo que pretendía el bando nacional, apoyado sólo por la aristocracia y la Iglesia, era, más que implantar un régimen fascista a sueldo de Hitler, reinstaurar el feudalismo, lo que demuestra que de nada suele servir la inteligencia ante la potencia de los prejuicios ideológicos.

Un alzamiento multitudinario y una larga guerra de tres años necesitan bastante más explicación que la historieta de indios y vaqueros en la que la ha convertido la propaganda izquierdista. Pero cuanto más simple es el mensaje, a más gente llega y con más facilidad penetra en su cerebro y, lo que es mucho más importante, en su corazón. De ahí la importancia esencial de dividir con claridad los dos bandos enfrentados: el de los buenos y el de los malos.

Así que, para llevar la contraria, toca apuntar aquí algunos datos discordantes. Por ejemplo, el violento rechazo de los llamados “padres de la República”, Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, a la criatura que parieron. Y junto ellos, otros muchos egregios republicanos como Alejandro Lerroux, Miguel de Unamuno, Claudio Sánchez-Albornoz, Melquíades Álvarez, etc.

Pero no fueron los únicos, pues el cambio del apoyo a la oposición a la República fue compartido por millones de españoles de toda clase y condición. Dos ejemplos ilustres más: el primero, el de Valle-Inclán, que evolucionó desde su carlismo juvenil hasta su simpatía por la Unión Soviética y que recibió con alborozo la llegada de la República. Pero no tardó muchos meses en desengañarse, denunciar que “España sufre ahora la dictadura socialista” y aclamar la labor realizada en Italia por Mussolini. El segundo, el de su colega Concha Espina, una de las fundadoras de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, partidaria de la separación de la Iglesia y el Estado, del voto femenino y del divorcio, que en una entrevista realizada en noviembre de 1931 declaró que “la forma actual del gobierno tiene mis mayores esperanzas porque mi ilusión política de toda la vida fue la República” y que “en unos meses España ha recorrido muchos años: ¡Cómo no ser optimista!”. Pero un par de años más tarde acabó falangista, escribiendo versos en homenaje a José Antonio y siendo una de las más fogosas apologistas del alzamiento.

Ya que hemos mencionado a Sánchez-Albornoz, merece la pena detenernos un poco en él dada su autoridad como presidente del gobierno de la República en el exilio. Porque en su Anecdotario político, publicado en Argentina en 1972, recordó la quema de iglesias en mayo de 1931 como la triste jornada en la que “habían iniciado su barbarie los energúmenos que habrían de llevarnos al desastre”. Lamentó el sectarismo de unos y otros y el bajísimo nivel de los parlamentarios, como el radical-socialista Emilio Baeza, que se quejó de los debates constituyentes gritando: “¿Pero aquí venimos a discutir o a votar?”. Uno de los pocos que mereció su respeto fue Julián Besteiro, que compartió con él su disgusto por la política de Azaña durante el bienio 1931-33:

“Nos desfiguraron la República. ¡Cuántos errores! La España con la que usted y yo soñábamos va a ser imposible. Temo, incluso, por el porvenir de nuestro régimen”.

A pesar de su amistad y admiración por su jefe de filas Manuel Azaña, no le ahorró la acusación de cobardía por “su falta de agallas para restaurar el orden público cayera quien cayera”. Muy repetida es la confesión que Azaña le hizo en agosto de 1937 sobre el dominio que los socialistas y comunistas ejercían sobre los republicanos que, como él, se consideraban moderados:

“La guerra está perdida, absolutamente perdida. Pero si por milagro se ganase, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos, si nos dejan, porque el poder quedará en manos de los comunistas”.

Siempre mostró su enemistad con Largo Caballero, enemistad recíproca que le llevó a no regresar a territorio republicano, temiendo por su vida, mientras el socialista se mantuviese al frente del Gobierno. Albornoz fue testigo presencial de los continuos planes de revolución de Largo y los suyos. En 1933, tras la victoria electoral derechista, los socialistas, “que no se resignaban democráticamente a la derrota”, asediaban día tras otro a Azaña con la misma cantinela de que “don Manuel, esto es intolerable, no podemos vivir así, hay que hacer la revolución, hay que echarse a la calle”.

