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Stanley G. Payne

¿Quiénes rechazaron una república constitucional y democrática?

El centro era el único gran sector político para el que la democracia y la República constituían fines en sí mismas, como un sistema jurídico constitucional y no como un sistema de objetivos reformistas radicales, sociales o culturales.

El centro era el único gran sector político para el que la democracia y la República constituían fines en sí mismas, como un sistema jurídico constitucional y no como un sistema de objetivos reformistas radicales, sociales o culturales.
1 de mayo de 1931 en Madrid | Cordon Press

Aunque técnicamente la alianza republicana no ganó las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 y nunca hubo un plebiscito o referéndum que legitimase la República resultante, la legitimidad del régimen nacido el 14 de abril de 1931 tuvo una amplia aceptación en España. La alianza republicana había fracasado en su intento de llevar a cabo un pronunciamiento militar en diciembre de 1930, pero reclamó su victoria en las elecciones municipales porque obtuvo importantes mayorías en las ciudades más grandes, donde la movilización era más intensa. Alfonso XIII optó por no cuestionar el resultado obtenido por los republicanos y la opinión pública española, en su gran mayoría, aceptó la base legal de lo que, abrumadoramente, se entendió como una república democrática.

En retrospectiva, puede decirse que una reforma democrática de la monarquía parlamentaria hubiese proporcionado unos fundamentos más sólidos a este nuevo sistema democrático que el salto al vacío representado por el nuevo régimen, pero la República mantuvo una relativa continuidad con las estructuras legales y las instituciones monárquicas, excepción hecha de la fundamental separación entre Iglesia y Estado. Durante los primeros meses, el nuevo régimen sólo encontró oposición entre unas exiguas minorías de monárquicos y comunistas, en la extrema derecha y la extrema izquierda. Incluso los anarcosindicalistas revolucionarios de la CNT reconsideraron al principio su disconformidad con el nuevo régimen, cuya implantación sin derramamiento de sangre se consideró un ejemplo de la nueva madurez cívica española, que ponía fin de manera definitiva al anterior periodo de guerras civiles.

Entre 1931 y 1932, la inmensa mayoría de la sociedad política española quedaba definida a través de cinco grandes sectores políticos: el centro, la izquierda moderada, la derecha moderada, la extrema izquierda y la derecha radical. El centro acogía a los republicanos demócratas y liberales, representados sobre todo, aunque no en exclusiva, por el Partido Republicano Radical, liderado por el veterano Alejandro Lerroux. Otras grandes figuras del centro fueron Niceto Alcalá-Zamora (que llegó a ser presidente de la República) y Miguel Maura, ambos católicos practicantes, al frente de pequeños partidos independientes. El centro era el único gran sector político para el que la democracia y la República constituían fines en sí mismas; entendían la democracia sobre todo en términos de práctica democrática y de respeto a las “reglas del juego”, como un sistema jurídico constitucional y no como un sistema de objetivos reformistas radicales, sociales o culturales.

La izquierda moderada estaba en su mayoría compuesta por los “republicanos de izquierda”, también llamados la “izquierda burguesa”, y acogía a diferentes partidos, entre los cuales Izquierda Republicana, liderado por Manuel Azaña, llegó a ser el más importante. La izquierda moderada se diferenciaba del centro sobre todo por su insistencia en que la República debía consistir en una serie de radicales reformas culturales e institucionales, reformas que, más que el imperio de la ley, representaban la “esencia” de la República.

La extrema izquierda, o izquierda revolucionaria, estuvo al principio liderada por la CNT, que no optó por la revolución directa y violenta hasta finales de 1931, pero también incluía al exiguo Partido Comunista de España (PCE) y a otros partidos comunistas menores.

A caballo entre la izquierda moderada y la revolucionaria se encontraba el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que llegó a formar parte de la coalición gobernante inicial junto con los republicanos de izquierdas y los centristas. Para los socialistas, la democracia republicana no constituía un objetivo en sí misma, sino que venía a ser un escalón para alcanzar una economía y una república socialistas. En 1931, el PSOE se alineó junto a la izquierda moderada, asumiendo que la democracia política produciría los resultados deseados, aunque no contasen con ninguna alternativa definida por si tal cosa no llegaba a ocurrir.

A finales de 1932, la derecha moderada estaba compuesta por el primer gran partido político católico en la historia de España, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Pese a que el ala izquierda de la CEDA se definía como demócrata-cristiana en sus valores y orientación, este partido no fue, en general, un partido demócrata-cristiano, ya que pretendía transformar el régimen político en un sistema de corporativismo católico similar a los que venían organizándose en Portugal o Austria. No obstante, por su compromiso con la legalidad y su rechazo de la violencia, la CEDA representó con firmeza la tesis de la derecha moderada. 

La derecha radical estaba, al principio, compuesta por unas minorías monárquicas apenas relevantes. Los alfonsinos, partidarios del depuesto rey acabaron organizándose en el partido Renovación Española, que rechazaba los principios de la monarquía parlamentaria a favor de la instauración, y no la mera restauración, de un régimen monárquico corporativista, autoritario y católico, de corte “neotradicionalista”. (Este grupo llegó a ser el primer precursor del subsiguiente régimen franquista). Los monárquicos tradicionalistas originales, o carlistas, se vieron reforzados por el ataque republicano al catolicismo, pero, pese a continuar activos, apenas contaban con apoyos fuera de Navarra.

