
Tras el deslucido centenario de Galdós del año pasado que, con contadas excepciones, en doce meses no consiguió más que reproducir los tópicos más extendidos de esa luminaria de las letras españolas, ya está aquí el para mí tan temido centenario de doña Emilia Pardo Bazán, fallecida el 12 de mayo de 1921 de una congestión cerebral, agravada por la diabetes. Ambos fueron amigos, y como se supo en su momento, amantes, siendo una de las razones, junto a su feminismo, en las que se basa la exegesis oficial actual de la figura de doña Emilia. Al leer muchos de los artículos que se publican casi a diario sobre ella, parecería que la sin duda interesante correspondencia erótica con Galdós es su obra más importante y también que ella era una liberal desenfrenada y una izquierdista enragée. En su cerril obcecación y empecatado fanatismo político, además de ignorar que tener amantes no es privativo de la izquierda, también olvidan que el feminismo y la defensa del papel de la mujer en la sociedad lo iniciaron las conservadoras, muchas de ellas aristócratas y de la alta sociedad (la condesa de Mina, Clara Campoamor, doña Emilia, Concha Espina etc.), pero no voy a extenderme sobre ello, otras personas lo han hecho ya en este mismo periódico.

Su condición femenina, de la que nada importante se esperaba, la permitía recalar en vericuetos de la vida cotidiana como la moda, la vida social, las actividades culturales, y las tertulias, que muchas veces constituyen un elemento bastante más importante para el mejor conocimiento de una época que otras reflexiones solemnes. Son, además, la materia misma de la creación literaria, en particular la novela y el cuento, géneros en los que doña Emilia destacó de manera especial. Escribió veinte novelas, más de seiscientos cuentos, incontables artículos, algunos recogidos en volúmenes, otros en vía de hacerse. También frecuentó el género dramático, aunque con escaso éxito, pero sobresalió en el ensayo literario y fue una de las grandes polemistas de la Restauración. Ella sola arremetió contra individuos e instituciones y sin enfrentarse a la sociedad, supo hacerla frente. Gran sabia, mejor divulgadora, lectora voraz y crítica implacable, curiosa, inteligente, mujer.
La mirada que dirige doña Emilia a los acontecimientos de los que se hace reportera es la de una intelectual que atiende a lo que sus colegas masculinos denominarían "menudencias"; se fija en cosas que a ellos se les escapan, y no sólo en lo que se refiere a los trapos. Por ejemplo, sus agudezas respecto a la magra, por no decir patética aportación de España a la Sección de Guerra de la Exposición de 1900 le valió la inquina de algunos militares españoles que la hubieran retado a duelo de haber sido, de verdad, un hombre.
No obstante, y en honor a la verdad, doña Emilia, tras haber tenido algo más que tentaciones carlistas en su juventud, tuvo veleidades regeneracionistas y krausistas. Debió su "conversión" al liberalismo a su trato con don Francisco Giner de los Ríos, mencionado por José María Marco en su libro sobre este último. De ello, nuestra "genio", sacó una especie de doctrina en la que mezclaba su catolicismo con algunos de los preceptos religiosos de origen protestante que rigen la conducta de los adeptos al krausismo: no mentir, no marcharse de juerga, no ir a los toros ni a las verbenas, trabajar, rezar y, en este caso, comulgar con la naturaleza, junto a la necesidad de viajar por el extranjero, de "europeizarse", como decía ella y como hacía en cuanto tenía ocasión.
Sus personajes ilustrados están muy viajados; han ido a Francia, Alemania e Inglaterra, aunque sin dejarse engatusar por los oropeles de esos países y denunciando en ellos los aspectos negativos que observa. Este europeísmo crítico la desmarca también de la beatería institucionalista quizás porque en ella ser europea es un atributo de clase. Como aristócrata española no tiene complejo alguno al respecto, y está acostumbrada a sofisticaciones que cada vez tienen más importancia en su literatura.
Como demostró con su deseo de entrar en la Academia, doña Emilia había llegado a un punto en que encontraba merecidos todos los honores, y aceptó con gusto el de Consejero de Educación y de "catedrático", como se decía entonces, cuando el vocabulario sólo utilizaba el femenino de determinadas profesiones para denominar a la esposa de quien las ejercía. A pesar de su feminismo militante (asistió al Primer Congreso Feminista de París en 1900) doña Emilia –como todas las mujeres destacadas de su época– consideraba un privilegio que la calificaran de viril y de masculina, en lo tocante a los atributos intelectuales, se entiende. De pequeña frecuentaba a la condesa de Mina y después, al retratarla, diría de ella que no sabía si lo que se le "había quedado más presente de aquella mujer, era su despego y discreción varonil, o los guantes de algodón a lo carabinero y la cofia extravagante de algodón que usaba hasta por casa" (Por Francia y Alemania).

Como ocurrió el año pasado con el centenario de don Benito Pérez Galdós, también en el de doña Emilia se está diciendo demasiado y de manera exagerada y desplazada. Se han mitificado y tergiversado aspectos nimios y anecdóticos de sus respectivas vidas convirtiéndolos en incontestables. En el caso de doña Emilia, de manera más palpable, se ha minusvalorado su conservadurismo, su catolicismo, su férreo patriotismo, su desprecio por los regionalismos y los nacionalismos oportunistas. "Yo, que nací española rabiosa y que soy la única que en esta tierra no ha dado en la flor de llamarse Celta o sueva" dice la escritora gallega en una carta al catalán Narcis Oller (reproducida en sus "Memòries literàries"). Sin duda, todavía queda bastante por decir de su vida y de su obra. La variedad de temas que trata se presta a multitud de interpretaciones, pero a raíz de las cosas contradictorias y, a mi entender, extrapoladas y estrafalarias que se han dicho en estos escasos cinco meses de su centenario en muchas ocasiones no reconozco a esa mujer que creía conocer tanto, y cuya obra llevo frecuentando con la fidelidad y la admiración que se merecen desde hace mucho.
Esto me llegó a esbozar una biografía que, a la luz de todas las que han ido saliendo estos últimos años desde aquella mítica hagiografía idealizada de Carmen Bravo Villasante (Vida y obra de Emilia Pardo Bazán, Revista de Occidente, 1962), se ha hecho ahora evidentemente innecesaria, al menos desde el punto de vista de la documentación. Citaré por orden alfabético, la exhaustiva de Pilar Faus, Emilia Pardo Bazán. Su época, su vida, su obra, 2003; la de Eva Acosta, Emilia Pardo Bazán. La luz en la batalla. Biografía 2007) y la de Isabel Burdiel, Emilia Pardo Bazán, 2019. Dejo de lado las innumerables publicaciones y estudios biográficos de índole exclusivamente académico por exceder los propósitos de este artículo.
Para terminar con el tema de ese particular feminismo pardobazaniano que consiste en realzar la virilidad de la mujer, quiero terminar con lo que doña Emilia le dice a Galdós en la tan cacareada correspondencia erótica ("Miquiño mío): que su progresiva virilización, es una elección personal "entre los dos tipos de virtudes que existen". Lenguaje inclusivo, dirían ahora, si alguna vez se entendiera lo que quieren decir con eso.