Muy claramente proclamó Indalecio Prieto en el Parlamento que “los socialistas nos comprometemos a desencadenar la revolución”. Y, efectivamente, así hicieron en octubre de 1934. Y en 1936, durante las negociaciones para constituir el Frente Popular de cara a las elecciones de febrero, Largo Caballero afirmó sin rodeos que “después del triunfo, yo me reservo el derecho de hacer la revolución”.

El 6 de abril de 1975 el periódico Personas publicó una entrevista al anciano expresidente republicano:

“¿Sabe qué fue lo que dije el 31 de marzo de 1939? Dije: Por fin se dejaron de matar los españoles, enhorabuena. Si llegamos a ganar la guerra nosotros, se hubiera establecido el comunismo en España. ¿Cómo podía estar yo al lado de gente que ha matado a doce mil curas? (…) Oiga, se van a asustar cuando lean que yo no deseaba la victoria en la guerra civil, pero es cierto. Tampoco la deseaba Azaña, hubiéramos tenido que irnos de España (…) Se van a escandalizar cuando lean que yo no deseaba el triunfo republicano, pero es verdad (…) Si Franco gana la guerra en el primer momento, hubiese sido mucho mejor (…) Si Fanjul se adelanta, podía haberse apoderado de Madrid. Fue una pena. La guerra hubiera terminado mucho antes. Nos fusilarían a cien republicanos, pero la guerra no hubiese dejado esta semilla de odio y miedo (…) Estoy en contra del comunismo y del fascismo, son dos regímenes de dictadura, pero con una diferencia: de todo régimen totalitario de derechas se sale. Del comunismo, en cambio, no”.

Junto a los republicanos que se habían vuelto enemigos de la República y los que, aun siendo altos cargos de ella, no deseaban su victoria, hay que señalar otro factor clave en su desintegración: las luchas intestinas entre las diversas facciones izquierdistas, empezando por el incesante enfrentamiento entre socialistas. Porque no sólo el moderado Besteiro y los suyos perdieron la batalla frente a los revolucionarios Prieto y Largo Caballero, ya que los partidarios de estos dos últimos también chocaron a menudo, y en ocasiones a tiros. El más llamativo de aquellos enfrentamientos tuvo lugar durante un mitin socialista en Écija el 31 de mayo de 1936, del que Prieto tuvo que escapar perseguido a tiros por unos partidarios de Largo que le acusaban de cómplice del fascismo. Así lo relataría el propio Prieto:

“En Écija, ni a González Peña, que volvía del presidio, ni a Belarmino Tomás, ni a mí, que regresábamos de la expatriación, se nos permitió hablar. De Écija tres diputados socialistas fuimos expulsados a tiros por nuestros propios correligionarios”.

Santiago Carrillo al frente de las JSU

Pero no se trató de una reacción aislada y espontánea, sino de la consecuencia de una sesuda elaboración ideológica previa. Porque tras el fracaso de la revolución de octubre de 1934, en el PSOE se abrió un debate sobre las lecciones que había que aprender de ello y los planes que había que elaborar para conseguir el triunfo en una posterior revolución. Pocos meses después, a mediados de 1935, la comisión ejecutiva de la Federación de Juventudes Socialistas editó un opúsculo titulado Octubre: segunda etapa, escrito por su presidente y su secretario general, Carlos Hernández Zancajo y Santiago Carrillo. A Julián Besteiro le consideraban la “personificación de la traición” por cometer el error de considerar el Estado democrático y la Constitución suficientes para defender los intereses de la clase obrera y por “cantar endechas a la democracia, la legalidad y el parlamentarismo”:

“Sus palabras merecieron contestación. Se le negaron todas las virtudes que él atribuía a la democracia burguesa, al Estado que habíamos creado, a la Constitución, al mito de la República”.

Para las Juventudes Socialistas, la insurrección de octubre había significado un “progreso formidable” hacia la revolución ya que había demostrado “la necesidad de romper definitivamente con el reformismo” y con la “pocilga parlamentaria” para proceder a la “depuración revolucionaria del PSOE” y conseguir su radicalización y bolchevización. Y paralelamente a una depuración interior que debía acabar con los traidores Besteiro y Prieto, propusieron la anulación de los comunistas por ser otro obstáculo para la revolución:

“Es preciso desarmar a los comunistas, identificados con la derecha del Partido Socialista en la apreciación de esta cuestión, poniendo de relieve cómo los verdaderos bolcheviques somos nosotros”.