Los primeros grupos que rechazaron el nuevo régimen haciendo uso de la violencia y la insurrección fueron los anarcosindicalistas y los comunistas. La debilidad de estos últimos entorpecía sus proyectos, pero los activistas de la FAI-CNT emprendieron tres insurrecciones revolucionarias diferentes en enero de 1932 y en enero y diciembre de 1933. Cada una se extendió por media docena de provincias y ni su falta de organización ni sus nulas posibilidades de éxito fueron obstáculo para que en ellas perdieran la vida más de 200 personas.

General Sanjurjo en el penal del Duero en enero de 1934

También algunos pequeños sectores de la derecha radical organizaron una revuelta militar, encabezada por el eminente general José Sanjurjo, que estalló el 10 de agosto de 1932. La conocida como “Sanjurjada” fue ignorada por la mayor parte del ejército y sólo durante una horas tuvo algo de éxito en Sevilla. Diez personas murieron en este golpe fracasado. Durante los tres primeros años de la República, por lo tanto, los enemigos extremos de este sistema de gobierno apenas gozaron de apoyos. Los cuatro intentos de sublevación —tres por parte de la extrema izquierda y uno por la extrema derecha— nunca llegaron a suponer una seria amenaza para el nuevo régimen.

Conforme el Gobierno republicano llevaba a cabo una serie de importantes reformas entre 1931 y 1933, la coalición gobernante se fue debilitando poco a poco. Primero la abandonó la mayor parte de los centristas, alegando la incompatibilidad de los socialistas con un republicanismo constitucionalmente basado en la democracia y la propiedad privada. Al final, en septiembre de 1933, se quebró la alianza entre los republicanos de izquierda y los socialistas, dando pie a la celebración de nuevas elecciones ese mismo año.

En estos comicios, los socialistas se negaron a aliarse con los republicanos de izquierda y ya la opinión pública había comenzado a reaccionar de una manera negativa a los resultados del reformismo republicano, sobre todo en lo que atañía a su denegación de plenos derechos civiles tanto a los católicos como a la Iglesia. En las nuevas elecciones, la CEDA obtuvo una pluralidad, si no una mayoría de los votos, convirtiéndose en el mayor partido en las Cortes, seguidos por los radicales. El resultado de estas segundas elecciones fue casi diametralmente opuesto al de las primeras de 1931.

Los líderes de los republicanos de izquierda y los socialistas respondieron exigiendo al presidente Alcalá-Zamora que cancelase los resultados del sufragio y les permitiera modificar la ley electoral, de manera que, en la nueva consulta, quedase garantizado el triunfo electoral de la izquierda. No alegaron la ilegalidad de las votaciones; tan sólo objetaron que la derecha había ganado. Rechazaron el principio básico de que la democracia constitucional depende de las reglas del juego y del imperio de la ley, lo que en algunas ocasiones se ha denominado “reglas fijas y resultados inciertos”, e insistieron en garantizarse un resultado —el poder para sí mismos— que sólo podía alcanzarse manipulando las leyes sin cesar.

Página de la Constitución de 1931

Mientras la CEDA había aceptado unas leyes electorales elaboradas por sus oponentes izquierdistas, la izquierda moderada afirmaba que no se podía permitir que el partido católico ganase las elecciones —incluso aplicando las leyes de la izquierda— debido a que la CEDA se proponía introducir ciertos cambios básicos en el sistema republicano. La propia izquierda acababa de cambiar de un modo fundamental el sistema español, mientras los socialistas se proponían ir mucho más allá, introduciendo el socialismo pleno, y pese a ello los partidos de izquierda sostuvieron que la derecha moderada no tenía derecho a ganar unas elecciones e implantar sus propios cambios. La izquierda insistía en que la República no era un sistema democrático igual para todos, sino un régimen especial, identificado con la izquierda moderada y no con los deseos, expresados en las urnas, de la mayoría de la sociedad española, los cuales, dependiendo de su contenido político, podían ignorarse.

No resulta sorprendente que el presidente Alcalá-Zamora rechazase cuatro solicitudes diferentes, procedentes de la izquierda moderada, para cancelar los resultados electorales y cambiar las leyes ex post facto. Al menos en 1933, insistía en las reglas fijas y los resultados inciertos. Por otra parte, el hecho de que la izquierda moderada, en gran parte responsable de las leyes y reformas de la República, desdeñase la democracia electoral en cuanto perdieron las elecciones significaba que las perspectivas de que el nuevo régimen llegase a ser una democracia eran extremadamente limitadas. En principio, no fue posible que la democracia dependiera del centro y quizá, de la derecha moderada, ya que, aunque esta última aceptó la legalidad, su objetivo final no era el mantenimiento de la República democrática, sino su conversión en un tipo de régimen diferente y resultaba muy improbable que los demócratas liberales de centro, que apenas contaban con el 20 por ciento del voto popular, pudieran mantener un régimen democrático por sí mismos.

No obstante, bastantes sistemas políticos modernos han dado sus primeros pasos en un clima de incertidumbre, de modo que el final del año 1933 no sentenció la República, pues pudieron haberse producido varios avances positivos: el centro pudo haber crecido o haberse fortalecido y la derecha moderada se pudo haber desplazado hacia el centro o la izquierda moderada llegando a ser más democrática, aceptando la igualdad de derechos para todos.

Desafortunadamente, no ocurrió nada de esto: el centro se empequeñeció y debilitó, la derecha moderada no se inclinó de manera decisiva hacia el centro y la izquierda moderada se volvió más excluyente, insistiendo en una República sólo de izquierdas, al tiempo que una gran parte del movimiento socialista abrazaba la revolución violenta.

Capítulo del libro: 40 preguntas fundamentales de la Guerra Civil (La Esfera de los Libros, 2006)

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