Para demostrarlo, los jóvenes dirigentes socialistas recordaron que el PSOE “defendió ardientemente” la Revolución rusa desde el primer momento, que “nadie hallará en el socialismo español los rasgos característicos de la socialdemocracia europea”, que su objetivo “no es sólo la Revolución española, sino la Revolución mundial, la dictadura proletaria en todos los países” y que “nuestro partido ha sido partidario siempre de la violencia revolucionaria y la ha utilizado en diversas ocasiones, la última en octubre”.

Concluyeron sus páginas expresando su voluntad de conseguir “la bolchevización del Partido Socialista, la expulsión del reformismo, la derrota de la burguesía y el triunfo de la Revolución bajo la forma de la dictadura proletaria” inspirados en “las mejores tradiciones del bolchevismo ruso y en los dos grandes paladines del Socialismo clásico: Marx y Lenin”. Y para desarrollar ese programa, declararon tener por jefe a Largo Caballero.

George Orwell

George Orwell, marxista contrario a la ortodoxia de los partidos fieles a Moscú, recordó a los partidos comunistas europeos que se habían dedicado durante décadas a enseñar que la democracia, además de una estafa, no era más que una manera eufemística de llamar al capitalismo. Por eso les reprochó que, en cuanto estalló la guerra española, unieran sus voces al coro universal que clamaba que en suelo español se estaba librando una lucha mortal entre el fascismo y la democracia. “No es una buena táctica afirmar primero que la democracia es una estafa, y pedir luego: ¡Luchad por la democracia!”. Orwell explicó en sus escritos que lo que estaba sucediendo en España no era una guerra civil en defensa de un régimen democrático, sino “el comienzo de una revolución”. Y lamentó que habrían conseguido más apoyo internacional en hombres, medios y dinero si, en vez de haber pedido ayuda en nombre de la “España democrática”, lo hubieran hecho en el de la “España revolucionaria”.

El enfoque fue idéntico en el campo anarquista. Por ejemplo, el cenetista Juan López Sánchez, ministro de Comercio con Largo Caballero, proclamó en febrero de 1937 que “el pueblo español está derramando su sangre, no por la República democrática y su Constitución de papel, sino por una revolución”.

Aunque el alzamiento de julio pareció atenuar los pleitos entre izquierdistas, el desarrollo de la guerra las acentuó debido a la incompatibilidad entre quienes pretendían centrarse en ganar la guerra, fundamentalmente los socialistas y comunistas, y quienes preferían aprovechar la coyuntura bélica para llevar adelante la revolución social, sobre todo los anarquistas y los comunistas libertarios. Éstos se dedicaron a construir un nuevo modelo de explotación de la tierra mediante su colectivización y la abolición del dinero; e incluso la quema material de los billetes. El secretario general del Partido Comunista, José Díaz, resumió así el fracaso del experimento: “Ese comunismo libertario ha durado lo que ha tardado en vaciarse la despensa”.

Por lo que se refiere a los trotskistas del POUM, competidores de los prosoviéticos PCE y PSUC, Stalin ordenó su eliminación bajo la acusación de ser agentes del fascismo internacional a sueldo de los servicios secretos de Franco y Hitler. En la primavera de 1937 anarquistas y poumistas fueron perseguidos en toda España por unos comunistas crecientemente hegemónicos y a las órdenes de la NKVD, la policía secreta soviética dirigida en Madrid por Alexander Orlov y en Barcelona por Erno Gerö. Varios cientos de muertos quedaron por el camino, sobre todo en Cataluña, entre ellos el dirigente poumista Andrés Nin, cuyo cadaver despellejado nunca se encontró.

Testigo directo de todo ello fue George Orwell, alistado en las milicias del POUM en el frente aragonés. En su célebre Homenaje a Cataluña describió la guerra intestina que desangró el bando republicano y que le obligó a salir corriendo de España –“con la policía pisándome los talones”– para no caer asesinado por sus compañeros de bando.

Pero ésa es otra historia.

www.jesuslainz.es

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